El sol de la tarde se filtraba perezosamente a través de los ventanales de mi habitación, pintando rayos dorados en el suelo de piedra. Era una paz engañosa, rota por el suave golpe en la puerta y la voz monocorde de una sirvienta anunciando que mi presencia era requerida en los jardines traseros. Una reunión mensual de las omegas "casaderas" de la manada. La frase sola me provocó un deseo inmediato de negarme.
"Casaderas". La palabra sonaba a ganado en subasta, a mercancía esperando ser adquirida. Yo, técnicamente, ya estaba "vendida", pero al parecer, la etiqueta aún me incluía en el lote. El fastidio se instaló en mi pecho, un peso familiar y agotador. Sabía lo que aquello significaba: un escenario perfecto para la hipocresía y las puñaladas veladas. Pero también sabía que mi ausencia sería interpretada como debilidad, como miedo. Y me había jurado a mí misma no mostrarles más debilidad.
Con un suspiro resignado, me vestí con un sencillo vestido verde oscuro, un color que esperab