4

Javier

El ventanal del diner estalló en mil pedazos que parecían gritar.

Lluvia de cristal. Trozos afilados me azotaron la nuca y los hombros mientras la gente chillaba y se agachaba donde podía.

Los grandes escaparates frontales —los mismos donde anunciaban crêpes de dulce de leche y revuelto de huevos estilo suroeste — reventaron hacia adentro, y una oleada de esquirlas barrió el suelo como una ola violenta.

Raquel estaba atrapada bajo mi cuerpo; tenía la mano en la parte de atrás de su cabeza, sosteniéndola contra mi pecho para que no se abriera la crisma contra las baldosas. Tenía los ojos cerrados con fuerza, el pecho subiendo y bajando, pegado al mío.

—Víctor —ladré.

—En ello —respondió al instante desde algún punto del exterior.

Durante un latido, todo fue caos puro.

Luego se acabó.

El mundo se quedó en un silencio raro, espeso.

Debajo de mí, Raquel seguía encajada contra mi pecho. Un segundo antes yo era lo que la asustaba; ahora se agarraba a mí como si fuera lo único sólido en mitad del desastre.

—Creo que ya pasó.

Asomó la cara por debajo de mi brazo, con los ojos muy abiertos, mirando el suelo cubierto de cristal.

—¿Eso ha sido una bomba?

—Francotirador.

—Un francotirador iba a… —las palabras se le atragantaron, soltó todo el aire de golpe—. Joder. Me acabas de salvar la vida.

—No te emociones todavía con el discurso de agradecimiento —dije—. El que disparó sigue respirando.

Me incorporé apoyando el peso en la rodilla dolorida y le tendí la mano. La suya se deslizó dentro de la mía y, juntos, fuimos arrastrándonos detrás de la hilera de bancos del centro del local, poniendo más distancia entre nosotros y los cristales rotos.

Cuando estuvimos a cubierto, la miré.

—¿En qué m****a estás metida?

Se volvió hacia mí, la sorpresa cruzándole la cara.

—¿Tú crees que esto ha sido por mi culpa?

Yo tenía enemigos. Pero ninguno tan desesperado como para disparar a través de la cristalera de un diner lleno de gente.

—¿Estás bien?

Frunció el ceño.

—¿Qué?

—Que si estás bien.

—Sí —se frotó la parte de atrás de la cabeza, como comprobando si sangraba—. Creo que sí. ¿Y tú?

—Estoy bien.

Se dejó caer contra el lateral del banco, con las rodillas recogidas contra el pecho y los brazos rodeándoselas.

—El único al que creo que venían a buscar aquí es a ti. No a mí.

Víctor irrumpió por la puerta trasera menos de diez minutos después, cargando a un hombre a rastras entre los brazos.

—Ya está bien de resistirse —espetó, y estampó al desgraciado contra las baldosas grasientas.

El tipo resbaló, se arrastró a cuatro patas y levantó la cabeza. Los ojos oscuros le iban saltando de cara en cara, llenos de una esperanza desesperada.

—No tienes adónde ir —le dije, tranquilo.

Víctor cerró de un portazo la salida al callejón mientras yo cruzaba la cocina a paso lento y hacía un gesto con la mano.

—Incorpórate.

Y lo hizo.

Lo recompensé estampándole el puño en la cara.

Se dobló hacia adelante con un gemido ahogado y, a mis espaldas, Raquel soltó un grito contenido.

—¿Por qué nos disparaste? —me agaché frente a él, el rostro helado.

—No te estaba disparando a ti —gruñó, escupiendo sangre antes de alzar la cabeza—. Apuntaba a ella.

—Ah. —Miré por encima del hombro hacia Raquel. Un te lo dije silencioso.

—Fue una advertencia —continuó, estirando el cuello para mirar más allá de mí—. Quería sacarte afuera. Tener un tiro limpio contra ella.

Mi puño volvió a salir disparado antes de que pudiera detenerme.

—¡Joder! —Escupió un fragmento ensangrentado de diente contra el suelo—. Si vas a matarme, hazlo de una vez.

Sonreí apenas.

—Suena como si tuvieras prisa por morir.

—Estoy muerto de cualquier forma. —Escupió sangre y se encogió de hombros—. Fallé en matarla.

—¿Quién te envió? —mascullé, apretando los dientes.

Negó con la cabeza.

—Eso no puedo decirlo.

—Estás muerto igual —le recordé—. No tiene sentido ser leal hasta la tumba.

—Sí, muerto igual. Pero mi familia es otra cosa. Si te digo quién me mandó, ellos también mueren. A menos que…

Por el rabillo del ojo vi cómo las cejas de Raquel se fruncían. Tenía un pequeño rasguño en la mandíbula, producto del vidrio. Apenas logré contener el impulso de estirar la mano para limpiarle la sangre.

Antes de que pudiera decir nada más, el hombre se lanzó hacia ella.

Raquel no tuvo tiempo ni de reaccionar cuando lo estampé contra la encimera con todo mi peso, dejándolo inmovilizado. Sus ojos se abrieron de par en par al comprender que no había escapatoria.

—De verdad tienes ganas de que maten a la señorita. —Le apreté la garganta.

Él se aferró a mi muñeca, pero habría hecho falta que fueran tres como él y un puto milagro para que aflojara el agarre.

—Pues mira: eso solo me da más motivos para saber quién es tu jefe.

Abrió la boca; de su tráquea aplastada escapó un silbido roto. La lengua se le hinchó, los ojos se le salieron mientras boqueaba por aire.

—Javier —susurró Raquel, en advertencia.

Ella tuvo compasión del hombre que se había abalanzado sobre ella, del que le había disparado. Yo no.

Si no hacía lo que le pedía, moriría ahí mismo. En ese instante.

Nadie iba a tocar a Raquel antes de que yo descubriera qué secretos se escondían detrás de esos ojos.

Lo solté.

Aspiró aire en bocanadas ásperas, ruidosas.

—Ahora dime por qué le disparaste.

Soltó una tos cargada de flema. Si llegaba vivo a mañana, iba a dolerle todo.

—Me enviaron para asegurarme de que muriera —confesó—. Para que ustedes dos no pudieran casarse.

M****a.

Raquel estaba involucrada, después de todo… pero solo por mi culpa.

—¿Casarnos? —espetó ella—. No estamos… ¿por qué alguien pensaría eso? ¿Quién te envió?

Me incliné hacia delante, clavando la mirada en sus ojos enrojecidos.

—Respóndele.

Apretó la mandíbula.

—No puedo. Mi familia… los matarán a todos. A todos. No puedo…

Levanté la mano, haciéndolo callar.

—Entiendo la lealtad familiar. Los estás protegiendo. Hay honor en eso.

Víctor apareció en mi campo de visión, una ceja arqueada.

¿Debería sacar primero a Raquel de aquí?

Negué con un gesto rápido y volví a centrarme en el sicario frente a mí.

—Todo lo que he hecho ha sido por mi familia —dijo—. Necesitaba el dinero. No quiero matar gente, pero tengo que comer. ¿Entiendes?

Asentí.

—Lo entiendo. De verdad. Todos tenemos que tomar decisiones difíciles.

Suspiró, aliviado.

—Me alegra tanto que tú—

—Y también tenemos que enfrentar las consecuencias de esas decisiones.

Hubo un segundo de vacilación. Un instante bendito en el que aún no lo comprendía.

Y entonces lo hizo.

Se tensó… pero ya era tarde.

El arma estaba en mi mano, apoyada contra su sien antes de que pudiera suplicar por su patética vida.

El disparo retumbó.

Raquel gritó.

Y cuando su cuerpo cayó al suelo, algo salió rodando por el azulejo—metal brillando bajo la luz—un símbolo que reconocí al instante.

La sangre se me heló.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP