La mañana de mi partida amaneció gris, como si hasta el cielo se burlara de mí. El internado, ese lugar donde había pasado la mayor parte de mi vida, me observaba con su fachada de mármol helado y sus ventanas estrechas como ojos vigilantes. Nunca lo llamaría hogar, pero era lo más cercano que había tenido a uno. Dentro de esos muros aprendí a sobrevivir, a endurecer mi voz, a sonreír cuando querían que llorara, y a luchar cuando preferían que bajara la cabeza. No me dio felicidad, pero sí me dio refugio… y ahora hasta ese refugio se me arrancaba de las manos.Las demás jóvenes se reunieron en el pasillo principal para verme partir. Susurraban, cuchicheaban con sonrisas crueles y miradas de satisfacción venenosa. Para ellas yo era la caída, la manchada, la que nunca debió haber sido elegida. Cassia, aún con la marca de su humillación reciente, me fulminaba con ojos enrojecidos, y aunque parte de mí deseaba acercarme y rematarla, otra parte se estremecía de culpa por lo que había hecho
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