Mundo de ficçãoIniciar sessãoRenata se había puesto una sola regla, no mirar al padre de su mejor amiga como algo más. Bruno Ávalos era intocable. Poderoso. Casado. Mayor que ella. Un hombre al que nunca debía acercarse… y al que nunca dejó de desear. Sin embargo, cada día durante los últimos dos años tuvo una intensa lucha contra si misma para no desearlo. Pero cuando estás profundamente enamorada no mides las consecuencias y eres capaz de cometer los peores errores de tu vida sin quererlo. Por eso, cuando una tragedia sacude a la familia, Renata queda atrapada en una red de silencios, sospechas y miradas que queman. Bruno no la deja ir. La mantiene cerca. Demasiado cerca. Bajo su control. Bajo su vigilancia. Bajo su sombra. Él es autoridad. Ella, vulnerabilidad. Y entre ambos, una atracción que no debería existir. En un mundo donde la culpa se confunde con la obsesión, Renata deberá sobrevivir al hombre que puede destruirla… y al deseo que la arrastra hacia él. Porque hay relaciones prohibidas que nacen de la inocencia… y se convierten en oscuridad. Un romance adictivo de poder, tentación y pecado, donde amar puede ser el error más caro.
Ler maisEl calor de Los Cabos no era nada comparado con el incendio que Renata llevaba por dentro.
Dos margaritas y un shot de tequila. Esa había sido su dosis de valor para cruzar el pasillo de mármol de la Suite Imperial.
Aunque sabía que lo que haría estaba mal, estaba un poco achispada y eso no la dejaba pensar con claridad. Pese a que una parte de ella sabía que era una locura. También sabía que la relación entre Bruno Ávalos y su esposa no estaba bien y que en ese momento él estaba solo en la terraza, porque su esposa y Camila, su mejor amiga, la hija de él, no regresarían hasta dentro de tres horas.
Renata empujó la puerta corrediza de cristal. El aire acondicionado de la sala chocó con la brisa salada del exterior. Allí estaba él. Bruno.
El "Tiburón de Reforma". El hombre que construía rascacielos en Ciudad de México pero que no lograba construir un hogar feliz.
Estaba de espaldas, con una camisa de lino blanca arremangada hasta los codos, sosteniendo un vaso de whisky como si quisiera romperlo.
Renata se aclaró la garganta. El sonido salió pastoso.
Bruno giró la cabeza. Sus ojos oscuros, habitualmente fríos y calculadores, la escanearon de arriba abajo. Renata llevaba solo una salida de baño de encaje sobre el bikini. No dejaba nada a la imaginación.
—Renata —dijo él. Su voz era grave, autoritaria—. Pensé que estabas con las chicas.
—Me dolía la cabeza —mintió ella, acercándose. Sus pies descalzos no hacían ruido—. Preferí quedarme.
—Deberías ir a recostarte, entonces.
Bruno volvió a mirar al mar, dándole la espalda. Un gesto de desdén que a Renata le dolió más que una bofetada.
El alcohol en su sangre le gritó que no se rindiera. Llevaba dos años enamorada de él en silencio, viéndolo sufrir en un matrimonio de apariencias, donde era evidente que ninguno se amaba y notando cómo él la miraba cuando creía que nadie se daba cuenta.
—No quiero recostarme sola, Bruno.
El silencio que siguió fue denso.
Bruno dejó el vaso sobre la baranda con un golpe seco y se giró lentamente.
—¿Qué dijiste?
Renata acortó la distancia. El corazón le martillaba contra las costillas.
—Dije que sé que no eres feliz con Lourdes. Que ese matrimonio está roto y que quieres divorciarte. Y Veo que me deseas Bruno. Que te estás ahogando en esa relación... y yo puedo ser tu aire. Yo puedo ocupar su lugar. Ella no va a estorbarnos.
Ella estiró la mano y tocó su pecho. La piel de él ardía bajo el lino.
Por un segundo, solo un maldito segundo, Bruno no se movió. De hecho, luchó con el deseo que se agitaba en su interior. Porque lo peor es que ella tenia razón en cada palabra que había pronunciado.
Renata vio cómo sus pupilas se dilataban. Vio el deseo crudo, animal, peleando con la razón. Envalentonada, se alzó de puntillas e intentó besarlo.
Fue un error.
Bruno la sujetó por las muñecas con una fuerza que casi le hizo daño y la apartó de un empujón violento.
Renata tropezó, cayendo sobre uno de los sofás de mimbre de la terraza.
—¡¿Qué demonios te pasa?! ¡¿Te volviste loca?! —bramó él.
—Bruno, yo... —Renata sintió que las lágrimas picaban en sus ojos.
La vergüenza empezaba a ganarle al alcohol.
—¡Eres una niña, Renata! —le gritó, señalándola con un dedo acusador—. ¡Eres la mejor amiga de mi hija! ¡Podría ser tu padre, por Dios! ¿Tienes idea del asco que me da que te insinúes así?
—¡MENTIRA! ¡No te doy asco! —gritó ella, poniéndose de pie, tambaleándose—. ¡Sé cómo me miras!
—Te miro con lástima —mintió él, implacable, buscando herirla para alejarla, porque por más que su matrimonio estuviera a punto de romperse, él no podía hacer eso —. Ahora, lárgate de mi vista. Vete a tu habitación y no salgas hasta que se te pase la borrachera. Y ni se te ocurra, ni por un segundo, pensar que esto volverá a pasar.
Bruno pasó por su lado, entrando a la suite y azotando la puerta principal de la suite.
Renata se quedó sola en la terraza, humillada, con el maquillaje corrido y el orgullo hecho pedazos.
No quería ver a nadie. No podía enfrentar a Camila después de esto.
Corrió hacia la tercera habitación de la suite, donde ella se estaba quedando. Se lanzó a la cama y enterró la cara en la almohada para ahogar los sollozos. El llanto y el tequila hicieron su efecto rápido. En menos de veinte minutos, cayó en un sueño profundo y negro.
No escuchó cuando la puerta principal de la suite se abrió una hora después. No escuchó el tarareo alegre de Lourdes entrando con bolsas de compras.
Tampoco escuchó los pasos sigilosos de la sombra que entró después de ella.
*****
Renata despertó de golpe. No supo qué hora era. La habitación estaba en penumbra.
Tenía la boca seca y la cabeza le palpitaba.
Algo la había despertado. ¿Un grito?
Se sentó en la cama, desorientada.
—¿Bruno? —llamó en voz baja.
Nadie respondió, pero escuchó algo más. Un rugido. Un aullido desgarrador que venía de la sala. No parecía humano.
Renata se levantó, mareada, y abrió la puerta de su cuarto.
La suite estaba vacía, pero las cortinas del balcón volaban violentamente por el viento de la noche.
Caminó hacia allá, con un mal presentimiento helándole la sangre.
Al llegar al umbral de la terraza, vio a Bruno.
Estaba de rodillas, aferrado a los barrotes del barandal, mirando hacia abajo. Su cuerpo entero temblaba como si tuviera convulsiones.
—¿Bruno? —preguntó ella, asustada.
Él se giró.
Renata retrocedió un paso. Nunca había visto una cara así. Estaba pálido, cadavérico, con los ojos inyectados en sangre y la boca abierta en una mueca de horror absoluto.
—Ella... —susurró Bruno, con la voz rota—. Lourdes...
Renata corrió al barandal y miró hacia abajo.
El mundo se detuvo.
Siete pisos abajo, sobre las rocas decorativas de la piscina vacía que estaban remodelando, yacía el cuerpo de Lourdes. Estaba en una posición antinatural, como una muñeca rota. Un charco oscuro comenzaba a expandirse bajo su cabeza, brillando bajo las luces del jardín.
—¡No! —El grito se le escapó a Renata, llevándose las manos a la boca.
Bruno se puso de pie lentamente. No miraba el cuerpo. Miraba a Renata.
Su expresión cambió. El dolor se transformó en algo mucho más peligroso. Una frialdad letal.
—Tú... —dijo él.
—Bruno, yo... me quedé dormida... no escuché nada... —balbuceó Renata, temblando.
Bruno avanzó hacia ella como un depredador. La acorraló contra el vidrio.
—¿Dormida? —escupió la palabra—. Hace unas horas me dijiste que ella estorbaba. Me dijiste que querías su lugar.
—¡No! ¡Yo no quise decir eso! —Renata lloraba histéricamente—. ¡Fue el alcohol!
—¡Mientes! —Bruno la agarró por los hombros y la sacudió con violencia—. ¡Estabas aquí! ¡Eras la única que estaba aquí! ¿Qué hiciste, Renata? ¿La empujaste? ¿La esperaste para matarla?
—¡Te juro que no! ¡Yo estaba en mi cuarto!
—¡La mataste para quedarte conmigo! —gritó él, fuera de sí, mezclando su propia culpa con una acusación delirante—. ¡Me distrajiste con tu juego sucio de seducción para esto! ¡Es tu culpa!
Golpes en la puerta principal.
—¡Seguridad! ¡Abran la puerta!
Bruno no la soltó. Sus dedos se clavaron en la piel de ella, marcándola.
—Escúchame bien, niña —susurró, con un tono que prometía el infierno—. Si fuiste tú, te voy a destruir. Voy a hacer que desees haberte lanzado tú también por ese balcón.
La puerta de la suite se abrió de golpe. Entraron dos guardias de seguridad y, detrás de ellos, una Camila pálida que venía corriendo desde el lobby.
—¡Mamá! —gritó Camila.
Bruno soltó a Renata como si quemara. La chica cayó al suelo, sollozando, mientras veía cómo la vida que conocía se desmoronaba. Lourdes estaba muerta. Y a los ojos del único hombre que amaba, ella era la asesina.
Pero la noche apenas empezaba. Y el dolor, a veces, es el afrodisíaco más retorcido de todos.
Renata lo tomó. Sus dedos se rozaron. La corriente eléctrica fue instantánea, un chispazo que ambos sintieron y que hizo que Bruno retirara la mano, rápido.—Escriba en la pizarra: Activo, pasivo y robo.Renata se giró y escribió las palabras con caligrafía temblorosa pero legible.Bruno se dirigió a la clase, pero se colocó justo detrás de ella, hablándole a la nuca de Renata.—Imaginemos un escenario —dijo Bruno, caminando alrededor de ella como un lobo acechando a su presa—. Tenemos una empresa familiar. Sólida. Y tenemos a una persona externa. Digamos... una becaria. Alguien que parece inofensiva, con cara de ángel, que se gana la confianza del CEO y de su esposa.Renata dejó de respirar. El salón estaba en silencio absoluto, fascinado por la historia. Nadie sabía que era real. Solo ellos dos.—Esta becaria —prosiguió Bruno— tiene acceso a la intimidad de la familia. Come en su mesa. Viaja con ellos. Y un día... —Bruno hizo una pausa dramática—, justo cuando la familia enfrenta un
El lunes por la noche, el auditorio 4 de la Facultad de Finanzas estaba a reventar. No cabía ni un alfiler. La noticia de que Bruno Ávalos, el dueño de Grupo Ávalos y una de las figuras más importantes del sector inmobiliario en Latinoamérica, iba a impartir la cátedra de Finanzas II, había corrido como la pólvora.Estudiantes de otras carreras, e incluso algunos profesores curiosos, se agolpaban en la entrada. Todos querían ver al "Tiburón de Reforma" en acción. Para ellos, Bruno era un ídolo, un mito viviente del éxito.Para Renata, que estaba sentada en la tercera fila, él era su verdugo.Llevaba puesta la misma ropa de la oficina. Sus pies palpitaban de dolor dentro de los tacones baratos después de haber pasado doce horas archivando, sirviendo café y soportando las miradas despectivas de Bruno en el piso 40. Estaba agotada. Sentía el cuerpo pesado, como si tuviera plomo en las venas, y una extraña sensación de vacío en el estómago que no lograba identificar.A su lado, Camila est
Bruno dio un paso más. La invadió por completo. El olor de su colonia cara y su calor corporal marearon a Renata.Estaba tan cerca que Renata dejó de respirar, pensando que la empujaría o le gritaría.Pero no.El pulgar de Bruno se posó sobre el labio inferior de ella.Fue un roce lento, áspero, posesivo.Renata tembló. Sus ojos se clavaron en los de él, suplicantes y deseosos a la vez.—Tienes una boca mentirosa, Renata —susurró él, con la voz ronca por el deseo contenido—. Debería lavarte la boca con jabón... o cerrártela para siempre.El dedo de él presionó su labio, abriéndolo ligeramente.Bruno luchaba por alejarse. Su mente le gritaba: "¡Es la asesina de tu esposa! ¡Aléjate!". Sus músculos se tensaron para retroceder, pero su deseo era más fuerte. No pudo irse.Al contrario, se inclinó hacia ella. Su respiración golpeó la boca de Renata.—Bruno... —gimió ella, cerrando los ojos, inclinándose hacia él, buscando el beso que ambos necesitaban como el aire.Él bajó la cabeza, rendi
A las 6:50 de la mañana, Renata estaba parada frente a la imponente Torre Reforma. El rascacielos de cristal y acero parecía una aguja clavada en el cielo gris de la Ciudad de México. Se sentía minúscula, como una hormiga a punto de ser aplastada por una bota gigante.Se alisó la falda negra de tubo, la única formal que tenía, y respiró hondo.—Tú puedes, Renata —se dijo a sí misma para darse ánimo—. Es solo un trabajo. No dejes que te vea llorar.Entró al lobby. Todo era lujo silencioso. Mármol, guardias de seguridad que parecían modelos y gente corriendo con cafés caros en la mano. Cuando dio su nombre en la recepción, la chica la miró con curiosidad.—Ah, sí. La señorita Flores. El señor Ávalos dejó órdenes estrictas. Pase directo al elevador privado del ático.Renata sintió un hueco en el estómago. El elevador privado. Una jaula de cristal que subía a toda velocidad hacia la boca del lobo.Las puertas del elevador se abrieron en el piso 40.No había recepción ahí. El elevador daba
Bruno cerró la puerta tras de sí y le puso el seguro. El clic sonó definitivo.—Bonito lugar —dijo con sarcasmo, mirando con asco los muebles modestos—. ¿Lo pagaste con el dinero de mi esposa?—¿De qué estás hablando?Bruno sacó el papel bancario del bolsillo interior de su saco y se lo lanzó a la cara. La hoja aleteó antes de caer a los pies de Renata.—Léelo.Renata lo recogió, temblando. Vio los números. Vio su nombre.—Cincuenta mil dólares... —leyó—. Bruno, yo no sé qué es esto. Yo no tengo este dinero.—¡Deja de mentir! —gritó él, acercándose tanto que Renata pudo ver las venas de su cuello palpitando—. ¡Salió de la cuenta de Lourdes horas antes de morir! ¿La obligaste a transferírtelo? ¿La chantajeaste? ¿O simplemente le robaste las claves mientras yo estaba ocupado rechazándote en la terraza?—¡Te juro que no sé de qué hablas! —Renata retrocedió hasta chocar con la pared. Las lágrimas brotaron de nuevo. ¡Debe ser un error del banco! ¡O una trampa! Alguien más debió hacerlo...
Dos horas después.El jet privado de la familia Ávalos estaba listo en la pista. El ambiente dentro de la cabina era fúnebre. Camila, aún aturdida por los sedantes, estaba recostada en un sillón de cuero, llorando en silencio mientras miraba una foto de Lourdes en su celular.Bruno entró, impecable en un traje negro, aunque sus ojos rojos lo delataban. Se sentó frente a su hija y le tomó la mano. —Papá... —gimió Camila—. ¿Dónde está Renata? ¿No viene con nosotros?Bruno apretó la mandíbula. Le costó un mundo mantener la voz firme. —No, hija. Renata se tuvo que ir. —¿Irse? ¿A dónde? Me dijo que estaría conmigo...—Ella decidió irse por su cuenta —mintió Bruno, acariciando el cabello de su hija—. Al parecer tenía cosas más importantes que hacer que estar contigo en este momento.—No puede ser... ella es mi mejor amiga. —Camila rompió a llorar de nuevo, sintiéndose abandonada.Bruno sintió una punzada de culpa, pero la aplastó rápido. Era mejor así. Tenía que cortar el cáncer de raíz. Re
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