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Raquel
—¿Alejandra…? ¿Eres tú?
Las palabras cortaron el aire como un cuchillo de hielo y la copa de champán helado tembló en mi mano. Se la había aceptado al camarero con una sonrisa educada, intentando parecer tranquila, pero al oír aquel nombre todo dentro de mí se quedó rígido.
Alejandra.
Un nombre que había enterrado.
Los dedos se me aferraron al cristal mientras me giraba despacio, hasta que mi mirada chocó con la de un hombre al otro lado del salón. Debía de ser uno de los invitados; al principio alzó las cejas, y luego se le fruncieron, como si por fin encajara las piezas.
—¿Alejandra?
El estómago se me dio la vuelta. Una sola idea empezó a martillearme en la cabeza: corre.
Di un paso atrás… y luego otro. El estola de pelo se me deslizó del hombro, fría y ajena, hasta quedar hecha un montón a mis pies. Ni siquiera intenté recogerla. Los tacones repiquetearon contra el mármol cuando me giré, y la copa se me resbaló de los dedos y se hizo añicos en el suelo. No miré atrás.
Sus pasos empezaron lentos detrás de mí… y luego se aceleraron. El pánico me estalló en el pecho.
A la m****a la dignidad.
Me recogí la falda del vestido con las dos manos y eché a correr por aquellos pasillos llenos de brillo, girando una y otra vez, con los pulmones ardiendo, hasta que por fin empujé una puerta, me colé dentro y la cerré de un portazo.
La oscuridad me tragó. Me dejé caer detrás de una mesa, con los codos apoyados en las rodillas, jadeando, escondiéndome como si eso pudiera salvarme.
Me había reconocido.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Alejandra. Dios, cuánto odiaba ese nombre. Ahora yo era Raquel.
El pánico fue cediendo, pero el miedo no. Miré alrededor: parecía un despacho, cargado de sombras, salvo por la luz que entraba por unas puertas francesas. Me acerqué al balcón y miré hacia el jardín trasero. La mayoría de la gente se había ido fuera; desde arriba parecían un laberinto de cuerpos. Subían risas y el tintinear de las copas. Ninguna señal de él.
Busqué el móvil en el bolso, decidida a llamar a Andrea, cuando la puerta se abrió.
Me quedé helada.
Un hombre alto, de hombros anchos, se recortó en el marco, exasperantemente sereno.
—Aquí no debería haber nadie.
—Yo… estoy esperando a una amiga —solté, a la primera, deseando sonar más valiente de lo que soné.
Él alzó una ceja. Sentí cómo se me encendía la cara. Maldito. Encima tenía que ser guapísimo.
—Me da igual a qué hayas venido. No tendrías que estar aquí.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Y tú quién diablos eres? ¿El de seguridad?
Soltó una risa breve, incrédula.
—Debes de estar bromeando.
Claro que no sabía quién era.
—Entonces no eres seguridad. Solo otro tío más que se cree dueño de la habitación.
Se le dibujó una sonrisa ladeada.
—Hablas mucho para ser alguien que se ha colado donde no debe.
Me habría marchado si no fuera porque el que me buscaba seguía ahí fuera.
—¿Que me he colado? —repetí—. A mí me han invitado.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo te llamas?
—¿O qué? —le devolví el desafío, aunque la voz me tembló.
—O te echo.
Vacilé un segundo y al final cedí.
—Raquel Delgado.
Frunció el ceño, como si el nombre no le dijera nada, mientras yo me cruzaba de brazos. Se acercó con calma a la barra del despacho y cogió dos copas.
—¿Te apetece un trago, señorita Delgado?
—Dios… sí. Pero no te creas que te vas a librar tan fácil. ¿Eres el jefe de seguridad o no?
—Si lo fuera, ¿crees que estaría bebiendo mientras trabajo?
—Si fueras malo en tu trabajo, puede que sí.
Me tendió la segunda copa. La tomé con cuidado y la llevé a los labios. El sabor era suave, casi dulce.
—No soy malo en nada —dijo, con esa media sonrisa.
Alcé una ceja.
—Está… rico. ¿Qué es?
—Una botella de Château Margaux.
—Suena caro —comenté, inclinando la copa hacia él—. Salud.
Chocó la suya contra la mía.
—Salud.
El vino entraba sedoso, completamente opuesto al zumbido de nervios que aún tenía bajo la piel. En algún lugar de ahí afuera, el hombre que conocía mi antiguo nombre seguía buscándome, y yo no estaba a salvo. Debería estar concentrada en eso.
Pero mi cuerpo se enganchó al peligro equivocado.
Cada vez que la mirada de aquel hombre se posaba en mí, el calor se me arremolinaba bajo el vientre, distractor, insistente. Cambié el peso de un pie al otro, de pronto demasiado consciente de cada centímetro de piel desnuda bajo el vestido. La culpa era de mis amigas; insistieron en que no me pusiera nada debajo, que las marcas de la ropa interior arruinarían el efecto.
Y aun así, mi cuerpo me traicionaba igual.
—¿Más?
Su mano ya rodeaba casi mi copa, los dedos enormes rozando los míos. El contacto me recorrió como una descarga y retiré el brazo de golpe.
—No, no… así está bien —negué, sintiendo cómo se me encendían de nuevo las mejillas—. Pero… gracias. Por el vino.
Me observó como si supiera perfectamente que me había descolocado, y odié ser tan consciente de lo cerca que estaba.
—Será mejor que me vaya —dije, alzándome demasiado deprisa—. Ya me reuniré con mi amiga luego.
Estaba a medio paso de cruzar la puerta cuando algo dentro de mí se quedó completamente quieto.
Abajo, la gente se abrió, dejando un hueco. Un rostro familiar emergió en medio de la multitud, se detuvo bajo las luces colgantes del jardín y alzó la cabeza para admirarlas.
El pecho se me encogió.
Me aparté de golpe de la barandilla, fuera de su campo de visión, con el aire atascado en los pulmones. Por favor, Dios, que me haya escondido a tiempo. Si mi madre estaba aquí, mi padrastro no podía andar lejos.
—Pensándolo mejor… —balbuceé, abriendo de nuevo la puerta del despacho y deslizándome al interior—. Creo que voy a esperar.
—Tenías cara de haber visto un muerto.
Él vació su copa mientras se acercaba, con la mirada aguda, examinándome.
—¿Eh?
—Esa cara —añadió—. Como si acabaras de ver un fantasma.
—Estoy bien —me encogí de hombros, fingiendo ligereza—. Solo me lo he pensado mejor con lo de la copa.
Cualquier excusa me valía para ganar unos minutos más en ese cuarto, a salvo del monstruo de mi pasado.
—El vino no va a mejorar tu situación —murmuró, dándome la espalda. Aun así, me sirvió otra copa.
—¿Y qué situación es esa?
Regresó con una sonrisa y la copa recién llena, deteniéndose demasiado cerca.
—Has visto algo. O a alguien. Y quiero saber quién.
Hice una mueca, pero agarré la copa y bebí de un trago la mitad.
—A nadie —me apresuré a decir—. No ha sido nada. Solo que… ejem, casi me mato —levanté un pie, señalando los tacones—. Riesgos laborales de llevar zapatos con los que no puedes correr.
Se acercó un paso más.
—No te creo.
Le clavé la mirada.
—¿Perdona?
—Que no te creo —repitió, tranquilo—. Has visto a alguien entre la gente. Pero si no quieres decírmelo, allá tú. Me da igual quién sea.
Debería haberlo negado otra vez. Haber mentido mejor. Pero él ya había visto demasiado.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque no hay una sola persona en esta fiesta capaz de impedir que yo haga lo que quiero.
Un escalofrío me recorrió la espalda, agudo, peligroso. Suficiente, por sí solo, para hacerme salir corriendo. Había venido a divertirme, no a caer en un deseo devastador por un desconocido guapo con pinta de problema envuelto en confianza.
Y, sin embargo… no quería irme.
Porque por primera vez me sentía a salvo. Sabía —sin tener pruebas— que no dejaría que nadie me tocara.
Y solo ese pensamiento ya debería haberme dado miedo.
Tenía que largarme de ahí antes de hacer algo de lo que me arrepintiera. Y seguía sin ver a Andrea. A esas alturas llevaría varias copas más de champán encima y necesitaría que alguien la arrastrara a casa.
—Para ser jefe de seguridad —ronqué, con la garganta seca—, eres bastante prepotente.
Él arqueó una ceja y luego soltó una carcajada baja.
—Y para ser una intrusa en mi despacho, eres bastante respondona.
—Yo no… espera —las palabras se me atascaron—. ¿Acabas de decir tu despacho?
—Eso he dicho —extendió la mano hacia mí—. Javier De León. Un placer conocerte.







