Selene, una huérfana marcada por un linaje maldito, creció en un internado de Omegas donde las educaban para ser esposas perfectas. Su destino estaba escrito: debía ser vendida a algún hombre poderoso que nunca la amaría, solo la mostraría como un trofeo. Pero Selene guarda un secreto: pertenece al clan exterminado de los D’Arcanis, los lobos con el don prohibido de manipular mentes. Un poder tan temido que llevó a la masacre de su familia… y que ahora ella esconde tras una máscara de docilidad. Cuando pierde lo único que garantizaba su futuro —su virginidad—, todos la sentencian al olvido. Hasta que él aparece. Dante Kaelthorn, el Alfa más temido del oeste, llega buscando esposa. Entre decenas de jóvenes perfectas, él elige a la única que ya fue descartada: Selene. Nadie entiende por qué, ni siquiera ella, hasta que él revela lo que sabe: Su verdadero apellido, su sangre maldita, y el don oscuro que puede ayudarlo a descubrir quién asesinó a su compañera destinada. Selene se niega a obedecer. Pero Dante no se detiene, porque conoce la debilidad de su poder: si la marca como suya, ella no podrá resistirse. « —Nunca seré tuya, Kaelthorn —le escupió Selene, temblando de furia. Dante sonrió, inclinándose hasta rozar sus labios con los suyos. —Te equivocas, Omega. No serás mía… ya lo eres. Y cuando te marque, ni tu propia alma podrá escapar de mí.» Entre odio, deseo y secretos, Selene descubrirá que el Alfa sin corazón es también el único capaz de despertar el suyo.
Leer másEl silencio en el despacho de la directora era sofocante. Las cortinas pesadas apenas dejaban entrar la luz de la luna, y el aire estaba impregnado con el aroma dulzón de las velas encendidas. La mujer, rígida tras su escritorio de roble, no podía ocultar el leve temblor de sus manos al enfrentarse al hombre que tenía delante.
Dante Kaelthorn no necesitaba presentaciones. Su sola presencia llenaba la estancia con un poder que helaba la sangre. El Alfa sin corazón, así lo llamaban, con esa reputación de frialdad y brutalidad que precedía su nombre. Alto, de porte imponente, lo observaba todo con una calma peligrosa, como un lobo acechando a su presa. Su presencia en el Internado había sido anunciada con anticipación. Los preparativos para recibirlo fueron hechos. Aún así nadie está realmente preparado para lo que impone su presencia. Y aunque se dispusieron todas las jóvenes del Internado, y se le ofrecieron las mejores... Él ya iba con una idea en mente. Y cuando un Alfa como él impone su mandato, es difícil de cuestionar. —Debo insistir, señor Kaelthorn —comenzó la directora, con la voz tensa—. Está cometiendo un error. Entre nuestras jóvenes hay muchas omegas perfectas, vírgenes, educadas con esmero para satisfacer las necesidades de un esposo como usted. Pero esa muchacha… —se detuvo, como si pronunciar su nombre fuera ya un desacato—, no es adecuada. Dante ladeó apenas la cabeza, con una sonrisa fría. Le molestaba tener que explicar sus motivos como si ellos debieran decidir a quién elegiría. —¿Inadecuada? —repitió, su voz grave reverberando en la habitación—. He visto sus ojos de desafío, no me tomará nada por sorpresa. Aún así ningúna otra aquí me interesa. La directora apretó los labios. —Es rebelde. Desobediente. Y, lo más importante, ya no es pura. Ha… manchado la reputación del internado. Nadie la querría. El alfa se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos sobre el escritorio. Sus ojos penetrantes destellaron como brasas. —La quiero a ella. Las palabras quedaron flotando en el aire como un decreto imposible de discutir. La directora tragó saliva, incapaz de sostenerle la mirada. —No comprende lo que dice… ella es… peligrosa. —Su voz bajó a un murmullo, cargado de temor—. No es como las demás. Un silencio pesado siguió, roto solo por el sonido de la respiración controlada de Dante. Él se incorporó lentamente, como si la paciencia se le agotara. —Créame, directora —susurró con un filo en la voz que erizó la piel de la mujer—, sé exactamente lo que es… y por eso mismo será mía. Se volvió hacia la puerta, como si el asunto estuviera ya cerrado. Antes de salir, se detuvo apenas un segundo, lanzando una última sentencia que dejó a la directora sin aliento: —Vaya preparando a Selene Veyra. Esta noche, su destino cambia para siempre. La puerta se cerró con un golpe seco, y la directora quedó sola en la penumbra, con el corazón acelerado. Afuera, el eco de los pasos de Dante Kaelthorn resonaba como un juramento.Me llevaron a lo que, según dijeron, sería mi habitación. Una joven de la manada me guió en silencio, aunque su mirada hostil hablaba más que cualquier palabra. Caminaba un paso delante de mí, los hombros tensos, como si el simple hecho de tener que conducirme por los pasillos de la fortaleza fuera una humillación personal.No me sorprendía. Desde que crucé los muros de Kaelthorn, cada par de ojos que me miró lo hizo con desprecio. Yo era la intrusa, la pieza forastera que nadie pidió en este tablero de poder.La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco. La habitación era amplia, sobria, con paredes de piedra gris y un ventanal que dejaba entrar la fría luz de la tarde. Había una cama enorme en el centro, cubierta por sábanas oscuras que parecían heladas al tacto. Apenas la vi, me dejé caer sentada sobre ella, dejando escapar un suspiro que llevaba horas conteniéndose.Estaba cansada. Cansada del viaje, del silencio impenetrable de Dante, de las miradas que me devoraban como colmi
El viaje se volvió interminable después de mi fallido intento de huída. Habían pasado horas desde que dejamos atrás todo los alrededores que conocía y las últimas luces de los pueblos quedaron enterradas en la distancia. El camino serpenteaba entre montañas y bosques tan densos que apenas dejaban pasar la luz del sol. Cada kilómetro que avanzábamos me arrancaba un pedazo de aire, como si la distancia me encadenara más al destino que me aguardaba.Yo miraba por la ventana del auto en silencio, observando la vastedad salvaje que se abría frente a mí. Nunca había visto un territorio tan indómito: árboles retorcidos por el viento, ríos que rugían entre piedras como si quisieran advertirme que me marchara, y cumbres nevadas que parecían vigilar desde lo alto. Era un reino inhóspito, frío, demasiado real para una prisionera que había pasado años entre muros y rutinas del internado. Allí, la naturaleza no se doblegaba; imponía respeto, igual que Dante.Él iba con la misma calma que siempre,
El trayecto parecía interminable. Habían pasado horas desde que salimos del internado, y cada minuto dentro de aquel auto era un tormento. El silencio de Dante se expandía como un veneno en el aire, obligándome a escuchar mis propios pensamientos, que martillaban sin descanso contra las paredes de mi mente. La carretera se extendía en una línea infinita de asfalto gris, bordeada por bosques densos donde las sombras parecían alargarse como garras.Mi estómago rugió en protesta, recordándome que llevaba demasiado sin probar bocado. Al fin, el auto se desvió hacia una parada solitaria en medio del camino: una vieja estación de servicio con un pequeño restaurante a un costado. El chofer apagó el motor y Dante, sin mirarme siquiera, dijo:—Bájate.Obedecí. No porque quisiera, sino porque sentía que si permanecía un minuto más atrapada a su lado, iba a enloquecer. El aire frío me golpeó en el rostro y lo respiré como si fuera libertad. Entré en el baño del lugar con la excusa perfecta, pero
La mañana de mi partida amaneció gris, como si hasta el cielo se burlara de mí. El internado, ese lugar donde había pasado la mayor parte de mi vida, me observaba con su fachada de mármol helado y sus ventanas estrechas como ojos vigilantes. Nunca lo llamaría hogar, pero era lo más cercano que había tenido a uno. Dentro de esos muros aprendí a sobrevivir, a endurecer mi voz, a sonreír cuando querían que llorara, y a luchar cuando preferían que bajara la cabeza. No me dio felicidad, pero sí me dio refugio… y ahora hasta ese refugio se me arrancaba de las manos.Las demás jóvenes se reunieron en el pasillo principal para verme partir. Susurraban, cuchicheaban con sonrisas crueles y miradas de satisfacción venenosa. Para ellas yo era la caída, la manchada, la que nunca debió haber sido elegida. Cassia, aún con la marca de su humillación reciente, me fulminaba con ojos enrojecidos, y aunque parte de mí deseaba acercarme y rematarla, otra parte se estremecía de culpa por lo que había hecho
El día siguiente amaneció gris, con un viento helado que parecía atravesar las paredes del internado. El rumor de lo ocurrido con Cassia todavía se arrastraba por los pasillos como un espectro venenoso. Las chicas me miraban de reojo, apartaban la vista cuando yo pasaba, como si temieran que una sola mirada mía pudiera desgarrarles la mente. Por primera vez, susurros y burlas se habían transformado en miedo.No debería haberme importado, y sin embargo lo hacía. Porque ese temor no era respeto. Era odio disfrazado de silencio.La directora me mandó llamar a media mañana. El tono de la carta era seco, cortante, sin lugar a dudas: debía presentarme en su despacho de inmediato.El despacho era un espacio amplio, solemne, cargado de muebles de caoba oscura y cortinas pesadas que apenas dejaban entrar un hilo de luz. El olor a papel envejecido y tinta fresca impregnaba el aire. La directora estaba de pie, rígida como una estatua, con una carpeta abierta sobre su escritorio. A su lado, dos f
El rumor se desató como una tormenta en medio de los pasillos helados del internado. Nadie podía creerlo. Nadie quería creerlo.La directora estaba fuera de sí. La vi atravesar el vestíbulo con el rostro tenso y las manos crispadas sobre su carpeta de informes, como si esos papeles pudieran darle argumentos suficientes para deshacer la decisión de Dante. El eco de sus tacones contra el mármol era tan duro como su voz mientras ordenaba que se reunieran las alumnas en el gran salón.Yo caminé detrás de todas, sintiendo cada mirada clavarse en mi espalda como cuchillos. Algunas no disimulaban el odio, otras parecían fascinadas de presenciar mi humillación. Porque en sus mentes, no podía ser verdad: la descarriada, la caída, la mercancía rota no podía haber sido la elegida. No yo.El gran salón estaba iluminado con candelabros de cristal que pendían como coronas de hielo sobre nuestras cabezas. Las cortinas pesadas, color borgoña, cerraban el paso a la luz grisácea del invierno. El ambien
Último capítulo