Mundo ficciónIniciar sesiónNo fue la policía quien encontró a Victoria esa noche en el bosque de Chipinque. Fue alguien mucho más peligroso.
Una mano se estampó contra su boca antes de que pudiera gritar. Victoria intentó morder, arañar, pero un brazo de acero la inmovilizó contra un cuerpo masculino. El olor a cuero y tabaco la envolvió.
—Ni un sonido —susurró una voz grave en su oído—. O esos hombres te encuentran. Y esta vez Gabriel se asegurará de que no quede nada que identificar.
Victoria se quedó inmóvil. La linterna de los sicarios barrió el área, tan cerca que podía ver el barro en sus botas militares. Su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que lo escucharían.
—Nada aquí —gruñó uno de los hombres—. Revisemos más abajo.
Las voces se alejaron. Los pasos se desvanecieron entre los árboles. Victoria esperó, contando los segundos en su cabeza mientras el desconocido mantenía su mano firmemente sobre su boca.
Uno. Dos. Tres.
Treinta.
Solo entonces el hombre la soltó.
Victoria se giró de inmediato, retrocediendo hasta chocar contra un árbol. El desconocido era alto, vestía jeans oscuros y chamarra de cuero desgastada. Su rostro era angular, duro, con una cicatriz que le cruzaba la ceja derecha. Ojos negros que la estudiaban con intensidad clínica, como si estuviera evaluando una inversión.
—¿Quién demonios eres? —Victoria apenas reconoció su propia voz, ronca por el agua y el terror.
—Alguien que odia a Gabriel Santibáñez tanto como tú deberías odiarlo ahora.
El hombre se agachó, recogiendo algo del suelo. Su celular. Lo limpió contra su pantalón y se lo extendió.
—Tienes dos opciones. Vienes conmigo y sobrevives. O te quedas aquí y esperas a que regresen con perros de rastreo. —Hizo una pausa, mirándola de arriba abajo—. Spoiler: no van a dejarte viva una segunda vez.
Victoria miró el teléfono en su mano temblorosa. Luego miró hacia la oscuridad del bosque donde habían desaparecido los hombres de Gabriel. No era realmente una elección.
—¿Adónde me llevas?
—A un lugar donde Gabriel Santibáñez no puede tocarte. Por ahora.
El departamento estaba en un edificio viejo del Barrio Antiguo, escondido entre cantinas y talleres mecánicos cerrados. El tipo de lugar que los turistas fotografiaban de día y evitaban religiosamente de noche. El desconocido abrió tres candados diferentes antes de permitirle entrar.
Victoria cruzó el umbral y se detuvo. El interior era sorprendentemente limpio. Espartano. Un sofá desgastado, una mesa con dos sillas, estantes llenos de archivadores y equipo tecnológico que parecía sacado de una película de espías.
—Hay ropa en el baño —dijo el hombre, cerrando los candados tras ellos—. Cámbiate. Tienes hipotermia.
Victoria no se movió. Cada músculo de su cuerpo temblaba violentamente, pero no estaba segura de si era por el frío o por el shock de estar viva cuando debería estar muerta.
El hombre suspiró, quitándose la chamarra de cuero.
—Mira, si quisiera lastimarte, ya lo habría hecho en el bosque. Gabriel envió a sus perros a terminar el trabajo. Yo te salvé. Eso significa que tienes valor para mí. —Se acercó lentamente, como si se aproximara a un animal herido—. Mi nombre es Marcus Ordóñez. Investigador privado. Y llevo dos años esperando que Gabriel Santibáñez cometiera un error lo suficientemente grande como para destruirlo.
Victoria lo miró fijamente.
—¿Y yo soy ese error?
Marcus sonrió. No fue una sonrisa amable.
—Tú eres la puta bomba nuclear que va a volar su imperio en pedazos. Pero primero necesitas sobrevivir la noche.
Victoria se obligó a caminar hacia el baño. Cada paso era agonía. Se miró en el espejo y la mujer que le devolvió la mirada era irreconocible: cabello empapado pegado al rostro como algas, labios azules, cortes sangrando en mejillas y brazos, ojos desorbitados. Marcas rojas de las cuerdas rodeaban sus muñecas como brazaletes obscenos.
Esto es lo que Gabriel hizo de ti.
Se quitó el vestido azul destrozado. El vestido que Gabriel le había regalado en su aniversario. "Te ves hermosa", le había dicho mientras se lo ponía esa noche. Mentiras. Todo había sido mentiras desde el principio.
Victoria abrió la regadera. El agua salió helada primero, luego gradualmente tibia. Se metió bajo el chorro y lloró. Lloró por la mujer ingenua que había sido. Lloró por cinco años perdidos. Lloró por el bebé que nunca llegó y que ahora entendía por qué nunca había llegado.
Gabriel nunca quiso un hijo con ella.
Solo estaba esperando el momento perfecto para reemplazarla.
Cuando salió del baño, envuelta en una toalla y con ropa limpia en las manos, Marcus estaba frente a su laptop. Tres pantallas mostraban diferentes ángulos de video.
—Siéntate —dijo sin levantar la vista—. Necesitas ver esto.
Victoria se cambió rápidamente detrás de la puerta del baño y se acercó. La ropa era de hombre, demasiado grande, pero limpia y seca. Se sentó en la silla frente a Marcus.
—¿Qué es?
—Las cámaras de seguridad del lago de Chipinque. Las hackeé hace media hora.
Marcus presionó play.
El video mostraba el estacionamiento vacío junto al mirador. La camioneta de Gabriel aparecía en cuadro. Gabriel descendía del lado del conductor, caminaba hacia la parte trasera, abría las puertas. Victoria se vio a sí misma, inconsciente, atada. Gabriel la arrastraba hacia el asiento del conductor sin más emoción en el rostro que si estuviera sacando la basura.
La colocaba en posición. Cerraba la puerta. Empujaba el vehículo hacia el borde.
La camioneta caía.
Gabriel sacaba su teléfono, marcaba, esperaba.
—Ya está hecho, cariño. Para mañana serás viuda.
Victoria sintió que algo se rompía dentro de ella. No era su corazón. Eso Gabriel lo había destrozado hacía tiempo, lentamente, con cada tratamiento de fertilidad fallido, con cada comentario cruel de su suegra, con cada vez que la hacía sentir defectuosa.
Esto era otra cosa. Era su capacidad de creer en la bondad. Su ingenuidad. Su esperanza.
—¿Por qué me muestras esto? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Porque necesitas ver quién es realmente. No el hombre que conociste. No el esposo que creías tener. —Marcus giró la laptop hacia ella—. Gabriel Santibáñez es un monstruo. Y los monstruos no se detienen a menos que los detengas.
Victoria miró fijamente la pantalla. El rostro de Gabriel congelado en ese momento de crueldad casual.
—¿Por qué lo odias tanto? ¿Qué te hizo?
Marcus cerró la laptop. Se recargó en la silla, mirándola con esos ojos negros que parecían llevar demasiados secretos.
—Hace cinco años, Gabriel convenció a mi padre de invertir los ahorros de toda su vida en un desarrollo inmobiliario. Torres del Valle en Apodaca. Cincuenta familias metieron su dinero. —Hizo una pausa—. Gabriel y sus socios vaciaron las cuentas tres meses después. El proyecto se canceló. Todos perdieron todo.
Victoria recordaba vagamente ese proyecto. Gabriel lo había mencionado una o dos veces durante el primer año de matrimonio. Luego nunca más.
—Mi padre se ahorcó en el garage seis meses después —continuó Marcus, su voz plana, sin emoción—. Mi madre tuvo un infarto al año siguiente. Murió antes de que la ambulancia llegara.
El silencio se extendió entre ellos como una herida abierta.
—Lo siento mucho —murmuró Victoria.
—No quiero tu lástima. —Marcus se inclinó hacia adelante—. Quiero justicia. Venganza. Destrucción. Como sea que quieras llamarlo. Y tú vas a ayudarme a conseguirla.
—¿Yo? Estoy muerta. Gabriel me mató.
—No. Te intentó matar y falló. Esa es la diferencia. —Marcus sacó una cajetilla de cigarros, encendió uno—. Legalmente, Victoria Santibáñez está desaparecida. Cuando no encuentren tu cuerpo, te declararán muerta en unos meses. Gabriel cobrará tu seguro de vida. Se casará con su amante. Vivirá feliz para siempre.
Victoria sintió la bilis subir por su garganta.
—A menos que —continuó Marcus— alguien regrese de entre los muertos y lo destruya desde adentro.
—¿Qué estás sugiriendo?
—Que Victoria Santibáñez muera oficialmente. Pero que otra persona, alguien nuevo, entre a su mundo. Alguien en quien confíe. Alguien que tenga acceso a sus secretos.
Victoria lo miró como si estuviera loco.
—Me reconocería.
—¿Lo haría? —Marcus apagó el cigarro—. Cuando fue la última vez que Gabriel realmente te miró? No me refiero a mirar a través de ti o mirarte con desprecio. Me refiero a verte.
La pregunta le dolió más de lo que esperaba porque la respuesta era clara: nunca. Gabriel nunca la había visto realmente. Era un adorno. Una esposa trofeo. Un vientre que se suponía debía dar herederos.
—Tengo contactos —dijo Marcus—. Un cirujano plástico que no hace preguntas. Un falsificador que puede crear cualquier identidad. Tres meses. Dame tres meses y te convierto en alguien completamente diferente.
—¿Y luego qué?
—Luego entras a Santibáñez Corp. Te acercas a Gabriel. Aprendes sus secretos. Y cuando tengamos suficiente evidencia, lo destruimos. Su empresa. Su reputación. Su libertad. Todo.
Victoria se levantó, caminó hacia la ventana. Afuera, el Barrio Antiguo dormía inquieto. Luces de neón parpadeaban. Un borracho cantaba rancheras desafinadas en alguna cantina cercana.
Pensó en Gabriel llorando lágrimas de cocodrilo en su funeral. Pensó en Isabela consolándolo, su mano sobre el vientre donde crecía el hijo que Victoria nunca pudo darle. Pensó en cinco años de humillaciones, de sentirse inadecuada, de creer que el problema era ella.
Se giró hacia Marcus.
—Tres meses. Y luego quiero verlo arder.
Marcus sonrió.
—Bienvenida al infierno, Victoria. O debería decir, bienvenida a tu renacimiento.
Los días se convirtieron en semanas en ese departamento del Barrio Antiguo. Marcus era metódico, casi obsesivo. Cada mañana, Victoria despertaba con una nueva rutina.
Primero vino el cirujano. Un hombre mayor de manos firmes y pocas palabras. Estudió el rostro de Victoria como si fuera un lienzo.
—Nada drástico —instruyó Marcus—. Solo cambios sutiles que alteren completamente su apariencia.
Rinoplastia menor para afinar la nariz. Rellenos para definir los pómulos. Modificación en las orejas. Pequeños cambios que, sumados, creaban a una persona diferente.
Victoria pasó una semana con vendajes, otra semana con moretones. Marcus traía comida, medicinas, le cambiaba los vendajes sin decir mucho.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Victoria una noche mientras él limpiaba una de sus heridas—. Podrías solo darme la información sobre Gabriel. Dejarme ir.
Marcus no levantó la vista de su trabajo.
—Porque no basta con saber la verdad. Necesitas poder demostrarla. Y para eso, necesitas estar cerca de él. —Hizo una pausa—. Además, esto también es personal para mí. Gabriel me quitó a mi familia. Es justo que yo lo ayude a perder todo lo que ama.
Cuando los vendajes salieron, Victoria se miró en el espejo y no reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. Los cambios eran sutiles pero efectivos. Parecía una prima lejana de sí misma. Alguien familiar pero diferente.
—Ahora el cabello —dijo Marcus.
Una estilista apareció en el departamento. Sin preguntas, sin curiosidad. Cortó el cabello rubio de Victoria hasta los hombros, luego lo tiñó de negro profundo. El contraste con sus ojos color miel era sorprendente.
—Lentes de contacto —agregó Marcus, entregándole una caja—. Verde esmeralda. Úsalos siempre.
Victoria se colocó los lentes. La mujer en el espejo era oficialmente otra persona.
—¿Y mi voz?
—Ya contraté a alguien.
La coach de dialectos era una mujer española de unos cincuenta años. Severa, exigente, perfeccionista.
—Tienes acento del norte de México —dijo después de escuchar a Victoria hablar durante cinco minutos—. Necesitamos eliminarlo completamente. Vas a hablar como si hubieras nacido en Barcelona.
Durante semanas, Victoria practicó. Horas cada día. Eliminando el acento regiomontano, cambiando su entonación, su ritmo, sus expresiones. La "ce" y la "zeta" se convirtieron en su obsesión.
—Mi nombre es Valeria Montés —repetía frente al espejo—. Soy arquitecta. Vengo de Barcelona donde trabajé en proyectos residenciales de alto nivel.
Marcus había creado una historia completa. Valeria Montés había estudiado arquitectura en la Universidad Politécnica de Cataluña. Trabajó tres años en Barcelona, dos en Londres, uno en París. Proyectos exclusivos. Referencias impecables.
Todo falso. Todo verificable.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Victoria una noche, mirando su nuevo pasaporte, su nueva identificación, su nueva vida en documentos oficiales.
—Tengo contactos —respondió Marcus simplemente—. Gente que debe favores. Gente que odia a los Santibáñez tanto como yo.
Una tarde, Marcus irrumpió en el departamento con su laptop y esa sonrisa de tiburón que Victoria había aprendido a reconocer. Significaba que había encontrado algo.
—Mira esto —giró la pantalla hacia ella.
Era un anuncio de empleo. Santibáñez Corp buscaba arquitecto senior para el proyecto Torres Emperador. Dos rascacielos gemelos de ochenta pisos en San Pedro Garza García. El legado arquitectónico de Gabriel.
—Es perfecto —murmuró Victoria.
—Es más que perfecto. —Marcus abrió otra ventana—. Hackeé el sistema de Recursos Humanos. Puedo insertar tu currículum directamente en la lista de candidatos prioritarios. Gabriel revisará personalmente las aplicaciones para este proyecto. Es demasiado importante para delegarlo.
Victoria sintió algo oscuro y caliente expandirse en su pecho. En tres meses, pasaría de víctima a vengadora. De esposa muerta a rival profesional. Gabriel no tendría idea de quién era ella.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Ya envié tu aplicación. —Marcus sonrió—. La respuesta llegó hace una hora. Entrevista mañana. Diez de la mañana. Con Gabriel Santibáñez. Personalmente.
El aire se salió de los pulmones de Victoria. Mañana. Vería a Gabriel mañana. Al hombre que la drogó. Que la ató. Que la empujó al lago. Que se paró en el estacionamiento y la vio hundirse sin un ápice de remordimiento.
Y él no sabría quién era ella.
Esa noche, Victoria no pudo dormir. Se paró frente al espejo de cuerpo completo que Marcus había instalado en el baño. La mujer que le devolvía la mirada era elegante, sofisticada, peligrosa. Cabello negro corto cayendo perfectamente sobre sus hombros. Ojos verdes penetrantes. Rasgos afilados que hablaban de determinación en lugar de sumisión.
Un flash de memoria la golpeó sin avisar: Victoria con vestido de novia blanco, mirando a Gabriel como si fuera su salvador. Dulce. Ingenua. Enamorada hasta los huesos.
—Ella está muerta —susurró Victoria a su reflejo—. Victoria Santibáñez murió ahogándose en el lago de Chipinque.
Valeria Montés le devolvió la mirada desde el espejo, los labios curvándose en una sonrisa que no era dulce ni sumisa. Era una promesa. Una declaración de guerra.
Marcus apareció en el marco de la puerta, extendiendo un sobre manila.
—Aquí está todo. Tu documentación. El dossier del proyecto. Información sobre Gabriel que puedes usar en la entrevista. —Hizo una pausa—. ¿Estás lista?
Victoria tomó el sobre. Sus manos no temblaban. Qué extraño. Las manos de Victoria temblaban siempre que Gabriel levantaba la voz, siempre que su suegra la miraba con desprecio, siempre que otro tratamiento de fertilidad fallaba.
Pero las de Valeria eran firmes como acero.
—Victoria murió en ese lago —dijo, más para sí misma que para Marcus.
Abrió el sobre. Su nuevo pasaporte mostraba su nueva cara, su nuevo nombre, su nueva vida.
Valeria Montés. Arquitecta. Barcelona, España.
Sonrió.
—Pero Valeria está lista para la guerra.







