5

Gabriel cerró la puerta del estudio con pestillo, y el sonido del metal deslizándose fue como una sentencia de muerte.

El clic resonó en el silencio de la habitación con una finalidad que hizo que los músculos de Valeria se tensaran instintivamente. Las paredes seguían cubiertas de fotografías de Victoria, cientos de ojos color miel que la miraban desde diferentes ángulos y momentos de una vida que creía privada. El aire olía a madera de cedro y obsesión, una combinación que provocaba náuseas.

Gabriel caminó lentamente hacia la pared principal, como un curador orgulloso de su colección más preciada. Sus dedos rozaron una fotografía de Victoria entrando a la biblioteca de la universidad, su cabello rubio brillando bajo el sol de octubre, libros apretados contra el pecho, completamente ajena a la cámara que la capturaba.

—Esta fue el día que decidí que serías mía —dijo Gabriel con voz casi reverente, como si estuviera compartiendo el secreto del universo—. Tenías veinte años. Usabas ese suéter azul que hacía que tus ojos brillaran. Acabas de salir de tu clase de Historia del Arte.

Valeria sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Esa memoria existía en su mente, pero nunca supo que también existía en la de él, documentada, archivada como evidencia de una cacería que había comenzado mucho antes de su primer "encuentro casual" en la cafetería del campus.

—Es... impresionante —logró decir Valeria, forzando su voz a sonar profesional, distante, como si estuviera evaluando un proyecto arquitectónico y no la evidencia de su propio acoso—. Es como estudiar arquitectura del comportamiento humano. La forma en que planeaste cada encuentro, cada punto de contacto.

Gabriel se giró hacia ella, y en sus ojos grises había un brillo de satisfacción enfermiza. Se acercó con pasos medidos, calculados, hasta quedar frente a ella. Levantó una mano y tocó su cabello negro, deslizando un mechón entre sus dedos como si fuera seda que evaluaba comprar.

—Hueles diferente a como recordaba —murmuró, inhalando profundamente cerca de su cuello—. Victoria siempre olía a lavanda y vainilla. Dulce. Inocente. Tú hueles a... bergamota y cuero. Más oscuro. Más interesante.

Valeria se obligó a no retroceder, a no mostrar el terror que reptaba por su columna vertebral como insectos venenosos. Mantuvo su respiración constante, su rostro sereno, aunque cada célula de su cuerpo gritaba que corriera.

Gabriel se apartó, caminando hacia un archivero de madera oscura que descansaba contra la pared opuesta. Sacó una carpeta manila gruesa, la abrió sobre el escritorio con movimientos deliberados. Documentos se esparcieron bajo la luz de la lámpara: estados de cuenta bancarios, historiales médicos, reportes de investigadores privados.

—Victoria era el prototipo perfecto —explicó Gabriel, señalando los papeles como si fuera una presentación de negocios—. Educada, con suficiente inteligencia para ser interesante pero no tanto como para ser problemática. De familia decente pero económicamente necesitada. Su padre enfermo, su madre muerta. Sin recursos reales para escapar si decidía que ya no la necesitaba.

Valeria se acercó al escritorio, forzando sus piernas a moverse cuando lo que deseaban era colapsar. Miró los documentos con ojos que fingían curiosidad académica mientras su mente procesaba la magnitud de la violación. Había reportes médicos que solo su doctora debería tener. Estados bancarios de cuentas que había cerrado hacía años. Fotografías de su padre entrando al hospital oncológico.

—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó, su voz apenas un susurro.

—Dinero compra acceso —respondió Gabriel con simplicidad escalofriante—. Médicos sin ética. Secretarias que necesitan pagar colegiaturas. Investigadores privados que no hacen preguntas.

Señaló una página específica del historial médico, su dedo golpeando el papel con énfasis.

—Aquí está lo interesante. Los resultados de fertilidad de Victoria. Completamente normal. Óvulos sanos. Útero sin anomalías. Cero razón médica para no concebir.

La habitación se inclinó ligeramente. Valeria se agarró del borde del escritorio, sus nudillos blanqueándose con la presión.

—Pero los tratamientos... —comenzó, su máscara de Valeria deslizándose por un segundo.

—Fallaban porque yo me aseguraba de que fallaran —interrumpió Gabriel, y había orgullo en su voz, genuino placer por su propia astucia—. Anticonceptivos hormonales mezclados en sus vitaminas prenatales. Cada mañana durante cinco años. Victoria tomaba religiosamente sus "suplementos de fertilidad" que yo le daba, sin saber que estaba ingiriendo exactamente lo opuesto.

La revelación golpeó a Valeria como puño en el estómago. Cinco años. Cinco años de esperanza destruida cada mes cuando llegaba su período. Cinco años de humillaciones en reuniones familiares donde Evangelina la miraba con desprecio y le preguntaba cuándo cumpliría con su deber. Cinco años de sentirse defectuosa, rota, inadecuada.

Y todo había sido mentira. Una manipulación calculada.

—¿Por qué? —La pregunta salió áspera, cargada de emoción que no pudo contener.

Gabriel se encogió de hombros, como si la respuesta fuera obvia.

—Porque no estaba listo para un heredero. Necesitaba consolidar ciertos negocios primero. Y Victoria era útil como esposa, para las apariencias, pero no quería el compromiso de un hijo. No hasta que encontrara a alguien más... adecuado.

Se acercó nuevamente, su cuerpo bloqueando la salida aunque la puerta estaba a metros de distancia. La presencia de Gabriel llenaba el espacio, opresiva como humo tóxico.

—Isabela fue más cooperativa —continuó, su voz bajando a un tono más íntimo, más peligroso—. Se embarazó exactamente cuando yo lo decidí. Cuatro meses después de que Victoria desapareciera. Timing perfecto.

Valeria sintió lágrimas quemando detrás de sus ojos, pero las reprimió con fuerza de voluntad férrea. No lloraría. No frente a él. No le daría esa satisfacción.

Gabriel la estudió con intensidad que era casi táctil, sus ojos recorriendo su rostro como si buscara grietas en una fachada.

—Hay algo en ti que me recuerda a ella —murmuró, levantando una mano para trazar la línea de su mandíbula con un dedo—. Pero mejor. Más fuerte. Victoria era un cordero esperando ser sacrificado. Tú eres... diferente. Hay acero bajo esa piel suave.

Se movió más cerca, acorralándola contra el escritorio. Valeria sintió el borde de madera presionando contra la parte baja de su espalda, sin espacio para retroceder. El corazón le martillaba en el pecho con tal fuerza que estaba segura de que Gabriel podía escucharlo.

—Me pregunté —continuó Gabriel, su aliento cálido contra su mejilla— qué sabor tendrías.

Bajó la cabeza hacia su cuello, sus labios rozando la piel justo debajo de su oreja. Valeria se congeló, cada músculo de su cuerpo tensándose en rechazo visceral. Esto no era seducción. Era posesión. Era poder.

Era Gabriel marcando territorio sobre lo que consideraba suyo.

El teléfono de Gabriel vibró violentamente en su bolsillo, el sonido estridente rompiendo el momento como cristal estrellándose. Gabriel maldijo en voz baja, sacando el aparato con irritación palpable.

—¿Qué? —ladró al contestar.

Valeria no podía escuchar la voz del otro lado, pero vio cómo la expresión de Gabriel se endurecía, sus ojos entrecerándose.

—Estoy ocupado. Que lo maneje Rodrigo —dijo, pero la persona del otro lado claramente insistió—. M****a. Está bien. Voy para allá.

Colgó con violencia que amenazaba con romper la pantalla. Miró a Valeria con frustración sexual y rabia mezcladas.

—Continuaremos esto después —dijo, ajustándose el nudo de la corbata—. No te muevas de aquí.

Salió del estudio, cerrando la puerta pero sin colocar el pestillo. Valeria escuchó sus pasos alejándose por el pasillo, luego el sonido de la puerta principal abriéndose y cerrándose.

No esperó un segundo más.

Salió del estudio como si la casa estuviera en llamas, sus tacones haciendo eco en el mármol mientras corría hacia la salida. El aire nocturno de Monterrey la golpeó con alivio tan intenso que casi sollozó. Marcó un Uber con manos temblorosas, esperando en la acera, mirando constantemente hacia la mansión como si Gabriel fuera a emerger en cualquier momento.

El auto llegó en cinco minutos que se sintieron como horas. Valeria se dejó caer en el asiento trasero, dando la dirección del departamento de Marcus en el Barrio Antiguo.

Necesitaba a Marcus. Necesitaba contarle lo que había descubierto. Necesitaba que alguien le confirmara que no estaba volviéndose loca.

Sacó su teléfono con manos que todavía temblaban y marcó el número de Marcus. Sonó una vez. Dos veces. Tres.

—¿Marcus? —dijo cuando finalmente contestó—. Necesito verte. Ahora. Gabriel es peor de lo que pensábamos. Mucho peor.

—Victoria —la voz de Marcus sonaba tensa, urgente—. Escucha. Tengo información. Gabriel no es quien dice ser. Su nombre real es...

La línea se cortó.

Valeria miró la pantalla con horror. Llamada terminada. Marcó de nuevo. Fue directo a buzón.

—Mierda —susurró, marcando otra vez. Otra vez. Diez veces.

Nada.

Miró por la ventana trasera del Uber, verificando que nadie los siguiera. La avenida Constitución estaba sorprendentemente vacía para ser apenas las nueve de la noche. Luces de neón parpadeaban desde bares y restaurantes, el Cerro de la Silla se recortaba negro contra el cielo nocturno estrellado.

Entonces lo vio.

Una motocicleta negra, dos carriles atrás, manteniéndose a velocidad constante con el Uber. El conductor vestía completamente de negro, casco con visor oscuro que ocultaba su rostro por completo.

—Señor —dijo Valeria al conductor, su voz subiendo una octava—, creo que nos están siguiendo.

El conductor, un hombre mayor con cabello gris, miró por el espejo retrovisor y frunció el ceño.

—¿La moto?

—Sí. ¿Puede... puede acelerar?

El conductor obedeció, presionando el acelerador. El Uber ganó velocidad. La motocicleta aceleró también, manteniéndose exactamente a la misma distancia.

Valeria sintió que el pánico subía por su garganta como bilis. Esto no era paranoia. Esto era real.

El motociclista se acercó más, cambiando de carril. Ahora estaba justo detrás de ellos.

Valeria vio cómo metía la mano en su chamarra de cuero, sacando algo que brilló bajo las luces de la calle.

No era un teléfono.

Era una pistola.

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