Mundo ficciónIniciar sesiónBianca, una joven de veintidós años, llega a Nueva York con el corazón lleno de sueños. Viene desde un pequeño pueblo del sur, donde sus padres ancianos hicieron todo por darle una vida digna. Su mayor deseo es estudiar, trabajar y ayudarlos… pero la ciudad no la recibe como esperaba. Bianca lo pierde todo: su exnovio la engaña, se queda sin trabajo, sin comida y con apenas dos dólares en el bolsillo. Hambrienta y sin rumbo, entra a una cafetería buscando un bocado y un respiro antes de enfrentarse nuevamente a la incertidumbre. Lo que no imagina es que allí, en el peor momento de su vida, el destino ya la estaba esperando. Un empresario llega a la cafetería buscando una niñera urgente para su hijo. Ese hombre es Adrián: testarudo, temperamental, dominante y con una vida perfectamente controlada… hasta que conoce a Bianca. Ella ve en esa oportunidad su única esperanza. Él ve en ella algo que no sabe explicar. A partir de ese encuentro, la vida de Bianca da un giro inesperado. Ahora deberá enfrentarse al mal carácter de Adrián, a sus reglas estrictas y a un niño que conquistará su corazón. Entre discusiones, cercanías incómodas y silencios que dicen más que las palabras, algo empieza a nacer entre ellos. Pero no será fácil. Sanar nunca lo es. Y amar… mucho menos. Esta es la historia de Bianca: una joven que llegó a la ciudad buscando un futuro, y encontró —sin quererlo— un hogar donde menos lo esperaba.
Leer más¿Podía alguien tener más mala suerte que ella?
Bianca se lo preguntaba mientras se sentaba en una banca de la plaza, con su única maleta y un bolso de mano apretado contra el pecho. Se sentía arruinada, devastada y, peor aún… con el corazón hecho pedazos. —¿Qué más podría salir mal…? —susurró. El cielo gris comenzaba a escupir pequeñas gotas que picaban contra su piel. Cuando los primeros chorros de lluvia cayeron con más fuerza, Bianca se levantó de golpe y corrió a refugiarse bajo un techo angosto. Era tarde. No tenía dónde ir. Revisó su bolsillo: dos dólares. Nada más. Suspiró, frustrada. No había comido en todo el día y el estómago le rugía como un animal herido. Apretó los billetes en su mano, casi con rabia, y los guardó. Salió temprano a buscar trabajo, pero no tuvo suerte. Al volver —mucho antes de lo habitual— se encontró con sus cosas afuera del departamento. La casera la había echado por no pago. La habían despedido un mes atrás y desde entonces no encontraba nada. Sin protestar, tomó su maleta y pensó en la única opción que le quedaba: Kevin. Su novio. Quizás… solo unos días, mientras encontraba algo. Quizás él sí la querría ayudar. Al llegar a su edificio se quedó parada frente a la puerta. Tenía las llaves que él mismo le dio hace unos meses. Dudó, respiró hondo y finalmente entró. El silencio del lugar la inquietó. Avanzó por el pasillo y, antes de llegar al dormitorio donde tantas veces durmió, escuchó algo. Sonidos ahogados. Suspiros. La cama crujiendo. Aun así, avanzó. Tomó el pomo con dedos temblorosos y lo giró. Al abrir la puerta, su mundo entero se quebró en un solo segundo. Allí estaba Susy, su amiga, la misma que la aconsejaba, que escuchaba sus problemas, que lloraba con ella, que le decía que siempre estaría a su lado. Estaba desnuda, encima de Kevin. Ambos se quedaron paralizados al verla, con ojos llenos de culpa, pero también de sorpresa, como si jamás hubieran imaginado que serían descubiertos de esa manera. Bianca sintió cómo algo dentro de ella se desgarraba por completo. No solo era dolor; era humillación, traición, rabia, tristeza, impotencia y un cansancio emocional tan profundo que casi le impidió respirar. Intentó decir algo, pero su voz no encontró salida. Solo un sollozo escapó de ella, traicionándola frente a quienes menos quería mostrar debilidad. Susy no apartó la mirada. No había vergüenza en sus ojos; al contrario, había una satisfacción cruel, como si llevara semanas esperando que ese momento sucediera. Kevin, desesperado, se cubrió con la manta y se apresuró a vestirse torpemente, balbuceando excusas vacías. —Bica… —dijo Kevin— no es lo que crees. Ella lo miró con incredulidad absoluta, con una mezcla de dolor y furia que le temblaba en cada músculo del rostro. —¿Qué? —su voz se quebró— ¿Me crees tan estúpida como para decirme semejante imbecilidad? Respiró hondo, intentando contener el temblor de su cuerpo, pero el dolor era demasiado grande como para esconderlo. —Los vi. A los dos. No necesito explicaciones. Kevin intentó acercarse para tomarla de los hombros, pero Bianca retrocedió inmediatamente, como si su simple presencia pudiera contaminarla. Susy se rió con una burla tan venenosa que hizo que Bianca viera la clase de víbora que era. —Ay, por favor… —dijo Susy con desdén mientras buscaba su ropa interior, sin prisa, sin pudor—. Ya nos encontró, ¿qué más da? Estamos viéndonos hace cinco meses. Cada semana. Kevin abrió los ojos con horror. Eso no debía haberlo dicho. Era evidente que habían acordado mantenerlo secreto, pero Susy disfrutaba demasiado de romperle el alma a Bianca como para callarse. —No quiero volver a verlos nunca más —escupió Bianca, con la voz rasgada pero firme—. Son tal para cual. Salió de la habitación con la dignidad que aún le quedaba. Kevin la siguió hasta la entrada del departamento y al ver su maleta junto a la puerta, adoptó el tono manipulador que tantas veces la hizo sentir inferior. —¿Dónde piensas ir, Bianca? —dijo con falsa preocupación—. No tienes dónde quedarte, no tienes trabajo, tus padres son campesinos y ancianos. No pueden ayudarte. Yo soy lo único que tienes en esta ciudad. Y lo sabes. Las palabras, tóxicas y calculadas, siempre habían sido su arma. Y antes, muchas veces, la habían lastimado. Pero hoy, ese mismo veneno le provocó el efecto contrario: una oleada de claridad. Era cierto que sus padres eran ancianos y que no podía regresar al pueblo sin sentir que era una carga, pero Kevin no era lo único que tenía. Nunca lo había sido. Ella podía valerse por sí misma. Se giró y lo enfrentó con los ojos llenos de furia y dolor. —Prefiero dormir en la calle antes de volver a respirar el mismo aire que tú. Antes de compartir un espacio contigo. Antes de volver a verte. Kevin abrió los ojos, sorprendido, pero no alcanzó a responder porque Susy intervino desde el sofá, riéndose con desprecio. —Por favor, déjala que se vaya a mendigar. ¿Qué más puede hacer una pueblerina como ella? Si no tiene dónde caerse muerta. Es patética. —¡Cállate! —le gritó Kevin haciendo que Susy se sobresalte. Bianca dejó de escucharlo todo. Las humillaciones ya no le dolían; algo dentro de ella había pasado de romperse a endurecerse. Sin mirar atrás, con la frente en alto, repitió una última vez: —No quiero volver a verlos nunca más. Kevin insistió, alzando la voz en un último intento por retenerla. —¡Tarde o temprano regresarás! Dudo que alguien con mi nivel se fije en ti. Pero Bianca ya estaba fuera, y el portazo fue su respuesta final. Ya habían pasado cinco horas desde ese suceso. La lluvia no cedía. En un momento, un auto pasó sobre un charco y alcanzó a moverse antes de que la empape de pies a cabeza; no protestó, simplemente siguió caminando, sintiendo que nada podía humillarla más de lo que ya había vivido ese día. Cuando vio una cafetería con luces cálidas, entró en busca de un poco de refugio. El local estaba casi vacío. Se sentó en una mesa junto a la ventana, con la mirada perdida. Una anciana se acercó y le ofreció el menú, pero Bianca ni siquiera lo tomó. —Solo tengo dos dólares… —dijo con sinceridad—. ¿Podría darme algo que alcance con eso? La mujer la observó con suavidad, notando el cansancio en su postura y la tristeza que se le escapaba por los ojos. Llamó a una joven que estaba detrás del mostrador. —Tráele el menú número tres —le indicó—. Es por cuenta de la casa. Bianca parpadeó, sorprendida por la amabilidad. —Muchas gracias… —susurró con la voz quebrada. La anciana sonrió, señalando el cielo lluvioso. —No sé qué te ocurrió, mi niña, pero la vida puede ponerse difícil, pero las personas fuertes como tú siempre encuentran el camino correcto. Bianca quiso creerlo, aunque le costara. No quería regresar al pueblo donde creció; sus padres, ya ancianos, no tenían cómo mantenerla y ella se negaba a convertirse en un peso más para ellos. Por eso había venido a la ciudad, con la esperanza de estudiar y trabajar, de construir algo propio. Sin embargo, hasta ahora todo parecía desmoronarse. Pero quizás —solo quizás— la tormenta que la había golpeado ese día era el comienzo de otra historia. Una distinta. Una donde, finalmente, ella aprendiera a levantarse.AdriánReviso unos documentos en mi despacho, aunque hace varios minutos que mi mirada no se detiene en ninguna línea. Las palabras se vuelven borrosas, se mezclan, pierden sentido. Mi madre me llamó temprano, como siempre, con esa insistencia casi tiránica que la caracteriza. Quiere conocer a la nueva niñera, esta noche porque no puede creer que ya llevé tres semanas trabajando y no haya dejado su puesto tirado. Y, por supuesto, ya reservó una cena en el restaurante más exclusivo de la ciudad. No tengo escapatoria. Si rechazo la invitación, aparecerá en mi casa sin previo aviso, invadiendo la poca paz que me queda.Suspiro con frustración y apoyo los dedos en el puente de la nariz.Hago una llamada por teléfono.—Roger, asegúrate de que ella vista el traje que elegí.La voz de Roger llega impregnada de ese tono insolente que solo él se permite conmigo.—Como usted ordene, señor. Y, por favor, recuerde ser amable. No le vaya a gritar… o pasará lo mismo que con las otras empleadas, que
BIANCADos semanas han transcurrido de una manera tan ordenada que casi me asusta lo rápido que me acostumbro a esta nueva vida. Cada mañana me levanto un poco antes de lo necesario, me visto con las prendas suaves que ahora llenan mi armario y bajo a desayunar con Adrián y Austin. Y aunque la mesa es grande y el silencio suele dominar la mayoría de las comidas, la rigidez de esos primeros días ha empezado a suavizarse. Adrián habla más, hace comentarios breves, pregunta cómo durmió el niño o si comió bien durante el día, y aunque sus frases no duran más de dos o tres palabras, me sorprendo a mí misma respondiéndole con naturalidad, como si llevara años viviendo aquí. Sin quererlo, se ha instalado una especie de rutina silenciosa que me hace sentir… incluida, aunque no debería.A veces, mientras lo miro de reojo beber su café, me pregunto cosas que no me atrevo a decir en voz alta. Me pregunto quién es realmente, qué lo llevó a convertirse en este hombre impenetrable, tan frío y disci
BIANCADespués de salir de la oficina, respiro hondo varias veces en el pasillo. Siento el pecho apretado. Las reglas fueron estrictas, la mirada de Adrián, intimidante, y la presión… abrumadora. Pero cuando recuerdo el rostro de su hijo, ese pequeño que apenas conozco pero que ya necesita tanto, algo cálido se enciende dentro de mí.Tengo miedo, sí. Pero también tengo una decisión tomada: no voy a fallar.Roger me guía hasta la sala de juegos: una habitación amplia, llena de alfombras suaves, peluches ordenados, bloques de colores y muebles bajitos pensados para un niño pequeño. El ambiente es cálido, casi acogedor, muy distinto al tono frío de la oficina de Adrián.Paso la mano por encima de un peluche y luego por la superficie lisa de una mesa infantil. Todo está pulcro, ordenado, pensado para una vida tranquila… una vida que, claramente, no coincide con la forma en que él se comporta.¿Alguna vez habrá jugado aquí con su hijo?La pregunta se instala sin permiso.Minutos después, R
BiancaMe despiertan sonidos que no pertenecen a un sueño. Abro los ojos lentamente y parpadeo varias veces, confundida, hasta que noto movimiento a mi alrededor.Hay varias mujeres entrando y saliendo de mi habitación como si nada, sin tocar la puerta, sin pedir permiso. Traen percheros móviles, cajas y prendas que parecen recién salidas de una boutique de lujo. Se mueven con precisión, casi como si ensayaran una coreografía: van y vienen, cuelgan ropa en el armario enorme que anoche estaba vacío, abren cajones, los cierran, acomodan cosas que ni alcanzo a distinguir.Instintivamente me cubro con la sábana hasta los hombros, mirando todo como si estuviera metida en la escena de una película que no entiendo. Nadie habla. Solo se escucha el roce de las telas, el cierre de los cajones y los pasos suaves sobre la alfombra.Una a una, las mujeres van saliendo, hasta que la última cruza la puerta.Entonces lo veo a él.Roger se queda de pie en el marco, erguido, impecable, como si fuera pa
BiancaEl trayecto hasta la casa transcurre casi en silencio. Estoy demasiado nerviosa como para iniciar una conversación, y Adrián parece demasiado ocupado con sus propios pensamientos como para intentar romper la tensión. El niño duerme en su silla, con la carita apoyada en un cojín, ajeno por completo al torbellino que yo llevo por dentro.Al cabo de unos minutos, el automóvil se desvía hacia una zona más apartada de la ciudad. Las calles se vuelven más amplias, la vegetación más cuidada y las casas… dejo de llamarlas casas. Son propiedades enormes, de esas que solo había visto en revistas o películas. Miro por la ventana con los ojos cada vez más abiertos, sintiendo que estoy cruzando una línea invisible hacia un mundo que no es el mío.Pero nada me prepara para lo que veo cuando el auto se detiene.La palabra casa no le hace justicia.Frente a mí hay una mansión. Una mansión de verdad: inmensa, elegante, con un jardín perfectamente iluminado y lleno de flores. El portón de rejas
BIANCA Como cada bocado como si fuera el último. El plato es simple, pero me sabe mejor que cualquier cena que haya probado en mucho tiempo. Tal vez porque llevo el día completo sin comer, o porque por fin siento un poco de alivio después de horas de mala suerte. El refresco frío me cae como una bendición y me arranca una sonrisa que creí perdida.Termino el ultimo bocado y se me hace un nudo en la garganta, mi sonrisa se deshace. La realidad vuelve a caer sobre mí como un balde de agua helada: en cuanto salga de esta cafetería, no tengo idea de dónde voy a dormir. Intento prolongar mi estadía, descansando las manos sobre la mesa mientras observo las luces cálidas del lugar, aferrándome al único rincón seguro que he tenido hoy.La puerta se abre de golpe e ingresa un hombre alto, de presencia imponente, con un traje oscuro a medida. Su porte es perfecto, su espalda ancha, camina como si el mundo entero estuviera bajo sus pies. Lleva a un niño pequeño en brazos, que llora con un llant
Último capítulo