La música y las risas falsas seguían retumbando en mis oídos mucho después de que las grandes puertas del salón se cerraran a mis espaldas. El vestido color sangre, ahora una segunda piel grotesca, pesaba sobre mis hombros como una losa de culpa y resignación.
Caminé por los pasillos desiertos, el suave arrastrar de la cola del vestido era el único sonido que acompañaba el violento latir de mi corazón. La fiesta continuaba detrás de mí, un torbellino de celebración del que me había escapado como una sombra. No podía soportar un minuto más la farsa.
Al llegar a mi habitación, me arranqué el vestido con manos temblorosas, dejándolo caer al suelo como un cadáver escarlata. Me limpié con furia el rojo de los labios, frotándome hasta que la piel me ardiera, deseando borrar no solo el color, sino la sensación de sus dedos sobre mi boca, la marca de su propiedad. Me quedé frente al espejo, en camisón, contemplando a la extraña pálida y ojerosas que me devolvía la mirada.
¿Quién era ahora? ¿L