El silencio de mi habitación era tan denso que parecía tener peso. Después de la confesión rota, después de que esas palabras —"No me importas como mujer. Me importas como arma"— se hubieran incrustado en mi alma como esquirlas de vidrio, la quietud no era paz.
Me acosté, pero el sueño no llegaba. Mi mente era un torbellino de planes fríos y un dolor sordo que se negaba a ser completamente extinguido por la rabia. Cuando finalmente el agotamiento venció a la angustia, no caí en un sueño reparador, sino en un océano de pesadillas vibrantes.
No eran solo imágenes. Eran sensaciones. Era como si mi conciencia se desprendiera y navegara por un mar de energías ajenas, un murmullo constante de pensamientos y emociones que no me pertenecían. Sentí el miedo punzante de un guardia novato en su ronda, la envidia amarga de una de las mujeres que me había vestido, la ambición fría de Alder… y, como un latido constante y poderoso en la distancia, la obsesión impenetrable y dolorosa de Dante. Era