El rumor se desató como una tormenta en medio de los pasillos helados del internado. Nadie podía creerlo. Nadie quería creerlo.
La directora estaba fuera de sí. La vi atravesar el vestíbulo con el rostro tenso y las manos crispadas sobre su carpeta de informes, como si esos papeles pudieran darle argumentos suficientes para deshacer la decisión de Dante. El eco de sus tacones contra el mármol era tan duro como su voz mientras ordenaba que se reunieran las alumnas en el gran salón. Yo caminé detrás de todas, sintiendo cada mirada clavarse en mi espalda como cuchillos. Algunas no disimulaban el odio, otras parecían fascinadas de presenciar mi humillación. Porque en sus mentes, no podía ser verdad: la descarriada, la caída, la mercancía rota no podía haber sido la elegida. No yo. El gran salón estaba iluminado con candelabros de cristal que pendían como coronas de hielo sobre nuestras cabezas. Las cortinas pesadas, color borgoña, cerraban el paso a la luz grisácea del invierno. El ambiente estaba cargado, como si cada aliento formara una nube invisible de resentimiento y expectativa. Dante estaba allí, de pie junto a la directora. Nos siguió como si no quisiera perderse ningún instante. Alto, imponente, con esa presencia que parecía llenar el lugar sin necesidad de hablar. Su traje oscuro resaltaba aún más la severidad de su mirada, y sin embargo lo que más me estremecía era la calma con la que observaba la escena. Como si el caos a su alrededor no pudiera alcanzarlo. La directora habló con voz firme, aunque yo percibí el temblor contenido en cada palabra: —Señor Kaelthorn… le ruego que reconsidere. Esta elección… es impropia. Selene Veyra ya no cumple con los requisitos establecidos. No está intacta. No puede representar la pureza que usted… Dante levantó una mano, y bastó ese gesto para que el silencio cayera como una losa. —Basta. Su voz era grave, gélida, como un filo de acero que se hundía en la carne. —Mi decisión no es negociable —continuó, y cada sílaba era una sentencia—. Ella será mi esposa. Nadie más. Un murmullo colectivo recorrió el salón. Algunas chicas se taparon la boca, otras miraban incrédulas a la directora, buscando en ella un gesto de negación, una mínima esperanza de que esas palabras fueran un error. Pero no lo eran. Yo estaba allí, de pie entre la multitud, y sentí cómo las respiraciones se clavaban en mí como lanzas. En sus ojos había furia, desprecio, incluso miedo. Había dejado de ser una paria para convertirme en algo peor: una amenaza. La directora, con el rostro desencajado, intentó un último esfuerzo: —Con todo respeto, señor Kaelthorn, su linaje, su nombre, merecen… —Mi nombre —la interrumpió Dante, con frialdad glacial— no necesita adornos. He dicho que será ella. Fin del asunto. Y entonces se volvió, caminando hacia la salida con paso imperturbable. Su sombra pareció arrastrar consigo todo el aire del salón, dejándonos sumidas en un vacío cargado de resentimiento. --- Esa tarde, me dieron permiso para empacar mis cosas. Caminé por los pasillos con una calma fingida, la barbilla en alto, fingiendo no escuchar las risas ahogadas, los insultos en susurros. Cada paso que daba, cada prenda que doblaba en la pequeña maleta de cuero que me habían asignado, era una forma de declararme victoriosa. No necesitaba defenderme. No necesitaba excusas. Había sido elegida. Y ninguna de ellas podía soportarlo. Pero las palabras eran crueles, y aunque fingiera indiferencia, se quedaban pegadas a mi piel como espinas. —Seguro lo embrujaste. —Un Alfa como él jamás miraría a una cualquiera. —Eres un error, Selene. Un error que nos mancha a todas. Me obligué a sonreír. Me obligué a no darles el gusto de verme quebrada. Hasta que Cassia apareció. Ella siempre había sido la sombra a mi espalda, la que aguardaba mi caída para reclamar mi lugar. Alta, perfecta en cada rasgo, con el cabello rubio cayendo como una cascada de rizos brillantes sobre sus hombros, me observaba con esa sonrisa que destilaba veneno. —Mírate —dijo con voz suave, casi acariciadora, pero cargada de desprecio—. ¿De verdad crees que esto es una victoria? Eres un chiste. El Alfa se cansará de ti en un mes, cuando descubra lo que eres. Una maldita zorra. Apreté los puños, pero no respondí. Sabía que eso era lo que ella quería: arrastrarme al suelo, hacerme perder el control frente a todas. Me incliné para guardar un libro en la maleta, ignorándola. Pero entonces lo hizo. El golpe me llegó de pronto, una bofetada que me giró el rostro hacia un lado. El ardor me atravesó la mejilla, y un murmullo de expectación estalló entre las demás. Cassia me había abofeteado. Y entonces todo se rompió dentro de mí. Sentí la rabia hervir en mis venas, un rugido en mi cabeza que pedía salir. Había jurado nunca usarlo, nunca abrir esa puerta que me convertía en algo que no comprendía del todo. Pero el golpe, la risa cruel de Cassia, las miradas satisfechas de las otras… todo fue demasiado. La miré fijamente a los ojos. Y lo hice. Me metí en su mente. Fue como abrir un torrente oscuro que había permanecido sellado durante años. La vi tambalearse, la vi parpadear con desconcierto cuando imágenes horribles empezaron a proyectarse en su cabeza. No eran mías, eran suyas, sus miedos más profundos, retorcidos y magnificados hasta el punto de quebrarla. Cassia gritó. Un grito agudo, inhumano, que heló la sangre de todas. Se llevó las manos a la cabeza, arañándose la piel, llorando sin comprender qué le ocurría. —¡Detente! ¡Sácalo! ¡Sácalo de mi mente! Pero yo no podía detenerme. Era como si una fuerza invisible me sujetara, alimentándose de mi furia. Vi cómo se tambaleaba, cómo se golpeaba contra la pared en un intento desesperado por escapar de aquello que solo ella podía ver. El sonido de su cráneo contra el mármol retumbó en mis oídos como un disparo. Entonces reaccioné. Corté el lazo. Y el silencio volvió de golpe. Cassia se derrumbó en el suelo, temblando, con la frente ensangrentada. Su respiración era entrecortada, sus ojos abiertos de par en par, desorbitados por el terror. Las demás chicas retrocedieron, mirándome como si yo fuera un monstruo. Y quizás lo era. Miré mis manos, aún temblando, y un frío me atravesó el pecho. Nunca había usado mi poder de esa manera. Nunca había pensado que pudiera llevar a alguien a ese punto. Yo, que me había prometido no convertirme en aquello que temía. Había fallado. Un murmullo se alzó, esta vez cargado de auténtico pavor. —La maldita… —Es peligrosa… —Es un monstruo… No me defendí. No tenía fuerzas. Solo guardé el último libro en la maleta, cerré la cremallera con un clic metálico y me levanté. Mi mejilla aún ardía por la bofetada, pero la herida real estaba dentro de mí. Sin mirar atrás, avancé hacia la puerta, con la certeza de que ninguna de ellas volvería a atreverse a tocarme. Pero también con el peso amargo de una verdad que me taladraba el pecho: mi poder no era un don. Era una maldición.