4 – La exhibición

Decían que aquella sería la noche más importante de nuestras vidas. El salón principal del internado brillaba con lámparas de cristal que arrojaban destellos dorados sobre las paredes blancas. Todo olía a flores frescas y perfume caro, un escenario dispuesto para impresionar al invitado que decidiría el destino de alguna de nosotras.

Nos vistieron con trajes de gala, seda y encajes diseñados para resaltar la fragilidad que supuestamente nos hacía valiosas. Las demás omegas murmuraban emocionadas mientras se ajustaban el maquillaje o se repasaban los labios con brillo. Yo permanecí en silencio, sabiendo que esa noche no tenía lugar para mí. ¿Quién querría a la “mercancía rota”?

La directora caminaba entre nosotras como una reina de hielo, vigilando cada postura, cada sonrisa ensayada. Cuando alzó la mano, el silencio se extendió como una orden invisible.

Entonces, él entró.

Lo presentaron ante nosotras como Dante Kaelthorn.

Su sola presencia hizo que el aire del salón se volviera más denso. El hombre que todas soñaban tener delante apareció vestido de negro impecable, un traje que parecía hecho a medida para su cuerpo alto y fuerte. El cabello oscuro perfectamente peinado, los ojos de un gris acerado que no revelaban nada. No caminaba, avanzaba como si el mundo se apartara solo para abrirle paso.

Y sin embargo, su expresión era fría. Casi aburrida.

Lo presentaron con todos sus títulos, sus logros, su fortuna. Un Alfa poderoso, uno de los más codiciados del país. Y él, mientras tanto, observaba sin interés, como si todo aquello fuera una farsa que ya conocía de memoria.

Una a una, las omegas fueron llamadas.

Cassia salió la primera, deslumbrante en su vestido plateado, con una sonrisa medida y ojos llenos de ambición. Dio una reverencia elegante, modulando su voz para sonar dulce. Yo pude ver cómo apretaba los dedos tras su falda para ocultar el temblor de la emoción.

Después, otra. Y otra. Chicas hermosas, perfectamente entrenadas para inclinarse, sonreír, hablar con delicadeza. Todas parecían muñecas de porcelana salidas de una fábrica de lujo. Incluso yo me veía así. Después de todo, nos entrenaron desde niñas para ser "perfectas esposas".

Cuando llegó mi turno, mi nombre resonó en el salón como un eco indeseado.

—Selene Veyra.

Sentí que todas las miradas se clavaban en mí. Cassia apenas contuvo una sonrisa cruel. La directora parecía avergonzada de que mi nombre siquiera estuviera en la lista. Y Dante… Dante me miró.

No por mucho tiempo. Apenas un instante. Sus ojos recorrieron mi rostro con una calma impenetrable, y luego apartó la vista como si yo no significara nada.

Yo no hice una reverencia perfecta. Apenas incliné la cabeza, con los labios tensos, luchando contra la humillación de estar allí sabiendo que no era bienvenida.

La exhibición terminó en un silencio incómodo. Todas esperaban su decisión. Pero Dante se volvió hacia la directora y, con voz baja y grave, pronunció unas palabras que nadie escuchó. Después, sin mirar atrás, salió del salón junto a ella.

El rumor explotó de inmediato.

—¿Qué significa?

—¿Ya eligió?

—¿No le gustó ninguna?

Cassia estaba radiante de confianza. Estaba convencida de que él había pedido hablar con la directora para arreglar su elección, y esa elección sería ella.

Yo, en cambio, me sentía vacía. Aquella indiferencia absoluta había sido más hiriente que cualquier burla. Al menos un insulto me reconocía como rival. Pero él… él me trató como aire.

Esa noche nadie durmió. El dormitorio parecía un enjambre de voces, risas nerviosas, predicciones. Yo fingí dormir, con los ojos clavados en la oscuridad. No quería ilusionarme, ni siquiera quería pensar en Dante Kaelthorn. Lo último que necesitaba era que otro Alfa poderoso me recordara lo insignificante que era ahora.

La mañana llegó con el tañido de la campana. Nos convocaron al salón nuevamente. Todas corrimos, los vestidos blancos ondeando como fantasmas en el pasillo. El murmullo era insoportable. Cassia caminaba delante de mí con el porte de quien ya se siente victoriosa.

La directora nos esperaba al frente, rígida como siempre, pero en su rostro había algo distinto. Una tensión extraña, como si las palabras que estaba por pronunciar pesaran demasiado en su lengua.

—Se ha tomado una decisión —anunció, con voz solemne.

El silencio fue absoluto. Cincuenta jóvenes conteniendo el aliento.

—Dante Kaelthorn ha elegido…

Pausó. Su ceño se frunció apenas, como si ni ella misma entendiera lo que estaba leyendo en el documento que sostenía.

—…a Selene Veyra.

El mundo se detuvo.

Por un instante pensé que había escuchado mal. Que era un error, una burla, un mal sueño. Pero no, el nombre estaba allí, claro, innegable. Selene Veyra. Yo.

Los murmullos estallaron como un trueno. Algunas chicas se llevaron las manos a la boca. Cassia giró hacia mí con una furia incrédula pintada en los ojos.

Yo sentí que las piernas me temblaban. No era alivio, no era alegría. Era miedo. Un miedo helado que me atravesaba la piel y los huesos. Porque Dante Kaelthorn, ese hombre impenetrable que había mirado a todas con indiferencia, me había elegido a mí.

La “mercancía rota”. La indigna. La paria.

Y en ese instante comprendí que mi vida jamás volvería a ser la misma.

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