Dicen que todas las reglas existen por una razón, pero la del internado era cruel en su perfección: una Omega que perdiera su virginidad antes de ser elegida, estaba perdida para siempre.
Yo lo sabía. Lo repetían en cada clase de moralidad, en cada sermón de la directora, en cada suspiro ansioso de las jóvenes que soñaban con el día en que un hombre poderoso pusiera sus ojos en ellas. Y aun así, lo hice. Me entregué a un hombre prohibido. Él era profesor de literatura, demasiado joven para este lugar y con una sonrisa que parecía escapar a las normas rígidas de los muros blancos. Recuerdo su mirada cuando me quedé sola después de clase, la forma en que rozó mis dedos al devolverme un cuaderno. Yo era la joya más prometedora del internado, la alumna perfecta, la que todos esperaban que conquistara el mejor destino. Y sin embargo, en la oscuridad de su despacho, fui solo una muchacha hambrienta de sentir algo real. No me arrepentí aquella noche. No me arrepentí cuando me abrazó y me susurró que yo era demasiado salvaje para una jaula de oro. Pero ahora, sentada frente a la camilla cubierta con sábanas blancas, deseé con toda mi alma que nunca hubiera cedido. La revisión médica anual era un ritual sagrado. Nos preparábamos durante días: dietas estrictas, entrenamientos, incluso baños perfumados para impresionar a los médicos contratados por la directora. Era la prueba de pureza, el momento de demostrar que seguíamos intactas, listas para ser entregadas. Cada año, sin excepción, las chicas salían de la enfermería con la frente en alto y una sonrisa triunfal. Era un desfile de vanidad. Yo fui la última en ser llamada. La enfermera me indicó que me sentara en la camilla. El papel crujió bajo mi peso y sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Su mirada era fría, profesional, pero sus manos heladas me hicieron temblar. Comenzó con las preguntas rutinarias: dieta, menstruación, sueño, ejercicios. Respondí mecánicamente, con la voz entrenada para sonar perfecta. Pero cuando llegó el examen, todo cambió. El silencio que siguió fue mortal. No duró más de unos segundos, pero bastó para que mi corazón se alzara a la garganta. La mujer retiró las manos, apretó los labios y me observó como si acabara de descubrir un cadáver. —Directora… —murmuró al fin, con un temblor en la voz. El sonido de tacones resonó en el pasillo, acercándose. La puerta se abrió y la directora apareció, erguida como una reina sin corona. Su vestido negro se aferraba a su figura severa, y en sus ojos grises no había compasión. —¿Es cierto? —preguntó con calma gélida. La enfermera bajó la cabeza. Yo sentí que el mundo se derrumbaba a mis pies. La directora dio un paso hacia mí, y su voz fue apenas un susurro, pero cada palabra retumbó en mi pecho: —Mercancía rota. Nunca había sentido tanto odio hacia dos simples palabras. No gritó, no me insultó. Solo me redujo a eso. Una cosa rota, sin valor. Me obligaron a levantarme de la camilla y salir al pasillo. Todas estaban allí, como si hubieran sabido lo que ocurriría. Casi cincuenta chicas, ordenadas como estatuas, con sus vestidos blancos impecables y sus miradas ansiosas. La directora alzó la voz, esta vez con orgullo teatral, como si quisiera grabar mi desgracia en los muros del internado: —Selene Veyra ha perdido su pureza. Ya no es digna del futuro que se le ofreció. Un murmullo se elevó entre las alumnas. Algunas se taparon la boca, escandalizadas. Otras sonrieron con malicia. Cassia, la segunda mejor calificada después de mí, no ocultó su risa burlona. —Una joya falsa siempre termina quebrándose —susurró con veneno. Yo la miré fijamente, con un odio que ardía en mis venas. Hubiera querido lanzarme sobre ella, arrancar esa sonrisa arrogante de su cara. Pero las manos de las celadoras me sujetaban, y mi furia solo quedó atrapada en mi pecho. Los rumores se esparcieron como fuego. Esa noche, en los dormitorios, nadie se atrevió a hablarme directamente, pero escuchaba los cuchicheos a mis espaldas. —¿Con quién habrá sido? —Dicen que fue con un guardia. —Tal vez vendió su cuerpo. —Qué vergüenza para la directora… Cada palabra era un cuchillo. Yo permanecí en silencio, tumbada en la cama, con los ojos clavados en el techo. No lloré. No les daría ese placer. Pero dentro de mí había una rabia incandescente, un rugido que pedía salir. Recordé aquella noche prohibida, el calor de sus manos, el roce de sus labios contra mi piel. No había arrepentimiento, ni siquiera ahora cuando él ya no está. Lo único que sentía era furia porque ese recuerdo, que había sido mío y solo mío, ahora era usado como arma contra mí. Me habían convertido en lo que siempre temí: una paria. Al amanecer, la directora me mandó llamar. Entré en su oficina con el corazón helado. Los ventanales dejaban entrar la luz pálida del invierno, iluminando su rostro severo. —Te advertí que eras diferente, Selene —dijo, con una calma cruel—. Demasiado orgullosa. Demasiado salvaje. Y mira en qué te has convertido. —No soy un objeto —me atreví a responder, aunque la voz me temblaba. Ella arqueó una ceja. —Eres peor que un objeto. Eres un desperdicio. Salí de allí con el alma hecha jirones. Mi futuro había terminado. Nadie elegiría a una omega que ya no era virgen. Tarde o temprano me echarían a la calle. Pero en lo más profundo de mí, mientras caminaba por los pasillos fríos, una idea latía con fuerza: aún no estoy vencida. Pueden llamarme rota, indigna, maldita. Pueden enterrarme en el polvo. Pero tarde o temprano, sabrán quién soy. Soy la última de los D’Arcanis. Y un día, lo recordarán.