El trayecto parecía interminable. Habían pasado horas desde que salimos del internado, y cada minuto dentro de aquel auto era un tormento. El silencio de Dante se expandía como un veneno en el aire, obligándome a escuchar mis propios pensamientos, que martillaban sin descanso contra las paredes de mi mente. La carretera se extendía en una línea infinita de asfalto gris, bordeada por bosques densos donde las sombras parecían alargarse como garras.
Mi estómago rugió en protesta, recordándome que llevaba demasiado sin probar bocado. Al fin, el auto se desvió hacia una parada solitaria en medio del camino: una vieja estación de servicio con un pequeño restaurante a un costado. El chofer apagó el motor y Dante, sin mirarme siquiera, dijo:
—Bájate.
Obedecí. No porque quisiera, sino porque sentía que si permanecía un minuto más atrapada a su lado, iba a enloquecer. El aire frío me golpeó en el rostro y lo respiré como si fuera libertad. Entré en el baño del lugar con la excusa perfecta, pero