Mundo de ficçãoIniciar sessãoElla domina un imperio, pero nunca ha conocido el placer.Jimena Dávila, CEO de Grupo Dávila, vive para controlar… hasta que Thiago Ríos, un ingeniero indomable, irrumpe en su empresa y en su mundo. Él no obedece. Tampoco le teme. Y la desea como nadie.Lo que comienza como un juego de poder, pronto se convierte en una batalla de deseo y placer.¿Podrá resistirse o caerá en la única debilidad que juró evitar?
Ler maisLas paredes de cristal del último piso devolvían un reflejo limpio, perfecto, impoluto. Así como Jimena Dávila había aprendido a vivir: sin grietas, manchas y sin una arruga fuera de lugar.
Detrás del escritorio de roble que había pertenecido a su padre, la mujer que a los treinta y cinco años había heredado el imperio Dávila se mantenía erguida, con las piernas cruzadas, el mentón elevado y el rostro inescrutable. El traje azul petróleo abrazaba su figura esbelta con la precisión de una armadura; su cabello oscuro, cortado en ondas pulidas a la altura del cuello, enmarcaba un rostro hermoso, frío, definido como una estatua de mármol. La luz del atardecer teñía la oficina de tonos dorados. Más allá del vidrio, la ciudad bullía con su ritmo implacable, pero en ese santuario de vidrio y silencio, el tiempo parecía haberse detenido. —¿Tiene algo más que decir en su defensa? —preguntó sin levantar la voz, sin alterar ni un músculo de su rostro. Frente a ella, el ingeniero de sistemas sudaba en silencio. Su camisa blanca estaba empapada en la espalda. La boca se le abría y cerraba como si las palabras se le hubieran secado en la garganta. Jimena sostenía un expediente abierto con varias pruebas: desvíos, transferencias encubiertas, accesos a servidores que no le correspondían, correos escondidos en carpetas ocultas. Su dedo índice pasó una vez más sobre la firma electrónica del hombre. —Cinco años trabajando aquí —añadió ella, con una calma que dolía más que un grito—. Cinco años fingiendo lealtad. Robando como una rata. Y encima creyendo que yo no lo descubriría. El ingeniero intentó hablar, pero Jimena alzó una mano. La interrumpió sin necesidad de levantar la voz. Su autoridad era como una niebla fría que llenaba cada rincón de esa oficina panorámica. —Mi padre me enseñó a no confiar en nadie. Y tenía razón —musitó, con un destello en la mirada verde que no era ira… era algo más profundo. Frustración y amargura. Recordar a su padre era como tocar una piedra helada. Había fallecido hacía tres meses, dejando a su única hija no solo con millones y empresas, sino con un legado de control, reglas y una vida sin margen para el error. Ni para el placer. Mucho menos para el amor. —Está despedido. La auditoría continuará. Y espero que tenga un buen abogado —dictó la sentencia con una frialdad impecable, presionando un botón en su intercomunicador—. Seguridad, acompáñenlo. Dos hombres de traje negro, robustos y silenciosos, entraron sin pronunciar palabra. El ingeniero bajó la cabeza, derrotado. Jimena lo observó salir sin pestañear, como si expulsara una sombra más de su imperio. Como si la limpieza fuera constante… necesaria. Cuando la puerta se cerró, exhaló. Lentamente. El silencio se apoderó de la oficina. Solo el leve zumbido del aire acondicionado se oía entre el cristal y el roble. Se quitó los tacones con precisión, uno a uno, y caminó hacia el ventanal. La alfombra gruesa era suave bajo sus pies desnudos. Desde allí, la ciudad se extendía bajo sus pies como un tablero de ajedrez. Luces, movimiento, ruido… pero dentro de ella, todo era estático. Ordenado y solitario. Sus dedos jugaron con el broche plateado que llevaba en la muñeca. Era una costumbre nerviosa que solo salía cuando estaba sola. El broche era antiguo, sencillo, de su madre. La única pieza que no combinaba con su imagen ejecutiva, pero que llevaba siempre. —Esto es tuyo, papá —murmuró—. Y ahora, también es mío. Su voz tembló apenas. Pero no se permitió más. De regreso a su escritorio, presionó otro botón. —Diana, haz que Recursos Humanos se comunique conmigo. Necesitamos un nuevo jefe de sistemas. Pero no uno cualquiera. Uno que no se deje tentar fácilmente… quiero alguien competente, moderno. Y que no le tema a una mujer con poder. —Sí, señorita Dávila —respondió la asistente con prontitud. Colgó. Volvió a mirar la ciudad, mientras los últimos rayos de sol se apagaban entre los rascacielos. La noche descendía, elegante y sigilosa, igual que ella. Horas más tarde, su chofer la dejó frente al portón de hierro forjado de su casa en la zona alta de la ciudad. La fachada de piedra clara se mantenía impecable, flanqueada por hileras de cipreses que susurraban bajo la brisa nocturna. Una casa grande, moderna, perfectamente diseñada. Pero no había nadie esperándola. El sonido de sus tacones resonó en el mármol del vestíbulo hasta que se los quitó de nuevo, como si en casa no pudiera sostener más esa imagen de mujer invulnerable. Caminó descalza hasta el salón, dejando atrás el eco de sus propios pasos. Encendió una lámpara de pie junto al sillón de cuero, y la habitación se iluminó con una luz cálida y dorada. Sobre la mesa de centro descansaba una fotografía: ella y su padre, en una entrega de premios. Él con su clásico traje gris y una sonrisa de medio lado, ella en un vestido negro de escote discreto, rígida incluso en la celebración. Se dejó caer en el sofá con un suspiro contenido. —¿Para qué me enseñaste tanto, papá? —preguntó al aire, con los ojos clavados en la foto—. Si al final, me dejaste sola. El silencio fue la única respuesta. Ni una voz, ni un crujido. Dejó caer la cabeza hacia atrás. El techo abovedado parecía mirarla con indiferencia. En la cocina, el refrigerador parpadeaba con su motor sordo. El aroma de jazmines del jardín entraba por una ventana abierta. Era un aroma que su madre amaba. Pero su madre ya no estaba. Y su padre… su padre se había ido con todo el peso del apellido y la herencia sobre sus hombros. Fue a la cocina. Sirvió una copa de vino tinto sin ceremonia, con movimientos automáticos. Volvió al salón, se envolvió en una manta ligera y encendió el reproductor de música. Un cello suave llenó la casa con una melodía triste, desgarradora, como un lamento contenido. Apoyó la cabeza en el respaldo. Las lágrimas no salían. No sabían cómo, porque ni eso le permitía su padre. Pero dentro de su pecho, algo se rompía en silencio. Una parte que no podía permitirse mostrarle a nadie. Porque todos la veían como una figura imponente, una mujer de acero, implacable, inquebrantable. Nadie se detenía a pensar que, cada noche, esa armadura pesaba más. La copa tembló en su mano. —No sé si puedo hacer esto sola —susurró, pero su voz se ahogó entre las notas del cello. Y como cada noche desde que él murió, se quedó allí, envuelta en el silencio de su casa, bebiendo un vino que no sabía, viendo una ciudad que no sentía, deseando que alguien —alguien de verdad— se atreviera a ver más allá de sus muros de cristal.Un año después.El sol bañaba el jardín con una luz dorada y suave, como si quisiera bendecir cada rincón de aquella mañana de primavera. El aire olía a flores frescas, a césped recién cortado y a la fragancia ligera que desprendían las macetas de lavanda alineadas a lo largo del sendero de piedra. La brisa era cálida, pero juguetona, movía las hojas de los naranjos y hacía que los pétalos blancos que caían de los rosales se mecieran en el aire como copos de nieve de verano.Jimena, vestida con un vestido largo de algodón color crema, caminaba lentamente por el jardín. Su cabello, más largo y con algunas ondas naturales, caía sobre sus hombros, y el brillo en sus ojos delataba que la felicidad se había vuelto costumbre en su vida. Sobre su vientre, redondeado y tierno, descansaban sus manos con un cuidado instintivo, como si con ese simple gesto pudiera proteger el tesoro que crecía dentro de ella.Tiago la acompañaba, su mano derecha entrelazada con la de ella, y en la izquierda llev
El salón de eventos estaba vestido de gala. Un aroma sutil a rosas blancas flotaba en el aire, mezclándose con el perfume cálido de las velas que iluminaban cada rincón con una luz dorada y suave. Las paredes, cubiertas por cortinas de seda marfil, reflejaban un brillo tenue, como si todo el lugar estuviera suspendido en un instante de ensueño. Sobre las mesas redondas, los centros de flores blancas se elevaban elegantes, acompañados de pequeñas velas flotantes que parecían respirar al ritmo de la música en vivo.El cuarteto de cuerdas afinaba sus instrumentos, dejando escapar notas suaves que acariciaban el corazón. El murmullo de los invitados llenaba el aire, mezclando risas discretas, saludos y el crujir de las copas al brindar. Entre la multitud, se podía percibir la expectación, ese cosquilleo colectivo que sucede cuando todos saben que están a punto de presenciar un momento irrepetible.En la entrada, Juan ajustaba su corbata con una ligera sonrisa. Él sería quien caminaría jun
El sol se ocultaba lentamente, tiñendo el cielo de tonos ámbar y carmesí.Tiago bajó del coche con una ligera sonrisa en los labios y el cuerpo aún vibrando por la jornada que había tenido junto a Gabriel. El día había estado cargado de pruebas, conversaciones con sastres y largas comparaciones de telas, cortes y detalles que parecían insignificantes, pero que, para él, formaban parte de algo mucho más grande: su promesa de estar impecable para el día en que uniría su vida a la de Jimena.No había sido fácil elegir. Gabriel, con su ojo crítico y su humor sarcástico, había opinado sobre cada corbata y cada hilo de la costura, y al final habían encontrado el traje perfecto: un conjunto de corte clásico en azul noche, con una caída impecable y un chaleco gris perla que resaltaba la amplitud de sus hombros. Cuando el sastre hizo el último ajuste, Gabriel había asentido con aprobación, y Tiago había imaginado el instante en que Jimena lo vería con él.Ahora, al atravesar el camino que cond
La mañana se filtraba por los ventanales de la mansión como una caricia dorada.El aroma del café recién hecho y de panecillos tibios llenaba el comedor, mezclándose con el perfume tenue de las flores que Tiago había mandado traer la noche anterior y que ahora adornaban la mesa.Jimena estaba sentada junto a la ventana, con el cabello recogido en una coleta alta y un vestido ligero color crema. Tenía en la mano una taza de porcelana, y sus ojos, todavía brillantes por lo vivido la noche anterior, se posaban una y otra vez en el anillo que captaba los rayos del sol.Tiago, de camisa blanca arremangada y un aire relajado, le servía jugo de naranja. Cada gesto suyo era pausado, como si quisiera que esa mañana se estirara eternamente.—No me acostumbro a verte así —dijo él, apoyando los codos en la mesa y sonriendo—. Tan… mía.Jimena le devolvió la sonrisa, con ese rubor que él siempre lograba provocarle.—Y yo no me acostumbro a que ahora todos sepan lo nuestro.Él se inclinó para robarl
La mansión de Jimena estaba envuelta en un silencio sereno cuando llegaron.El eco suave de sus pasos sobre el mármol de la entrada se mezclaba con el murmullo distante del viento, que agitaba las copas de los árboles del jardín. El evento había quedado atrás, pero la energía y el vértigo de lo vivido seguían vibrando en sus cuerpos.Tiago cerró la puerta con cuidado, como si temiera romper ese delicado hechizo que aún los envolvía. Se quitó el saco y lo dejó sobre el respaldo de una silla cercana, mientras sus ojos no dejaban de seguirla. Jimena, todavía con su vestido de gala, se soltó lentamente los pendientes, dejando que la luz tenue de la lámpara del vestíbulo acariciara su piel.—¿Estás cansada? —preguntó Tiago, acercándose.Ella sonrió, con esa mezcla de cansancio físico y plenitud emocional que solo se siente después de un día extraordinario.—Cansada… sí. Pero feliz. Muy feliz. —Su voz era baja, como si pronunciara un secreto.Tiago deslizó una mano por su cintura y la atraj
El salón de eventos seguía envuelto en un halo de emoción y asombro. Las luces cálidas acariciaban cada rincón, mientras las flores frescas desprendían ese aroma sutil que parecía envolver a todos en una burbuja de intimidad colectiva.Ella dejó escapar una risa nerviosa, ahogada por las lágrimas. Bajó la vista otra vez al anillo, y, con un suspiro, dejó que sus hombros se relajaran.—Sí —dijo, apenas audible, pero suficiente para que Tiago la escuchara.La sala estalló en aplausos. Las luces volvieron a subir lentamente, y la música se elevó, ahora con un tono más brillante. Tiago, aún arrodillado, tomó su mano y deslizó el anillo en su dedo. Le quedaba perfecto.Se puso de pie, la abrazó, y el público se levantó, algunos grabando con sus teléfonos, otros sonriendo con ternura.Jimena cerró los ojos un instante, apoyando la frente en el hombro de Tiago. Sentía su perfume, esa mezcla de madera y notas cítricas que siempre lo acompañaba, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que es
Último capítulo