Mundo de ficçãoIniciar sessãoAbigail nunca creyó en los finales felices. A sus veintiocho años, su talento solo servía para sobrevivir: pagar deudas, escribir romances cliché para editoriales sin rostro y fingir que todo estaba bajo control. Su vida era gris… hasta la noche en que abrió la puerta al hombre equivocado. Félix Romanotti apareció sin aliento, sin camisa y con una calma que solo tienen los hombres acostumbrados al peligro. Le exigió refugio y, a cambio, le ofreció dinero… y una inspiración tan intensa que amenazó con consumirla. Pero Luca Romanotti, su hermano idéntico, es todo lo opuesto: puro fuego, puro caos. El líder impetuoso de la mafia de la costa, que no tarda en notar a la escritora curvy que vive con su gemelo. Atrapada entre el control de uno y el deseo del otro, Abigail se aferra a una única regla para no perderse: prohibido tocar. Solo que la tensión no obedece reglas. Y en la oscuridad, el peligro empieza a tener el sabor del deseo. Cuando los secretos comiencen a salir a la luz, Abigail descubrirá que nada en los Romanotti es casual. Ni su llegada. Ni su obsesión. Ni el pasado que los une. Porque el amor puede ser un arma. Y los Romanotti… saben exactamente cómo disparar.
Ler maisEstaba sola.
El maldito palito de Word titilaba como si se burlara de mí, mientras mi mente estaba completamente en blanco. Ya había llenado mi segunda copa de vino y todavía no se me ocurría una sola idea.
Necesitaba inspiración y una motivación muy fuerte, aparte del dinero, claro. Escribir y vivir exclusivamente de los bonos que dan las app de escritura online no es una gran idea, debes escribir cosas nuevas, pero al mismo tiempo clichés para que tus lectores sigan enganchados. Es jodidamente difícil, pero es lo único que puedo hacer para sobrevivir, ni siquiera me contratan en tiendas de ropa porque mi talla es el doble de la que tengo que vender y una mujer con curvas no da buena imagen en ese tipo de lugares. O, al menos, eso dicen.
El timbre sonó exactamente a la 1:13 de la madrugada. Fruncí el ceño. Era literalmente imposible que alguien viniera a visitarme a esta hora, y mucho menos sin avisar. Me quedé quieta. Había visto suficientes noticias como para saber que podían hacerme “el cuento del tío” o una entradera y, aunque lo más valioso que tenía en casa era mi gato, Lord Byron, preferí no arriesgarme.
El timbre sonó insistentemente por casi cinco minutos. Me asomé, tratando de ocultarme detrás de las cortinas, y vi parado a un hombre que podría haber caído del cielo. O subido del infierno, quizás.
Sin camiseta, respirando con agitación, de pelo corto y revuelto. Su perfil… santo cielo.
Mandíbula cuadrada, nariz respingada, cuello firme, la nuez de Adán subiendo y bajando con cada trago de aire. ¿Quién demonios era este tipo y qué hacía tocando mi puerta a la madrugada?
—¡Te veo! —exclamó de repente, con una voz tan grave y ronca que me hizo saltar y tirarme al piso para desaparecer de su vista.
—¡No pienso abrirte! —grité en respuesta.
—Por favor, por favor, ábreme. Me está persiguiendo la policía —dijo con desesperación.
Abrí la boca con sorpresa. ¿La policía? Estaba loco si pensaba que iba a abrirle con esa declaración, claramente estaba admitiendo ser un delincuente.
—¡Vete! —chillé—. O llamaré yo misma a la policía.
—¡Por favor, Abigail! Te prometo que no soy un ladrón, ¡no te haré daño! —volvió a insistir.
Mi corazón se paralizó de repente, ¿cómo carajos sabía mi nombre este desconocido?
—¡Ya vienen! ¡Ayúdame! —gritó el tipo con terror en su voz.
—Mierda —murmuré.
Y, sin pensarlo dos veces, me estiré desde donde estaba tirada y abrí la puerta. El tipo entró de un salto y la cerró de un portazo justo cuando dos patrulleros pasaban a toda velocidad por la calle.
Apoyó la frente en la madera, respirando con fuerza. Luego se dejó caer a mi lado.
—Gracias —susurró.
—¿Quién demonios eres? —interrogué, con voz temblorosa.
Mi cuerpo entero se movía como gelatina. No sabía si del miedo o por la belleza obscena de ese hombre.
Ojos verdes. Piel morena con un tono aceitunado. Espalda ancha, brazos fuertes y venosos, abdomen marcado. Definitivamente, si había salido de algún lugar, debía ser de la cárcel. Todo en él gritaba “peligro”.
Y ahí estaba yo, con un pijama de ositos que me quedaba ridículamente ajustado desde la adolescencia, mirando al espécimen humano más impresionante que había visto en mi vida.
—Félix Romanotti —dijo, como si eso explicara algo.
—¿Y se supone que debo conocerte? —cuestioné, arqueando una ceja. Él solo se encogió de hombros—. ¿Cómo sabes mi nombre?
Señaló una factura de luz tirada junto a la puerta. Claro. A mi nombre.
Maldita sea, estaba cayendo en el cuento del tío.
—Bien, si quieres robarme, te digo que no te llevarás mucho, apenas tengo para comprarle latas de atún a mi gato —expresé, con un tono de rendición. Él soltó una carcajada.
—Te dije que no iba a robarte, literalmente salvaste mi vida —comentó, un poco más relajado—. Mira, sé que es tarde y da miedo que un desconocido te esté tocando la puerta a esta hora, pero no tenía opción. Esos policías me estaban siguiendo porque pensaban que era mi hermano gemelo.
Casi me atraganto con mi propia saliva. Debía ser una maldita broma.
—¿Por qué están buscando a tu hermano gemelo? —inquirí, conteniendo las ganas de poner los ojos en blanco.
Quizás no era un delincuente, quizás era algo mucho peor, un psicópata mitómano que escapó de un psiquiátrico y planeaba matarme esta misma noche.
—Es el líder de la mafia —respondió Félix con naturalidad.
Me puse de pie de inmediato, más rápido que un rayo, y corrí a la cocina para agarrar un cuchillo o algo con lo que pudiera defenderme. Él me siguió, y sonrió de una manera deslumbrante mientras alzaba sus manos.
—Abigail, no soy como él… —expresó con tono calmado—. O sea, sí colaboro con él a veces, pero no estoy tan metido en la mafia, y…
—¿¡Colaboras con él… a veces!? —lo interrumpí, chillando. Dio un paso hacia mí, pero estiré la mano que sostenía el cuchillo.
Estaba temblando, muerta de miedo, y este tipo podría agarrarme si quisiera, pero no iba a rendirme. Iba a pelear por mi vida hasta el último segundo.
—Abigail, baja el cuchillo, por favor —pidió, manteniendo su voz tranquila—. Te explicaré todo, pero necesitas mantener la calma. No te haré daño.
Dio un paso y, sin pensarlo, lancé un cuchillazo al aire. Lo esquivó con una rapidez aterradora.
—¡Aléjate de mí! —grité.
—Por un demonio, te dije que mantuvieras la calma —dijo—. Si no quieres hacerlo por las buenas, será por las malas.
Antes de que pudiera reaccionar, me tomó del brazo, lo dobló con fuerza y el cuchillo cayó al piso. Su cuerpo se pegó al mío. Pude sentir su respiración caliente en mi cuello y su piel ardiendo.
—¡Suéltame! —Forcejeé, pero me apretó aún más fuerte, lo que me hizo rendirme y soltar un sollozo—. Está bien, te escucharé, pero no me lastimes, por favor.
—Tranquila, preciosa. No te voy a hacer daño —murmuró, cerca de mi oído—. Pero necesito que me escuches —agregó, luego me soltó—. Siéntate, prepararé un café.
Salí tambaleándome hacia la sala. Me desplomé en el sillón, temblando, con las lágrimas resbalando por mi cara. No entendía nada.
No sabía que acababa de dejar entrar a mi propia perdición.
Luca me ofreció la copa de vino como si fuera la manzana del Edén, con esa sonrisa que ya había identificado como su arma principal: el encanto sin límites, el caos absoluto. Al lado de Félix, que era la calma de un depredador antes de abalanzarse, Luca era el trueno que anunciaba la tormenta.—¿No es un poco temprano para el apocalipsis? —pregunté, tomando la copa. El cristal se sintió frío contra mis dedos, pero su mirada de fuego lo compensó.—Mi padre creía que el apocalipsis nunca es demasiado temprano —respondió, echando un vistazo por encima de mi hombro a la puerta del dormitorio, que se cerró con un clic silencioso. Félix no había salido. Luca arqueó una ceja—. El hermano controlado se quedó a meditar sobre la métrica de tu último gemido reprimido, supongo.Me ruboricé violentamente.—No sé de qué estás hablando —mentí.—Claro que sí, scrittrice. —Se acercó un paso—. Mi hermano y tú estaban a punto de firmar un contrato de almas en pena. Yo solo vine a recordar que, en esta c
Me guio por un pasillo que olía a madera vieja y lujo. Las paredes estaban cubiertas por cuadros en tonos oscuros, y cada paso hacía crujir el suelo con una elegancia intimidante.—Mi hermano te está contando historias sobre el control —me dijo Luca en voz baja, asegurándose de que Félix no pudiera escucharnos—, porque él cree que lo tiene, pero la verdad, Abigail, es que no puedes controlar un tsunami. Solo puedes decidir si vas a montar la ola o si te vas a ahogar.—Yo no quiero montar nada —respondí, sintiendo cómo el miedo se mezclaba con una extraña excitación.Me arrepentí al instante de decirlo. Era la clase de frase que, en su boca, podía tomar cualquier significado, y lo supe cuando noté una chispa juguetona en sus ojos.—Ah, pero lo harás —comentó, guiñándome un ojo, con esa sonrisa que parecía una amenaza disfrazada de encanto—. Te llevaré a la habitación de invitados. Es la que tiene la vista más hermosa del océano. Mi hermano la usa cuando necesita fingir que es una perso
Después de asegurar la puerta de mi apartamento, Félix se movió con una precisión fría. Su mano buscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacando un gorro y unas gafas de sol.—Póntelos —ordenó, tendiéndomelos.—¿Camuflaje? ¿En serio? Parezco una adolescente que intenta colarse en una discoteca.—No se trata de pasar desapercibida, sino de no ser reconocida inmediatamente. Un cambio sutil. Los hombres de Maroni ya conocen tu cabello. Cúbrelo.¿Maroni? ¿Quién demonios era ese? Decidí no preguntar nada y le hice caso. Me puse la gorra, aplastando mis bucles, y las gafas oscuras, sintiéndome ridícula, pero siguiendo la orden. Él hizo lo mismo, colocándose una gorra que ocultaba su perfil y cubría parcialmente sus intensos ojos verdes.—Vamos por el callejón trasero —murmuró.Me guio por el callejón, oscuro y lleno de basura, hasta llegar a un pequeño taller mecánico abandonado. La puerta de metal estaba oxidada y chirrió cuando Félix la pateó con fuerza. Entramos en un garaje polvori
El vapor del agua caliente empañaba el espejo, difuminando el reflejo del hombre que, a medio metro de mí, parecía no tener nervios en el cuerpo.Yo estaba detrás de la cortina de la ducha, con el corazón latiendo a un ritmo frenético contra mis costillas. Sabía que debía salir, secarme y enfrentar el día (y la presencia intimidante de mi huésped forzado), pero la humedad era un escudo.—Tu mano en mi abdomen anoche... —Su voz rompió el silencio, baja y controlada, pero con una punzada de algo más, algo afilado.Mi corazón se aceleró, golpeando como un tambor.—Fue un accidente. Estaba dormida —mentí, o al menos, dije la verdad a medias. La mano había estado dormida, pero el cuerpo despierto recordaba la sensación del músculo tenso bajo mi palma.—Lo sé —dijo sin dejar de afeitarse—, pero me despertó con una eficiencia brutal. Me hizo saltar como un niño.El agua de la ducha caía sobre mi espalda, caliente y rítmica. Su tono era tan tranquilo que dolía.—Me recordó la regla —añadió—.
El abrazo protector de Félix no duró más de un minuto, pero fue una eternidad. Fue la rendición al miedo, el consuelo brutal de saber que la persona más peligrosa de la habitación era mi aliado. Se apartó, tan abruptamente como me había abrazado. El contacto físico fue reemplazado por la tensión del aire frío.—Andiamo —ordenó en italiano. Su voz era áspera, el control había vuelto—. La adrenalina es una perra. Necesitas beber algo.Caminé a tientas hasta la cocina.—El gato es un traidor nato —murmuré, tomando un vaso de agua.—El gato es inteligente. Sabe quién tiene el control de la comida y la seguridad —replicó Félix, sus ojos buscando y encontrando su escáner en el sofá. Lo recogió, revisando los datos—. La trampa fue ordinaria. El radio de la frecuencia era demasiado amplio. Estaban probando, pero significa que me están buscando en esta zona. Nos quedaremos fijos en la sala, por ahora.—¿Cómo vamos a dormir? —pregunté. El espanto por el espacio reducido era más fuerte que el pá
La noche había llegado. Las luces de la calle no llegaban a mi apartamento. La única iluminación provenía del brillo de la luna que se colaba por el balcón. Félix había cubierto la ventana con una manta gruesa que sacó de mi armario (y que él, por supuesto, dobló con una precisión geométrica antes de usarla).Estábamos sentados en el sofá, uno en cada extremo, con Lord Byron acurrucado religiosamente entre los dos, una especie de neutralidad peluda en el campo de batalla. La atmósfera era tan densa que podía cortarse con uno de los cuchillos de mi cocina.—¿Qué estás haciendo? —pregunté, rompiendo un silencio de casi una hora que me estaba volviendo loca.Félix sostenía un pequeño artefacto electrónico en su mano, un escáner de frecuencias que había sacado de su minúsculo bolso (¿cómo cabía tanto allí?). Sus ojos estaban fijos en la pantalla que mostraba líneas fluctuantes.—Revisando. Luca es impulsivo, pero no estúpido. Si lo rastrean, lo hacen a través de la red, no de la calle. Es
Último capítulo