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La gordita compra un CEO
La gordita compra un CEO
Por: J.D Anderson
Capítulo: Compré un marido

—¡Te compré un marido! ¡Mírate en el espejo, Camely! ¿Quién, en su sano juicio, querría a una mujer obesa como tú por voluntad propia? —rugió su hermano Orson, con la voz retumbando por toda la mansión Delmar.

Camely, su hermana menor, lo miró en silencio, con los ojos abiertos de par en par. La voz de su hermano cortaba el aire como una hoja afilada, sin piedad.

—Es mi última palabra —continuó él, con una sonrisa torcida—. Te casas con Zacarías Andrade, o me olvido de ayudar a tu nana con ese trasplante que tanto necesita. Sabes que, sin mi ayuda, la persona que va a donar no lo hará.

Camely sintió el suelo desvanecerse bajo sus pies.

Por un instante, creyó que su corazón se detendría.

 No por la propuesta, sino por la frialdad con que su propio hermano podía usar la vida de alguien que ella amaba como moneda de cambio.

Orson Delmar siempre había sido un hombre cruel con ella. No soportaba verla, tal vez porque era la hija ilegítima, la hija de la amante de su padre. Desde pequeños, le había dejado claro que su existencia era una mancha en su apellido.

Camely respiró hondo, conteniendo las lágrimas.

—Me casaré —susurró—. Pero sálvala. Sálvale la vida a mi nana.

Su nana era como la madre buena que nunca tuvo.

El hombre sonrió satisfecho.

—Sabía que aceptarías. Siempre fuiste débil cuando se trataba de esa anciana.

Camely no respondió.

Recordó, como un eco lejano, aquella infancia rota: su enfermedad a los ocho años, de síndrome de Cushing… y su padre, el único hombre que alguna vez la había mirado con amor, había ayudado para que mejorara su salud.

Después de eso, sus padres se divorciaron, cansado de las manipulaciones de su madre, una mujer que había usado la enfermedad de su hija como un arma.

Su madre, Dalia, fue hermosa. Competitiva, egoísta y vacía. Nunca cuidó de Camely, ni de su cuerpo, ni de su mente.

La dejó crecer sin límites, sin afecto, con una herencia de abandono y comida en exceso.

Ahora, a sus veinte años recién cumplidos, Camely Delmar pesaba ciento veinte kilos, y una estatura de un metro y sesenta.

Cada mirada de desprecio en su entorno le recordaba su cuerpo como un castigo.

***

Dos meses después, el destino la esperaba vestida de novia.

Camely se miró al espejo.

El vestido era inmenso, sin forma, tan pesado que apenas podía moverse.

Nadie la había maquillado con esmero, ni peinado con cariño. Ella misma se recogió el cabello, dejando sus cabellos dorados en un moño torpe.

Sus rizos rebeldes escapaban, cayendo sobre sus mejillas redondeadas.

Una empleada, compadecida, le puso un poco de labial rosado.

—¿Me veo… presentable? —preguntó Camely con una voz que apenas era un hilo.

La mujer dudó antes de asentir. Y en ese silencio, Camely entendió la verdad. No lucía bien. No era una novia soñada. Pero no había tiempo de lamentarse.

—¡Camely! —gritó Orson desde el pasillo—. O sales ahora mismo, o te juro que te llevo arrastrando, ¡aunque tenga que usar una grúa!

Ella suspiró y abrió la puerta.

Orson la esperaba con su habitual gesto cruel, y a su lado, su prometida, Susy, una mujer de sonrisa venenosa.

—¡Dios mío! —rio Susy al verla—. Parece un hipopótamo vestido de novia.

—¡Basta, Susana! —gruñó Orson.

Camely bajó la mirada, y caminó con pasos pesados hacia el auto.

***

En la iglesia.

En el interior, el murmullo era un enjambre de cuchillos.

El novio esperaba, Zacarías Andrade estaba de pie junto al altar. Su porte era impecable, su rostro sereno. El traje negro le quedaba perfecto, resaltando su piel clara y su mirada de un azul glacial.

No era un hombre de gestos; cada movimiento suyo era medido, cada respiración, controlada. Tenía la elegancia natural de un rico aristócrata, deseado por muchas mujeres y popular entre los empresarios.

Sus labios, delgados y tensos, no expresaban nada.

Pero por dentro, Zacarías sentía la incomodidad de estar en un teatro donde todos esperaban que fingiera amor.

Había rumores, y él lo sabía.

—Dicen que la familia Andrade está en quiebra… —susurraban algunas mujeres en los bancos—. Este matrimonio es por conveniencia, no por amor.

—Zacarías siempre estuvo enamorado de Gala Duran —añadió otra voz—, pero ella es pobre, una simple futura pintora intentando ganar un nombre. No tiene apellido ni fortuna, y se mantiene en la alta sociedad gracias a los Andrade.

Zacarías cerró los ojos un segundo.

Estaba cansado, lleno de hastío. No amaba a Gala, le tenía un cariño de hermano.

Pero el amor era un lujo que ya no podía permitirse. Su familia necesitaba poder, dinero para no caer en bancarrota, no emociones y eso representaban los Delmar, su salvavidas financiero.

Romina Andrade, la flamante suegra, sonreía con esa elegancia altiva que la caracterizaba. Su mirada fría escaneaba a los invitados.

Creía que este matrimonio los catapultaría a alcanzar las más altas esferas de la riqueza soñada.

La marcha nupcial comenzó.

Todos se giraron hacia la puerta, esperando la entrada triunfal de una joven deslumbrante.

Entonces, las puertas se abrieron.

El murmullo se volvió risa.

Camely entró.

Con el vestido blanco y los rizos cayendo sobre el rostro, avanzó con el rostro tenso, los ojos fijos en el altar.

Podía sentir todas las miradas, las burlas, el rechazo.

Pero no se detuvo.

—Mi nuera es una… ¿¡gorda!? —susurró Romina Andrade, escandalizada, sin poder contenerse.

Zacarías la escuchó. No giró la cabeza. Solo apretó los labios.

Cuando los ojos de ambos se cruzaron —los de Camely, llenos de miedo; los de él, tan fríos que parecían de cristal—, el silencio volvió a dominar el lugar.

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