Javier
Cuando entré al camino de grava ya había tomado dos decisiones: Raquel iba a vivir conmigo, y yo no tenía la menor idea de cómo se suponía que se estaba casado.
El trayecto de vuelta se hizo eterno. La radio quedó apagada. No dije nada; ya había dicho todo lo que hacía falta en el restaurante. A los diez minutos se quedó dormida en el asiento del copiloto, las manos curvadas como si sostuviera algo invisible. La luz de las farolas le barnizaba el pelo de un caoba tibio y, por un segundo, parecía más suave, como alguien a quien todavía se podía salvar.
El alivio que debería haber sentido no llegó. En su lugar, la mentira se me acomodó en el pecho, pesada.
—Sea falso o no —murmuré, sin esperar respuesta—, debo de haber perdido la puta cabeza.
No sabía cómo ser marido. No quería serlo. Y aun así… estar con ella se sentía mal y bien en el mismo latido.
No sabía por qué había estado en mi fiesta ni en mi oficina. No tenía claro quién había puesto precio a su cabeza. Solo sabía una c