Dicen que las noticias vuelan en lugares donde la desesperación florece. Y el internado no era más que eso: un jardín de muchachas desesperadas por ser vistas, deseadas, reclamadas. Bastó una chispa para que la ilusión se esparciera como un incendio: un Alfa poderoso llegaría al internado, dispuesto a elegir esposa.
Lo escuché primero en susurros, apenas perceptibles entre los pasillos helados. Luego lo confirmé en la excitación contenida de las jóvenes durante el desayuno, cuando ni siquiera fingían concentración en sus platos de avena ni en las oraciones matutinas. Los ojos brillaban, las sonrisas temblaban, y los pechos se erguían con falsa inocencia como si el Alfa ya estuviera presente y cada una buscara ser la más deslumbrante. Yo, en cambio, solo sentí un peso insoportable en el estómago. ¿Qué me importaba a mí un Alfa? Yo ya estaba descartada, rota a ojos de todos. La directora no tendría siquiera el atrevimiento de exponerme como candidata. Yo no era una joya brillante en exhibición, sino una piedra manchada escondida en la sombra. Aun así, las demás parecían vivir en otro mundo. —Dicen que es un Alfa de linaje antiguo —comentaba una con voz chillona. —Rico, poderoso, con ejércitos a su mando —respondía otra. —Imagínate ser elegida… escapar de este lugar y vivir como reina. Cada palabra me taladraba los oídos. Yo no era ajena a la ilusión de una vida distinta. Había soñado con ello mucho antes, en mis primeros años aquí, cuando aún creía que mi futuro brillaría más que el de cualquiera. Pero ahora… ahora ese futuro se me había escapado como agua entre los dedos. Cassia fue la que más se alimentó del rumor. Por supuesto. Ella nunca desperdiciaba una oportunidad para erigirse como la favorita. Caminaba entre las demás con la frente alta, sus rizos oscuros perfectamente peinados, la sonrisa cruel en sus labios carmesí. Yo sabía lo que estaba pensando: que por fin había llegado su momento. —¿Escuchaste, Selene? —me susurró con falsa dulzura cuando me crucé con ella en el pasillo. Sus amigas se rieron detrás de ella, como sombras obedientes. —Dicen que es un Alfa como ninguno. Quizás hasta se fije en mí. No respondí. No debía responder. —Oh, claro —continuó, con ese veneno disfrazado de miel—. Tú ni siquiera deberías soñar. Nadie quiere a una mercancía usada. Las carcajadas de sus cómplices me atravesaron como agujas. Cerré los puños, las uñas clavándose en mis palmas. Hubiera querido arrancarle esa sonrisa soberbia de un golpe, verla arrastrarse en el suelo rogando perdón. Pero me contuve. Una pelea, un solo acto de rebeldía ahora, y la directora tendría la excusa perfecta para echarme a la calle. Y yo no tenía adónde ir. Tragué mi rabia y pasé de largo, aunque sentí cómo su risa me perseguía como un látigo. Ese día el internado parecía una colmena enloquecida. Las jóvenes corrían a los dormitorios, sacando vestidos blancos de encaje, puliendo cada hebra de cabello, practicando sonrisas frente a los espejos. Era grotesco y fascinante a la vez: cincuenta muchachas transformadas en muñecas ansiosas, cada una convencida de que sería la elegida. Yo me quedé sentada en el borde de mi cama, observando el alboroto con un vacío helado en el pecho. No me arreglé, no me peiné, no fingí nada. ¿Para qué? Ese Alfa no vendría por mí. Nadie vendría por mí. Fue entonces cuando sucedió. Las campanas del portón principal resonaron, graves y solemnes. Un murmullo recorrió los dormitorios como una descarga eléctrica. Todas corrieron hacia los ventanales, levantando las cortinas con manos temblorosas. Yo me levanté con lentitud, arrastrada por una curiosidad que me negaba admitir. Y lo vi. La tarde invernal teñía el cielo de gris cuando un auto negro de lujo se detuvo frente al internado. El motor rugió con un sonido grave y elegante antes de apagarse, y el humo blanco del escape se mezcló con el aliento helado de la estación. Un chofer con traje impecable abrió la puerta trasera con reverencia, y de su interior descendió un hombre que parecía pertenecer a otro mundo. Su sola presencia arrancó un jadeo colectivo de las gargantas jóvenes. No era la clase de belleza delicada que pintaban los libros de romance. Era algo más peligroso, más visceral. Alto, de hombros anchos, vestido con un abrigo largo que caía como sombra sobre su figura. El cabello oscuro rozaba su mandíbula, y su rostro era todo ángulos afilados, como si el cincel del destino hubiera querido esculpir la intimidación misma. Pero fueron sus ojos los que me atraparon. Ojos de acero, gélidos, que parecían observar sin piedad, como si cada rincón del mundo estuviera bajo su dominio. Las muchachas a mi alrededor suspiraban, sonrojadas, algunas apretaban las manos contra el pecho como si ese Alfa ya hubiera tocado su corazón. Yo, en cambio, sentí un escalofrío recorrerme la piel. Ese hombre no buscaba una esposa. Ese hombre buscaba algo más. Y por un instante, me pareció que sus ojos, al alzar la vista hacia el edificio, se detuvieron justo donde yo estaba. Me aparté del ventanal con el corazón desbocado. No podía ser. No debía ser. Pero algo dentro de mí, una voz antigua y peligrosa, susurró: Él ha venido por ti.