Mundo ficciónIniciar sesiónGabriel Santibáñez no recordaba la última vez que una mujer lo había hecho sentir incómodo, hasta que Valeria Montés entró a su oficina.
El día había comenzado como cualquier otro. Gabriel llegó a Torre Santibáñez a las siete de la mañana, revisó los mercados asiáticos mientras tomaba su primer espresso, firmó tres contratos millonarios antes de las ocho. A las nueve, su asistente Emma colocó sobre su escritorio una pila de currículums para el puesto de arquitecto senior.
Los revisó con creciente irritación. Mediocres. Todos mediocres. Arquitectos sin visión, sin audacia, sin el hambre que se necesitaba para crear algo verdaderamente grandioso. Torres Emperador no era solo otro proyecto. Era su legado. El edificio que hablaría de Gabriel Santibáñez mucho después de que estuviera muerto.
Muerto como Victoria.
El pensamiento llegó sin avisar. Gabriel se recargó en su silla de cuero italiano, mirando por el ventanal del piso cuarenta y cinco. San Pedro Garza García se extendía bajo él como un tablero de ajedrez. Su reino.
Tres meses. Habían pasado tres meses desde el accidente de Victoria. Tres meses desde que la empujó al lago y observó las burbujas subir a la superficie hasta que dejaron de subir. Tres meses desde que llamó a la policía con voz quebrada, reportando que su esposa no había regresado a casa.
El funeral había sido perfecto. Íntimo pero elegante. Él llorando frente a las cámaras. Isabela consolándolo con discreción apropiada para una "amiga de la familia". Nadie sospechó nada.
¿Sentía culpa? Gabriel se hizo la pregunta honestamente. La respuesta fue simple: no. Victoria había sido un error de juventud. Hermosa pero inútil. Cinco años intentando darle un heredero y nada. Cinco años de tratamientos caros que no funcionaban porque ella era defectuosa.
Isabela, en cambio, había quedado embarazada al primer intento. Ahora llevaba seis meses, su vientre creciendo con el hijo que Victoria nunca pudo darle. El hijo que legitimaría todo.
El intercomunicador interrumpió sus pensamientos.
—Señor Santibáñez —dijo Emma con su voz eficiente—, la señorita Valeria Montés está aquí para su entrevista.
Gabriel frunció el ceño. No recordaba ese nombre en la pila de currículums mediocres.
—¿Montés?
—De Barcelona. Su currículum llegó ayer directamente al sistema prioritario. Proyectos en España, Londres, París. Realmente impresionante.
Gabriel sintió una chispa de interés. Finalmente, alguien con credenciales decentes.
—Hazla pasar.
Acomodó los papeles sobre su escritorio, se ajustó el nudo de la corbata. Luego la puerta se abrió y Valeria Montés entró a su oficina.
Y Gabriel olvidó cómo respirar.
No era solo que fuera hermosa. Gabriel había conocido mujeres hermosas toda su vida. Esto era diferente. La mujer que caminaba hacia él con tacones rojos que repiqueteaban contra el mármol irradiaba algo que Gabriel no había visto en años: poder.
Vestido negro ajustado que se ceñía a cada curva sin ser vulgar. Cabello negro corto peinado hacia atrás con gel, revelando un rostro de rasgos afilados y ojos verdes que lo miraban directamente sin rastro de sumisión. Labios rojos como sangre fresca.
Caminaba como si fuera dueña del lugar. Como si Gabriel fuera el entrevistado y no ella.
—Señor Santibáñez —dijo, extendiendo la mano. Su voz tenía un acento español marcado, las ces y zetas pronunciadas con esa musicalidad catalana—. Valeria Montés. Gracias por recibirme.
Gabriel se puso de pie, estrechando su mano. Firme. Cálida. Electricidad recorrió su brazo y Gabriel la soltó más rápido de lo necesario.
—Señorita Montés. Tome asiento.
Ella se sentó con movimientos fluidos, cruzando las piernas. Gabriel notó sus tobillos delgados, la curva de sus pantorrillas. Se obligó a mirar su rostro.
Había algo extrañamente familiar en ella. La forma en que inclinaba ligeramente la cabeza cuando escuchaba. El gesto casi imperceptible de morderse el labio inferior. Gabriel lo descartó. Barcelona estaba llena de mujeres hermosas. Probablemente se parecía a alguna que había conocido en algún viaje de negocios.
—Su currículum es impresionante —comenzó Gabriel, abriendo la carpeta frente a él—. Tres años en Barcelona, dos en Londres, uno en París. ¿Qué la trae a Monterrey?
—La ambición, señor Santibáñez —respondió Valeria sin dudar—. Europa está saturada de arquitectos talentosos. Aquí, en cambio, hay hambre de innovación. Y usted es conocido por su... apetito por lo grandioso.
Algo en la forma en que dijo "apetito" hizo que el estómago de Gabriel se tensara.
—Torres Emperador es mi proyecto más ambicioso —dijo, estudiándola—. Dos rascacielos de ochenta pisos cada uno, unidos en el piso treinta por un puente habitacional. Diseño que desafía la ingeniería convencional.
—Y que tiene tres fallas estructurales críticas que causarán su colapso en menos de diez años.
El silencio que siguió fue absoluto.
Gabriel se inclinó hacia adelante, los ojos entrecerrados.
—¿Disculpa?
Valeria no se inmutó. Sacó una tablet de su bolso de mano, deslizó algunos archivos y giró la pantalla hacia él.
—La conexión entre ambas torres creará tensión asimétrica durante eventos sísmicos. Monterrey no es zona de alto riesgo, pero un sismo de magnitud seis punto cinco haría que el puente se convierta en péndulo. —Señaló con un dedo de uña roja—. Aquí, en el piso veintiocho, la distribución de cargas está mal calculada. Y aquí, los cimientos del lado norte no tienen profundidad suficiente considerando el tipo de suelo.
Gabriel miró los cálculos en la pantalla. Eran precisos. Devastadoramente precisos. Nadie, ninguno de los arquitectos que habían trabajado en el proyecto durante dos años, había identificado estos problemas.
—¿Y usted puede solucionarlo? —preguntó, su voz más baja, más peligrosa.
—Puedo hacer que Torres Emperador sea la estructura más sólida de México —respondió Valeria—. Y la más hermosa. Pero necesito libertad creativa total. Nada de comités. Nada de arquitectos resentidos cuestionando cada decisión.
Gabriel se levantó. Caminó lentamente alrededor de su escritorio, estudiándola. Valeria giró en su silla, siguiéndolo con esos ojos verdes que parecían ver demasiado.
—Sígame —ordenó.
La condujo a la sala de conferencias adyacente donde la maqueta de Torres Emperador ocupaba la mesa central. Tres metros de cristal, acero y luces LED mostrando su visión.
Valeria se acercó, inclinándose sobre la maqueta. Gabriel se paró detrás de ella, tan cerca que podía oler su perfume. Bergamota y cuero. Nada como la lavanda dulce que Victoria usaba.
Victoria.
El nombre apareció en su mente sin razón. Gabriel lo empujó de vuelta a la oscuridad donde pertenecía.
—Aquí —dijo Valeria, señalando la conexión del puente—. Necesitamos reforzar con un sistema de amortiguadores sísmicos. Y aquí, redistribuir el acero estructural.
Gabriel se inclinó, su brazo rozando el de ella. Calor. Electricidad. Su mano se movió para señalar el mismo punto y sus dedos se rozaron.
Valeria se quedó inmóvil. Gabriel tampoco se movió. El momento se extendió, cargado de algo que Gabriel no quería nombrar.
Finalmente, Valeria se enderezó, poniendo distancia entre ellos.
—¿Cuándo puedo empezar? —preguntó, su voz perfectamente controlada.
Gabriel sonrió. Una sonrisa lenta, de depredador que acaba de encontrar presa interesante.
—Está contratada. Empieza el lunes. Ciento cincuenta mil pesos mensuales. Reportarás directamente a mí. Solo a mí.
—Acepto.
Extendió la mano. Gabriel la estrechó, sosteniéndola un segundo más de lo necesario.
La puerta de la oficina se abrió sin aviso.
—Gabriel, necesito hablar contigo sobre...
Isabela se detuvo en seco. Sus ojos viajaron de Gabriel a Valeria, a sus manos todavía entrelazadas, a la proximidad entre ambos.
Gabriel soltó la mano de Valeria.
—Cariño, ella es Valeria Montés, nuestra nueva arquitecta senior para Torres Emperador.
Isabela caminó hacia ellos con pasos medidos. Su vientre de seis meses era prominente bajo el vestido premamá de diseñador. Sus ojos verdes —tan diferentes a los de Valeria, más claros, más fríos— estudiaron a la recién llegada con la intensidad de una serpiente evaluando una amenaza.
—Mucho gusto, señora Santibáñez —dijo Valeria, extendiendo la mano.
Victoria estrechando la mano de su ex mejor amiga. La ironía era deliciosa y devastadora al mismo tiempo.
Isabela tomó su mano, apretándola con más fuerza de la necesaria. Valeria no se inmutó, devolviendo la presión con igual intensidad.
—Gabriel no mencionó que buscaba una mujer para el puesto —dijo Isabela, sin soltar su mano.
—¿Tendría que haber mencionado mi género? —respondió Valeria con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Pensé que contrataban por talento, no por anatomía.
Gabriel soltó una carcajada. Una verdadera carcajada, el primer sonido genuino de diversión en meses. Isabela lo miró con ojos que prometían una conversación muy desagradable después.
—Valeria es brillante —dijo Gabriel—. Ya identificó tres fallas críticas en el diseño que nadie más había visto.
—Qué... conveniente —murmuró Isabela, finalmente soltando la mano de Valeria.
Valeria recogió su tablet, guardándola en el bolso.
—Debo irme. Tengo otra cita. —Miró a Gabriel—. ¿Le parece bien que venga el lunes a las ocho para revisar los planos completos?
—Perfecto. Emma te dará tu pase de acceso y te asignará una oficina.
Valeria asintió. Caminó hacia la puerta, luego se detuvo, girándose.
—Señora Santibáñez —dijo, mirando directamente a Isabela—. Felicidades por su embarazo. Debe ser emocionante. Especialmente después de... todo.
El veneno en esas últimas palabras fue tan sutil que Gabriel casi lo perdió. Pero Isabela lo captó. Su rostro se puso pálido.
Valeria salió, cerrando la puerta tras ella.
El silencio explotó inmediatamente.
—¿Quién demonios es esa mujer? —siseó Isabela.
—La mejor arquitecta que he entrevistado.
—Gabriel, ¿viste cómo te miraba?
—¿Cómo me miraba? —Gabriel caminó hacia el minibar, sirviéndose whisky aunque apenas eran las diez de la mañana.
—Como si... —Isabela buscó las palabras—. No lo sé. Me da mala espina.
—Deberías confiar en mi criterio profesional.
—¿Tu criterio profesional incluye mirarle el trasero?
Gabriel se giró bruscamente.
—Cuidado, Isabela.
—Tu difunta esposa apenas lleva tres meses muerta y ya estás babeando por otra.
El vaso de whisky se estrelló contra la pared. Isabela dio un paso atrás, instintivamente protegiendo su vientre.
—No menciones a Victoria —dijo Gabriel con voz peligrosamente baja—. Victoria era un fracaso como esposa. Tú me diste lo que ella nunca pudo.
Caminó hacia Isabela, colocando una mano posesiva sobre su vientre abultado.
—Esto es lo que importa. Mi heredero. Mi legado. No una empleada.
Isabela respiró temblorosamente, asintiendo. Pero sus ojos seguían mirando hacia la puerta por donde Valeria había desaparecido.
En el elevador, Valeria se permitió temblar. Sus manos se aferraron a la barandilla de acero mientras descendía los cuarenta y cinco pisos. Una sola lágrima rodó por su mejilla. La limpió rápidamente antes de que pudiera arruinar el maquillaje.
Gabriel no la había reconocido. Isabela no la había reconocido. Tres meses de transformación, dolor y determinación habían valido la pena.
Las puertas del elevador se abrieron en el lobby. Marcus la esperaba en una de las sillas de cuero, fingiendo leer una revista de arquitectura.
Valeria caminó hacia él con pasos firmes.
—¿Cómo estuvo? —preguntó Marcus cuando salieron al estacionamiento.
—Me contrató. Y ella estuvo ahí. Isabela.
—¿Te reconoció?
—No. —Valeria se detuvo junto a la camioneta de Marcus—. Pero me odia. Instinto de perra defendiendo su territorio.
Marcus sacó su tablet, abriendo una carpeta de archivos.
—Tengo algo que te va a gustar.
Mostró fotografías de la cámara de seguridad del edificio. Gabriel saliendo anoche. No iba solo. Una mujer rubia, joven, no más de veinticinco años. Los dos entrando a un hotel a dos cuadras de Torre Santibáñez.
Valeria estudió las fotos.
—Gabriel tiene otra amante. Isabela no lo sabe.
—Aparentemente, tu difunto esposo no ha cambiado sus costumbres.
Valeria sonrió. No fue una sonrisa dulce. Fue una promesa de destrucción.
—La venganza va a ser más fácil de lo que pensaba. Porque Gabriel Santibáñez no ha cambiado. Seguía siendo el mismo bastardo mentiroso.
Se subió a la camioneta.
—Y yo voy a usar eso para destruirlo.







