Julienne Percy es una joven omega noble, prometida desde la infancia al apuesto heredero Elion Taleyah. Todo en su vida estaba planeado... hasta que su primer celo llegó, y con él, el desastre. Sola, vulnerable y presa del instinto, Julienne cae en brazos de un alfa desconocido, un hombre cuyo aroma despierta algo salvaje dentro de ella. Lo que no sabe es que ese hombre es Davian Taleyah, el Alfa Supremo… y el hermano mayor de su prometido. Una noche de pasión desencadena una tormenta de secretos, humillaciones y odio. Julienne queda embarazada. El compromiso se rompe. Y Davian, frío y despiadado, la rechaza, pero luego él se arrepintió. —Fui un cobarde —susurró Davian, acercándose a ella como si temiera que lo rechazara—. Te desprecié porque te deseaba. —Y ahora me deseas porque no puedes tenerme. —No… ahora te deseo porque te necesito. No como Alfa. Como hombre. Como tuyo. La marcó… y luego la despreció. Ahora la quiere… pero ella ya no es la misma. ¿Puede el amor nacer del rechazo más cruel? ¿Puede una omega humillada convertirse en reina?
Leer másJulienne Percy
—¡Elion! ¡¿Dónde estás?! —grité por toda la casa, mi voz quebrándose con la desesperación. Mis pasos resonaban en los pasillos, rebotando contra las paredes que se sentían cada vez más estrechas, más hostiles, como si la casa entera estuviera cerrándose sobre mí.
La ansiedad me estaba consumiendo. El fuego en mi interior se volvía insoportable. Cada minuto que pasaba sin Elion era una tortura. Elion, mi novio. Mi futuro compañero. Tenía que estar conmigo durante mi primer celo. Lo habíamos prometido. Lo habíamos planeado con nuestras familias desde que éramos niños.
Él es el futuro alfa de una de las doce manadas subordinadas al alfa supremo. Tenemos un vínculo de poder. Un pacto de sangre. Yo sería su omega, su luna, su esposa y madre de sus cachorros. Todo eso debía comenzar con esta noche. Pero no estaba.
—No puede haberme dejado sola —susurré, pero el eco de mis palabras se perdió en la inmensidad vacía de la mansión de su familia, y me estaba empezando a sentir mareada.
Mi cuerpo ardía. Cada fibra de mi ser clamaba por contacto, por alivio, por un macho que pudiera calmar la tormenta ardiente que rugía dentro de mí. La ausencia de Elion era una herida abierta que se convertía en rabia, desesperación y necesidad, por parte mi loba.
—Julienne, no aguanto —gimió mi loba, Naseria. Sus emociones se mezclaban con las mías, haciendo imposible distinguir dónde terminaba yo y comenzaba ella. Nos arrastrábamos mutuamente hacia el abismo. Mis piernas flaquearon y me sujeté a la pared más cercana, mis garras saliendo sin control y desgarrando la superficie helada.
—¡Maldito seas, Elion! —gruñí con la voz rota, temblando de pies a cabeza.
Inhalé profundo... y entonces lo sentí.
Un olor.
No era el de Elion.
Era madera antigua, roble húmedo, y rocío recién caído. Era cálido, masculino, con una nota salvaje que hizo que mi espalda se arqueara sin querer ¡¿Dónde está?! El aroma se deslizó dentro de mí como una caricia invisible. Mi cuerpo se tensó, mis sentidos se agudizaron. Seguí el rastro, sin pensar, sin cuestionar. Ni siquiera sabía por qué mis pies me llevaban hacia ese olor.
Me adentré por los pasillos de la mansión, sin mirar. Todo era un eco lejano, todo salvo ese aroma que me envolvía. Hasta que choqué con algo sólido. Algo que se movió.
No era una pared.
Era un cuerpo.
Diosa luna quería restregarme contra él.
Una figura alta y poderosa me sostuvo antes de que cayera. Sus manos grandes se cerraron sobre mi cintura con firmeza. El contacto fue como una descarga eléctrica. El aire a mi alrededor se volvió más denso, como si el mundo se hubiera reducido a ese instante. Levanté la vista, pero las sombras lo cubrían.
Mi vista empezó a nublarse y solo vi destellos: tatuajes en su cuello, en sus brazos, y un torso desnudo que brillaba por el sudor. Su rostro estaba en penumbra, oculto por la falta de luz de la mansión que se encontraba a oscura y duras penas iluminada por la luz de la luna que se filtraba por los ventanales que en horas de la mañana muestran el basto bosque de la manada.
—¿Qué haces aquí, pequeña omega? —preguntó con una voz baja y grave que hizo que mi loba interior gimiera, encogiéndose ante la fuerza de su presencia, ¡Diosa!
No podía responder. No con claridad. El calor me nublaba la razón, y su olor me desarmaba, y llenaba de ansiedad.
—No sé qué hacer —susurré con voz quebrada, apenas consciente de mis palabras. Mis piernas temblaban. Mi cuerpo entero vibraba en un profundo deseo.
—Necesitamos un macho, Julienne —insistió mi loba, casi llorando.
Él respiró más fuerte. Su pecho subía y bajaba con rapidez, sus músculos tensos aún me sostenían. Parecía querer soltarme… pero no lo hizo. Tampoco me alejé, ¡Lo necesitábamos!
—Vete —dijo, aunque su tono me decía que no estaba muy seguro de lo que pedía. Era una orden vacía. Su cuerpo lo delataba. Sus manos no se apartaban de mi cintura. Todo en él gritaba contención, lucha.
Mi voluntad se rompió. El instinto tomó el control. Me acerqué más a él, sin pensar, guiada por una necesidad que era más fuerte que cualquier promesa hecha en el pasado a mi alfa.
Él no me detuvo. Tampoco se movió. Solo estaba ahí, como una montaña que albergaba un volcán, esperando a que yo cruzara el umbral del deseo prohibido.
—Omega —gruñó, y su voz me rompió en mil pedazos.
Me apretó contra su piel caliente. El aroma se intensificó hasta que me sentí mareada. En un instante, me alzó en brazos. Yo no protesté. Me dejé llevar, mi frente apoyada en su cuello mientras mi cuerpo temblaba por el alivio que se avecinaba.
Caminó conmigo entre sombras. Cruzamos una puerta que se cerró tras nosotros. La oscuridad lo cubría todo. Pero yo ya no necesitaba ver. Solo sentir.
La cama era suave, profunda, saturada de su olor. Me recostó con cuidado. Sus manos fueron firmes al desnudarme, pero no violentas. No hubo besos, no hubo palabras dulces. No hacían falta. El calor lo consumía todo.
Gimoteé cuando se unió a mí. No sabía su nombre. No conocía su rostro. Solo su fuerza. Su instinto. Él me deseaba. Y yo también a él… o mi celo lo ha descontrolado para desearme, pero no me importaba en ese momento.
La habitación se llenó de jadeos, de gruñidos, de sonidos que no podían explicarse con palabras. Era instinto puro. Era necesidad salvaje. Era el infierno y el paraíso al mismo tiempo. Mis garras desgarraron las sábanas. Las suyas, la madera sobre mi cabeza. Mi cuerpo respondía al suyo como si siempre hubiera estado destinado a él.
No existía nada más.
Y entonces… la culminación. El nudo. Su respiración agitada sobre mi cuello. Mi pecho subiendo y bajando mientras el calor cedía por fin, ¡No! ¡Me unió a él!
Me sentí envuelta, atrapada bajo su peso, pero no podía moverme, no durante el nudo y menos cuando estaba a salvo, por ahora. Mi cuerpo comenzó a relajarse, mientras el cansancio me invadía como una niebla densa.
Él no dijo nada.
Yo tampoco.
Poco a poco, mis párpados pesaron, y me rendí al sueño.
Solo un pensamiento me atormentaba mientras caía en la inconsciencia:
No sé quién es. No sé su nombre. No vi su rostro. Y sin embargo, me entregué por completo.Y Elion… Elion jamás me perdonará esto.
Davian TaleyahEl amanecer aún no terminaba de imponerse sobre el horizonte. Eran las cinco de la mañana y el cielo tenía ese color gris azulado que precede a la salida del sol, un tono frío que no traía consuelo. El aire cortaba los pulmones con cada inhalación, cargado de la humedad del bosque y de un silencio antinatural que se sentía como una trampa.Me encontraba atento en mi forma lobuna, observando a los lobos avanzar entre los árboles. La tierra húmeda crujía bajo sus patas, el ritmo de sus pasos acompasado y silencioso, casi como si marcharan hacia un ritual de sangre. El whisky que había tomado minutos antes me ardía todavía en la garganta, pero no era suficiente para aplacar el presentimiento que me atravesaba el pecho.Emma, pequeña incluso en su forma de loba, caminaba con pasos cortos entre ellos. Su pelaje grisáceo se veía apagado bajo la luz tenue del amanecer. No pertenecía a la primera línea, y aun así era un blanco demasiado evidente para alguien como Astariel. Gruñ
Davian Taleyah El crujido leve de la puerta resonó en mis oídos cuando entré en mis aposentos. La penumbra reinaba en la habitación, iluminada solo por la luna que se filtraba a través del ventanal. Y allí estaba ella. Julienne, de pie, con su silueta recortada contra la luz plateada, como si la luna la hubiese reclamado como suya.Se encontraba inmóvil, con la frente casi pegada al cristal, los brazos cruzados contra su pecho. Sus hombros, tan frágiles y fuertes a la vez, se tensaban con un peso invisible. No dijo nada al escucharme entrar, pero su respiración profunda me dijo que sabía que estaba allí.Me acerqué en silencio hasta colocarme detrás de ella. El aroma de su piel me golpeó primero: suave, cálido, impregnado de esa dulzura que mi lobo reconocía como hogar. Pasé mis brazos alrededor de su cuerpo, atrayéndola hacia mí, y sentí cómo su espalda encajaba contra mi torso cubierto por la camisa blanca que aún llevaba puesta. Mi mentón rozó su cabello y presioné mis labios cont
Davian Taleyah El reloj marcaba la medianoche y el silencio en la mansión era casi absoluto, salvo por el eco de los pasos de Kian Duncan moviéndose de un lado a otro frente a mí. El alfa caminaba con el ceño fruncido, un vaso de whisky fuerte en su mano derecha, que se vaciaba lentamente cada vez que lo llevaba a los labios. La luz del fuego de la chimenea iluminaba sus facciones tensas, y en su mirada azul brillaba esa mezcla peligrosa de ira contenida y preocupación.Yo lo observaba desde mi asiento, con la calma propia de quien sabe esperar el momento exacto para moverse. Mi propio vaso descansaba sobre la mesa de roble, intacto. Nunca había necesitado del alcohol para enfrentarme a algo; el ardor que corría en mis venas era suficiente.—Vas a desgastar el suelo con tanto andar —dije finalmente, mi voz grave rompiendo el silencio.Kian se detuvo, alzando la mirada hacia mí. Durante un segundo, sus ojos me recordaron a los de un lobo acorralado: no por miedo, sino por la rabia de n
Emma BakerEl aire en la habitación estaba cargado, denso, como si cada segundo que pasaba me envolviera más en el magnetismo que irradiaba Kian. Me mordí el labio con fuerza, intentando aferrarme a un último resquicio de cordura, pero esa palabra ya no existía en mi mundo desde el momento en que lo miré y mis labios se abrieron para dejar escapar lo que jamás pensé confesarle.—Te necesito, alfa… —susurré, y mi voz salió quebrada, pero cargada de un deseo imposible de negar.Esas tres simples palabras encendieron algo en sus ojos. Se oscurecieron, tornándose de un tono ámbar que me heló y encendió al mismo tiempo. En un parpadeo, su boca estaba sobre la mía, dura, demandante, como si quisiera robarme el aire, como si su vida dependiera de poseerme allí mismo.Su sabor me embriagó. El roce áspero de su barba contra mis labios me hizo gemir bajo su boca, y esa pequeña rendija de sonido fue suficiente para que él profundizara el beso, invadiendo, reclamando, destrozando cualquier defens
Kian Duncan Ya había pasado una semana desde que me instalé en la mansión Taleyah. Cada mañana salía junto a Davian, recorriendo los límites del territorio, buscando cualquier rastro de Astariel Varn, pero el vampiro se había desvanecido del mapa como un fantasma. No había huellas, ni rumores, ni olor. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.La frustración comenzaba a corroerme por dentro. Mi instinto me decía que estaba cerca, acechando en la oscuridad, esperando el momento oportuno. Y sin embargo, día tras día regresábamos con las manos vacías.Aquella noche, cuando crucé las puertas de mi habitación, mi cuerpo pesaba como plomo. Estaba cubierto de polvo, sudor y sangre seca de una cacería que había resultado en nada. Tiré mis botas al suelo, dejé la chaqueta sobre la silla y fui directo al baño. El agua caliente cayó sobre mí como un bálsamo, arrastrando la suciedad, pero no el cansancio ni la frustración. Me restregué la cara con ambas manos, intentando apartar los pensamien
Emma BakerAl llegar a la mansión, Kian nos condujo con paso firme hasta lo que parecía ser el comedor principal. Su andar siempre era el mismo: seguro, con esa autoridad silenciosa que no necesitaba imponerse con palabras, porque ya el aire alrededor de él se volvía denso con solo estar presente. A pesar de su rudeza, se detuvo frente a la mesa larga, tallada en roble oscuro, y con un gesto caballeroso que me sorprendió, retiró la silla para mí.Lo miré apenas, encogida bajo el peso de mis propios pensamientos, y murmuré un tímido:—Gracias…Él no respondió, pero sus labios se curvaron en una línea apenas perceptible. Se mantuvo de pie hasta asegurarse de que estaba sentada, y luego ocupó el asiento a mi lado. Aun allí, tan cerca, me sentía protegida bajo la tela de su chaqueta que aún llevaba puesta sobre mis hombros. Era grande, pesada, con el aroma inconfundible de bosque y madera que lo caracterizaba, y me aferré a ella como si fuese un escudo contra el mundo.Kian permanecía con
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