Mundo ficciónIniciar sesiónRaquel
—Buenos días, princesa —dijo Javier De León—. ¿Me extrañaste?
Yo me había repetido que Javier De León no volvería a verme jamás. Que vivíamos en mundos demasiado distintos.
Entonces, ¿por qué carajo estaba plantado en mi cafetería menos de veinticuatro horas después?
Cuando Claudia me dijo que en la mesa ocho habían pedido que las atendiera yo, hasta me alegré. Pensé que por fin me iban a tocar buenas propinas, no… esto.
—Vaya. Qué pequeño es el mundo —se me escapó una risa medio histérica—. De todos los diners de Chicago, tenías que venir justo al mío.
—Se nota que no me esperabas —comentó Javier.
Claro que no.
El corazón me golpeaba las costillas como un colibrí enjaulado. ¿Había venido a castigarme por irme cuando me dijo que no lo hiciera?
Todavía estaba intentando asimilarlo cuando los tres hombres que lo acompañaban se deslizaron fuera del banco al mismo tiempo.
Retrocedí un paso, los ojos saltando de un gigante al siguiente. No me miraron. No miraron a nadie. Se dispersaron sin decir palabra: uno hacia la entrada, otro hacia la cocina, otro por el pasillo del fondo.
—¿Qué están haciendo? —alcancé a decir.
Nadie se molestó en responder.
La puerta de la cocina se abrió de golpe, chocando contra el tope. Claudia y Andrea salieron las primeras, arrastradas por la inercia de toda una fila de cocineros y ayudantes desconcertados. El gerente, Gus, refunfuñaba algo entre dientes, pero el tipo a su lado se inclinó y le susurró algo al oído. Fuera lo que fuese, a Gus se le fue toda la sangre de la cara y cerró la boca de inmediato.
—Hoy cierran antes —anunció Javier, como si el local fuera suyo—. Disfruten del día libre.
—¿Ah, sí? —Dino, uno de los empleados, dio un paso al frente con el ceño fruncido—. ¿Y quién decidió eso, machito?
A Javier apenas se le alzó una ceja.
—Yo.
—¿Ah, sí? —bufó Dino, pero la voz se le quebró un poco.
Javier ladeó la cabeza.
—Aquí no vino nadie. Ustedes no vieron nada. Repítanlo hasta que se lo crean, si no quieren problemas.
Ni siquiera alzó la voz. No le hizo falta. Las palabras sonaron casi amables, como una sugerencia de buena fe, en lugar de una amenaza.
Eso era lo que daba miedo.
Porque si así sonaba siendo educado, no quería imaginar cómo sería cuando se le acabara la paciencia.
Claudia levantó la mano como si estuviéramos en clase.
—No podemos irnos. Nos van a despedir.
—A mí me da igual que me despidan —saltó Andrea—. ¿Qué piensas hacer con Raquel?
Negué con la cabeza, mirándola. Agradecía que se preocupara, pero no quería que la arrastraran a esto conmigo.
Otro hombre se adelantó y empezó a conducir a Andrea y a Claudia hacia la puerta.
—Raquel va a estar bien. No se preocupen.
—¿Y tú quién carajos eres? —bramó Andrea, plantándose.
—Me llamo Víctor —contestó él, guiándola con una suavidad sorprendente—. No es que te importe mucho.
Andrea y Víctor desaparecieron al otro lado de la puerta. Claudia ya estaba fuera, escoltada por uno de los matones más grandes. Otro empujó al resto del personal de cocina hacia la salida; sus miradas, confundidas, se desviaron un segundo hacia mí… y se apartaron en cuanto tropezaron con los ojos de Javier.
Podía gritar pidiendo ayuda, pero no serviría de nada.
Javier De León siempre conseguía lo que quería.
Y ahora… me quería a mí.
Caminó hasta la ventana, giró el cartel de OPEN a CLOSED y volvió hacia donde yo estaba.
—Bien —dijo, sin apartar la vista de la mía—. Ahora vamos a hablar, Raquel Delgado.
—¿Hablar de qué? —pregunté, aunque la boca se me había quedado seca.
—¿Cómo conseguiste invitación para la fiesta de anoche?
—¿En serio? —puse los ojos en blanco—. ¿Sigues con eso?
—Anoche tu nombre no estaba en la lista de invitados —respondió, imperturbable—. No hay registro de ninguna Raquel Delgado.
Joder.
Se me había olvidado por completo que había entrado con el nombre de Claudia. La invitada oficial era ella, y como al final no pudo ir, yo había “tomado prestada” su invitación. Había sido lo bastante lista como para no decirle mi nombre de verdad.
—Ah —me encogí de hombros, fingiendo indiferencia—. Usé el nombre de una amiga para entrar. Claudia. La invitaron a ella, yo solo… la suplanté un rato.
Asintió despacio, estudiándome.
—Entonces, ¿quién eres en realidad, Raquel Delgado?
—¿Cómo que quién soy?
—Mandé que investigaran tu pasado. No salió nada: ni padres, ni registros. Solo que te mudaste a Chicago hace un año.
La voz le sonaba suave, pero por debajo había una chispa encendida.
—La gente no existe así, de la nada, por accidente —continuó—. Quienes no dejan rastro son los fantasmas y los mentirosos. Y tú, princesa… a mí no me hueles a fantasma.
—Básicamente ya te lo dije —respondí—. Fui a tu fiesta para pasármelo bien y desconectar. Punto. Si hubiera sabido quién eras de verdad, no me habría acercado a ti ni de broma.
—Sabías perfectamente quién era cuando me estabas dejando que te follara —gruñó—. Por lo visto, las cartas no estaban repartidas a partes iguales. Tú sabías quién era yo, pero yo no tenía ni idea de quién eras tú.
La mirada se le endureció.
—No me gusta jugar a ciegas. Así que no me mientas.
—No te estoy mintiendo —insistí, aunque las palmas de las manos se me habían vuelto puro sudor. Mantuvieron mis hombros sueltos, la espalda recta. Si le dejaba oler el miedo, estaba muerta.
Él ladeó la cabeza, repasándome la cara con los ojos. Por un instante, pareció que me creía.
Hasta que preguntó:
—Julieta y Eduardo Suárez… ¿te dicen algo esos nombres?
Se me heló la sangre.
Esos eran los nombres de mi madre y de mi padrastro. Había investigado, de verdad. ¿Cuánto sabía? ¿Qué había encontrado?
—¿Deberían? —pregunté, fingiendo ligereza.
—¿No significan nada para ti? —replicó, sacando una foto del interior de la chaqueta y alzándola para que la viera bien.
Sentí cómo el estómago se me hundía, como si el suelo acabara de desplomarse seis pisos bajo mis pies. Por un segundo volví a notar los dedos de Eduardo hincándose en la nuca, como hacía cada vez que lo “dejaba en ridículo” en público.
Aparté la vista antes de quedarme clavada en aquella imagen.
—No. Nunca los he visto en mi vida —mentí, y la mentira me supo a azúcar requemado.
Él guardó la foto de nuevo en el interior de la chaqueta.
—¿Por qué te pregunto si los conoces? —repitió—. Porque cuando mi equipo de seguridad revisó las cámaras después de que salieras corriendo, saltó algo. La primera vez que saliste de mi despacho, viste a Julieta Suárez en el pasillo y desapareciste del plano. Y luego volviste a entrar.
—Te dije que tropecé —mi voz sonó firme.
—Ajá —asintió despacio—. Eso parecía. Pero aun así no tenía sentido. No con los rumores de que anoche, en la fiesta, estaba Alejandra Suárez.
Se me fue el mundo al suelo tan rápido que me mareé.
—Alejandra Suárez —repetí—. ¿Y esa quién coño se supone que es?
—La hija prófuga de Julieta y Eduardo —dijo—. Nadie la ha visto en años.
El pulso se me saltó.
Si encajaba las piezas, si se daba cuenta de que Alejandra Suárez no estaba muerta ni desaparecida, sino escondida a plena vista bajo la piel de una camarera cualquiera, mi vida se acababa.
Julieta y Eduardo me obligarían a volver a casa, lo convertirían en un precioso comunicado de prensa sobre su “hija problemática que vuelve al hogar”, y yo quedaría atrapada de nuevo en una vida a la que preferiría no sobrevivir.
Tragué saliva.
—Pues me encantaría preguntarte qué hacía en tu fiesta… pero no es asunto mío.
Él me sostuvo la mirada en silencio.
—Si te sirve de consuelo —añadí, procurando sonar neutra—, yo perdí a mis padres… y a mi hermano pequeño… en un incendio hace años. Después estuve en hogares de acogida hasta que cumplí la mayoría de edad el año pasado. Entonces me vine aquí.
La mentira salió tan fluida como si fuera la verdad.
A la verdadera Raquel la llegué a conocer. Éramos amigas en el orfanato. Me sabía su historia de memoria porque la viví pared con pared.
Lo que no le conté a Javier fue esto:
Un año atrás, en la autopista hacia Chicago, el coche se estrelló contra la valla de contención.
Raquel no sobrevivió.
Cuando desperté en el hospital, todos me llamaban por su nombre. La identificación que habían encontrado pertenecía a ella, pero la llevaba yo encima.
Fue la decisión más fácil de mi vida. O seguía siendo Alejandra Suárez, la hija prófuga de Julieta y Eduardo, un problema que había que “gestionar”, o me desvanecía dentro de la vida callada y vacía de una chica muerta.
Elegí desaparecer.
—Eso explica por qué no había nada sobre ti —concluyó él.
Por dentro, sentí un leve chispazo de alivio.
—¿Ya terminaste el interrogatorio? —señalé con la barbilla a mis amigos y compañeros, visibles por la cristalera del local—. Ahora… ¿puedes dejarnos volver al trabajo, por favor?
—Visto así, pidiéndolo tan bonito…
Clavé la vista en su pecho para no dejarme arrastrar por el remolino de sus ojos. Sentía su mirada taladrándome la piel. Me obligué a respirar hondo y, por fin, me atreví a sostenerle la mirada.
¿Él sentía esto también o era solo yo la que se estaba deshaciendo por dentro?
Sus ojos bajaron a mi pecho. Y, de golpe, se le abrieron de par en par, la sorpresa marcándole cada rasgo de la cara.
—Qué… —empecé, siguiendo su mirada hacia abajo.
Un diminuto punto rojo temblaba sobre mi esternón, moviéndose al ritmo de mis latidos.
Antes de que pudiera entenderlo, las pupilas de Javier se dilataron.
—Al suelo —rugió, y se me vino encima, arrollándome contra las baldosas.







