Mundo ficciónIniciar sesiónLa bala atravesó la ventana del Uber y se incrustó en el asiento donde la cabeza de Valeria había estado un segundo antes.
El vidrio explotó en una lluvia de fragmentos cristalinos que se esparcieron por el interior del vehículo como confeti mortal. Valeria se tiró al piso con un grito que rasgó su garganta, sus manos cubriéndose instintivamente la cabeza mientras el conductor soltaba una maldición que sonaba más como plegaria desesperada.
—¡Acelere! —gritó Valeria desde su posición en el suelo, el olor a pólvora y tapicería quemada llenando sus pulmones—. ¡Por el amor de Dios, acelere!
El conductor pisó el acelerador con tanta fuerza que el Uber se sacudió violentamente hacia adelante. Las llantas chirriaron contra el asfalto de la avenida Constitución mientras el motor rugía con la urgencia de la supervivencia. Los edificios del Barrio Antiguo pasaban como manchas borrosas de colores neón y sombras oscuras.
Otra bala impactó contra el espejo lateral, destrozándolo en una explosión de plástico y metal. El motociclista se mantenía pegado a ellos con precisión profesional, su silueta negra cortando el aire nocturno como cuchillo afilado. La pistola en su mano brillaba bajo las luces de la calle cada vez que disparaba, el sonido sordo de cada detonación perforando la noche como truenos secos.
Valeria extendió la mano hacia el asiento delantero, sus dedos tanteando desesperadamente hasta encontrar el teléfono del conductor que había caído al piso. El hombre estaba demasiado ocupado zigzagueando entre tráfico para protestar. Valeria marcó el único número que su memoria podía recuperar en medio del caos, el número que Marcus le había dado con instrucciones específicas: "Solo para emergencias. No preguntes quién es. Solo marca si tu vida está en peligro."
El teléfono sonó una vez. Dos veces. El tiempo se estiraba como goma elástica mientras otra bala perforaba el techo del auto, dejando un agujero perfecto que revelaba el cielo nocturno estrellado de Monterrey.
La llamada se conectó.
—¿Quién demonios es? —demandó una voz masculina, profunda como pozo sin fondo, con autoridad que no necesitaba volumen para ser absoluta—. ¿Cómo conseguiste este número?
—¡Marcus me lo dio! —Valeria jadeaba, su voz quebrándose entre miedo y adrenalina—. ¡Alguien me está disparando! ¡Me va a matar!
El silencio del otro lado duró exactamente dos segundos. Dos segundos que se sintieron como eternidad mientras otra bala silbaba peligrosamente cerca.
—Tu ubicación. Ahora.
—Avenida Constitución, pasando Zuazua, dirección norte—. Valeria intentó ver por la ventana trasera destrozada—. Hay una motocicleta negra, el conductor tiene pistola, no deja de disparar...
—Mantente en la línea.
Valeria escuchó el sonido de teclas siendo presionadas con velocidad profesional, luego una orden cortante en segundo plano: "Intercepten en Constitución y Aramberri. Ahora."
Apenas habían pasado treinta segundos cuando Valeria vio los faros. Un SUV negro apareció como aparición desde una calle lateral, acelerando con la fuerza de un misil teledirigido. No frenó. No titubeó. Se estrelló directamente contra la motociclista con precisión calculada.
El impacto fue brutal. La motocicleta salió volando hacia un lado, el conductor rodando sobre el pavimento en una masa confusa de cuero negro y metal retorcido. El SUV no se detuvo hasta posicionarse entre el Uber y el sicario caído.
—Para el auto —ordenó la voz por el teléfono—. Sube a mi vehículo. Cinco segundos.
El conductor del Uber no necesitó que se lo dijeran dos veces. Frenó con tanta brusquedad que Valeria se golpeó contra el asiento delantero. La puerta del SUV se abrió, revelando un hombre que bajó con movimientos que hablaban de entrenamiento militar y años de práctica en situaciones de vida o muerte.
Valeria lo vio por primera vez bajo las luces amarillentas de los postes de la calle. Tendría unos treinta y ocho años, tal vez cuarenta. Traje oscuro impecable que no tenía derecho a verse tan perfecto después de estrellar un vehículo. Cabello negro peinado hacia atrás con producto caro. Rostro anguloso con una cicatriz que le cruzaba desde la ceja izquierda hasta el pómulo, como si alguien hubiera intentado reescribir su cara con cuchillo y hubiera fallado a medio camino. Pero fueron sus ojos los que la capturaron: grises como acero fundido, intensos como láser cortando metal.
—Sube —no fue sugerencia.
Valeria obedeció, sus piernas temblando tanto que casi tropieza al trasladarse del Uber al SUV. El hombre esperó hasta que estuvo dentro antes de rodear el vehículo con pasos largos y controlados. Se sentó al volante, aceleró, y en cuestión de segundos estaban alejándose de la escena como si nunca hubieran estado ahí.
Solo entonces habló.
—Marcus trabajaba para mí —dijo, su voz era grave pero contenía algo que Valeria no pudo identificar inmediatamente. ¿Pesar? ¿Rabia?—. Bueno, trabajaba. Lo encontraron en el Río Santa Catarina hace una hora. Muerto.
El mundo de Valeria se detuvo. Las palabras atravesaron su cerebro como balas, pero más lentas, más dolorosas, con el tipo de daño que no sangra externamente pero destruye desde adentro.
—No —susurró, aunque sabía que era verdad. Sabía por el tono de voz del hombre, por la forma en que sus manos se apretaban contra el volante—. No, no, no...
—Lo torturaron —continuó el hombre sin piedad, como si creyera que ella necesitaba saber todos los detalles brutales—. Querían saber con quién estaba trabajando. Qué información había recopilado. Quién eras tú.
Valeria sollozó, el sonido rasgando su garganta como vidrio tragado.
—Marcus no habló —agregó el hombre, y ahora sí había emoción en su voz, respeto mezclado con furia—. Le rompieron tres costillas, dos dedos, y siguió sin decir una palabra. Murió protegiendo tu identidad.
Las lágrimas corrían libremente por el rostro de Valeria, arrastrando maquillaje que había aplicado cuidadosamente esa mañana cuando creía que su mayor problema sería sobrevivir una reunión con Gabriel. Ahora Marcus estaba muerto. Su único aliado. Su único amigo en este infierno.
El hombre giró en la siguiente esquina, conduciendo con familiaridad que hablaba de años conociendo cada calle de Monterrey. Finalmente habló de nuevo, su voz más baja pero no menos intensa.
—Dime quién eres realmente o te bajo de este auto ahora mismo.
Valeria lo miró a través de lágrimas que convertían las luces de la ciudad en estrellas borrosas. Estaba cansada. Tan cansada de mentir, de actuar, de pretender ser alguien que no era. Marcus había muerto por ella. Le debía la verdad a alguien.
—Soy Victoria Santibáñez —dijo, su voz apenas audible sobre el ronroneo del motor.
El SUV frenó tan bruscamente que el cinturón de seguridad cortó el pecho de Valeria. El hombre se giró para mirarla directamente, escaneando su rostro con ojos que parecían capaces de ver a través de cirugía plástica y mentiras.
—Imposible —dijo finalmente—. Victoria Santibáñez está muerta. Lleva tres meses muerta.
—Gabriel me empujó al lago de Chipinque —las palabras salieron en cascada ahora, sin poder detenerlas—. Me drogó. Me ató. Empujó mi camioneta al agua y me vio hundirme. Pero sobreviví. Nadé. Escapé. Marcus me encontró esa noche y me ayudó a transformarme. Cirugía. Cabello. Lentes de contacto. Nueva identidad. Todo para poder regresar y destruirlo.
Valeria respiraba agitadamente, esperando que el hombre la llamara loca, que la sacara del auto, que la entregara a la policía.
En cambio, sus ojos se entrecerraron, estudiándola con nueva intensidad. Levantó una mano y tocó su rostro, sus dedos trazando la línea de su mandíbula, su nariz, la forma de sus orejas.
—Dios mío —murmuró—. Te conozco. Fuimos a la misma universidad. Compartimos clase de Economía en segundo año. Tú siempre te sentabas en la tercera fila, lado izquierdo, junto a la ventana. Leías durante los descansos. García Márquez. Siempre García Márquez.
La memoria golpeó a Valeria con claridad inesperada. Un chico alto, callado, que se sentaba al fondo de la clase. Que la miraba a veces cuando creía que ella no se daba cuenta. Que una vez le había prestado una pluma cuando la suya se quedó sin tinta.
—Alejandro —susurró—. Alejandro Cortés.
Él asintió, algo parecido a dolor cruzando su rostro.
—Eras hermosa entonces —dijo—. Dulce. Con esa forma de sonreír cuando leías algo que te gustaba. Siempre en la biblioteca, siempre rodeada de libros como si fueran murallas protegiéndote del mundo.
Se recargó contra el asiento, respirando profundamente.
—Intenté advertirte cuando anunciaste tu compromiso con Gabriel Santibáñez. Te busqué en el campus. Pero para entonces ya estabas tan envuelta en él que no me escuchaste. Dijiste que yo estaba celoso. Que Gabriel te amaba.
Valeria recordaba vagamente ese encuentro. Un chico tratando de decirle algo sobre Gabriel, sobre su familia, sobre peligros que ella había descartado como envidia o malentendido.
—Debí haber insistido más —dijo Alejandro, su mandíbula tensándose—. Debí haberte obligado a escuchar. Pero eras tan joven, tan enamorada. Y yo era solo un conocido de la universidad.
Aceleró de nuevo, conduciéndola a través de calles que se volvían progresivamente más exclusivas. Entraron a Valle Oriente, donde los rascacielos residenciales competían por tocar las nubes.
Se detuvo frente a uno de los edificios más nuevos, todo cristal y acero negro. Un guardia de seguridad lo saludó con familiaridad mientras activaba la barrera. Alejandro condujo hasta el estacionamiento subterráneo, estacionándose en un lugar marcado como "Penthouse A."
—Quédate aquí —ordenó mientras bajaban del vehículo—. Gabriel tiene ojos en toda la ciudad. Este edificio es seguro. Propiedad privada, seguridad que yo controlo personalmente.
Tomaron el elevador hasta el último piso. Las puertas se abrieron directamente al penthouse, no había pasillo, solo entrada privada a un espacio que era más galería de arte que departamento.
—¿Por qué me ayudas? —preguntó Valeria, deteniéndose en medio de la sala con ventanales que mostraban Monterrey entero a sus pies.
Alejandro caminó hacia ella con pasos medidos. Se detuvo tan cerca que Valeria podía ver las vetas doradas en sus ojos grises, podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo.
—Porque debí haberte protegido hace cinco años —dijo, levantando una mano para tocar su mejilla con ternura que contrastaba brutalmente con la violencia de los últimos minutos—. No fallaré dos veces.
Se inclinó y la besó.
No fue como los besos de Gabriel, que siempre llevaban carga de posesión y control. Esto fue suave, casi reverente, como promesa sellada en el punto de contacto entre sus labios. Valeria sintió lágrimas nuevas, pero diferentes, rodando por sus mejillas.
El teléfono en su bolso comenzó a vibrar. Una vez. Dos veces. Diez veces.
Valeria lo sacó con manos temblorosas. La pantalla mostraba "Gabriel Santibáñez" y debajo: 47 llamadas perdidas.
Alejandro miró la pantalla por encima de su hombro y su expresión se endureció hasta convertirse en máscara de acero.
—Él sabe que estás viva —dijo, su voz cargada de certeza oscura—. Y no parará hasta encontrarte.







