Dicen que el internado de Omegas es el sueño de cualquier huérfana. Un palacio escondido tras muros altos, donde se nos viste con seda y se nos enseña a caminar con gracia, hablar con suavidad y sonreír como muñecas perfectas. Dicen que aquí nos transforman en flores cultivadas, listas para adornar la vida de algún hombre poderoso. Yo lo llamo jaula. Una jaula dorada, pero jaula al fin.
Cada día es igual. Amanecemos con el repiqueteo de las campanas, desayunamos en silencio absoluto bajo la mirada fría de las institutrices, y después comienza el desfile de lecciones: etiqueta, música, danza, administración doméstica, educación moral… Incluso aprendemos a obedecer con elegancia. Nos enseñan que nuestro valor no está en lo que pensamos, sino en lo que representamos. A veces, cuando observo a las demás, con sus cabellos peinados como muñecas de porcelana y sus ojos brillando de ilusión por ser escogidas, siento que vivo en un teatro donde todas hemos sido entrenadas para actuar. Yo, sin embargo, nunca encajé del todo en esta farsa. Me llamo Selene. Selene Veyra… aunque mi apellido real, ese que jamás pronuncio en voz alta, es D’Arcanis. Un apellido que debería estar muerto, enterrado bajo la sangre de mi clan. Soy la huérfana que nunca debió sobrevivir. Cuando tenía apenas siete años, mi manada fue exterminada. El pecado de mi gente era demasiado grande: nacimos con un don que nos convertía en una amenaza. Podíamos penetrar las mentes, manipular pensamientos, quebrar voluntades. Era poder absoluto y, al mismo tiempo, condena. Recuerdo poco, apenas fragmentos de gritos y fuego, pero jamás olvidaré la voz de la sirvienta que me escondió bajo su manto, la que me salvó para luego entregarme a un orfanato con un nombre falso, fingiendo que era hija de campesinos muertos de hambre. Así llegué hasta aquí, ocultando quién soy, esperando que el pasado nunca me alcanzara. Lo curioso es que, aun sin mostrar mi verdad, siempre sobresalí. Las demás me llaman “la favorita”. Soy la que aprende más rápido, la que toca el piano con perfección, la que recita poesía sin errores, la que mantiene la espalda recta durante horas en los entrenamientos de postura. Pero lo que realmente las incomoda es otra cosa: yo no temo defenderme. Mientras ellas bajan la mirada y sonríen como muñecas dóciles, yo sostengo la mía, firme, incluso desafiante. Y si alguna se atreve a sobrepasarse, no me tiembla la mano en empujar, en golpear si hace falta. La primera vez que lo hice, me gané semanas de castigo. La segunda, solo me observaron en silencio, como si en mí hubiera algo que les producía miedo. Y tenían razón. Porque aunque llevo toda mi vida fingiendo, el fuego de mi linaje aún me arde en las venas. Mi sangre me recuerda quién soy, aunque yo finja ser otra. Soy una D’Arcanis, descendiente de lobos malditos, y aunque no utilice mi don, aunque lo mantenga dormido, sigue allí… esperando. Pero nada de eso importa en este lugar. Aquí lo único que cuenta es la pureza, la obediencia y la ilusión de convertirse en la esposa de algún hombre que ni siquiera conoceremos. Almas vendidas al mejor postor, joyas en un escaparate. No me malinterpreten. Muchas de las chicas sueñan con ese momento. Viven para ese día en el que serán elegidas y podrán salir de estos muros, aunque sea como propiedad de otro. Yo… no. No sueño con pertenecerle a nadie. Y, si soy sincera, a veces me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que lo descubran, antes de que alguien vea lo que escondo y decida terminar lo que comenzaron hace diesiocho años con mi clan. Mientras tanto, camino por estos pasillos de mármol, entre candelabros encendidos y espejos que nos devuelven reflejos perfectos, fingiendo que no me asfixio. Fingiendo que no me canso de ser lo que esperan. Las demás creen que envidio sus sonrisas, sus esperanzas, sus trajes bordados para impresionar al futuro esposo que vendrá a elegir. La verdad es que las compadezco. Ellas viven convencidas de que la vida comienza cuando un hombre las reclama. Yo, en cambio, sé que la mía terminará el día en que eso ocurra. Lo irónico es que, aunque me niego a obedecer, aunque lucho contra cada regla absurda, sigo siendo la más brillante. Tal vez sea mi maldición: destacar incluso cuando quiero pasar desapercibida. Y en el fondo, sé que ese brillo acabará por atraer algo… o a alguien. Lo presiento cada vez que cierro los ojos. Como un lobo que acecha en la penumbra, esperando el momento exacto para morderme. Y cuando llegue ese día, ya nada volverá a ser igual.