Capítulo 5. Prueba en contra.

Dos horas después.

El jet privado de la familia Ávalos estaba listo en la pista. El ambiente dentro de la cabina era fúnebre. Camila, aún aturdida por los sedantes, estaba recostada en un sillón de cuero, llorando en silencio mientras miraba una foto de Lourdes en su celular.

Bruno entró, impecable en un traje negro, aunque sus ojos rojos lo delataban. Se sentó frente a su hija y le tomó la mano. 

—Papá... —gimió Camila—. ¿Dónde está Renata? ¿No viene con nosotros?

Bruno apretó la mandíbula. Le costó un mundo mantener la voz firme. 

—No, hija. Renata se tuvo que ir. 

—¿Irse? ¿A dónde? Me dijo que estaría conmigo...

—Ella decidió irse por su cuenta —mintió Bruno, acariciando el cabello de su hija—. Al parecer tenía cosas más importantes que hacer que estar contigo en este momento.

—No puede ser... ella es mi mejor amiga. —Camila rompió a llorar de nuevo, sintiéndose abandonada.

Bruno sintió una punzada de culpa, pero la aplastó rápido. Era mejor así. Tenía que cortar el cáncer de raíz. Renata no volvería a lastimarlos. 

Miró por la ventanilla mientras el avión despegaba. Abajo, Los Cabos se hacía pequeño. Allí dejaba el recuerdo de la muerte de su esposa y de su pecado.

—Olvídala, Camila —dijo Bruno, más para sí mismo que para su hija—. Hay personas que solo traen desgracia. Renata es pasado.

Miró por la ventanilla mientras el avión ascendía. Los Cabos se reducía a un manchón de luz junto al mar oscuro. Allí quedaba el cuerpo de Lourdes. Y su propia traición, enterrada en las sábanas de una suite. Cerró los ojos. El pasado estaba muerto. Sólo quedaba la venganza.

Dos semanas después.

El funeral había terminado hacía un par de semanas, pero la casa de Bruno Ávalos en Lomas de Chapultepec seguía oliendo a flores muertas y a hipocresía.

Bruno estaba encerrado en su despacho. No había dormido. Su barba de tres días y sus ojos enrojecidos lo hacían ver peligroso, como un animal acorralado. Frente a él, sobre el escritorio de caoba, había un informe bancario que su auditor acababa de entregarle.

Bruno miraba el papel como si fuera una sentencia de muerte.

Ahí estaba.

La prueba que le faltaba para confirmar que su locura tenía razón.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Bruno, con voz ronca.

El auditor asintió, nervioso.

—Cien por ciento, señor Ávalos. La transferencia se hizo desde la cuenta personal de la señora Lourdes a las 4:30 PM del día de su fallecimiento. Cincuenta mil dólares. El destino fue la cuenta de ahorros de la señorita Renata Flores y luego los fondos fueron enviados a una cuenta que no puede ser rastreada.

Bruno apretó el puño hasta que los nudillos crujieron.

4:30 PM.

Justo después de que Renata intentara seducirlo en la terraza. Justo antes de que Lourdes cayera.

La historia se armaba sola en su cabeza enferma de dolor: Renata extorsionó a Lourdes o le robó, y luego la eliminó para que no hablara.

—Lárgate —ordenó Bruno.

El auditor salió disparado.

Bruno se quedó solo. Pasó el dedo sobre el nombre impreso: Renata Flores.

—Así que no solo eres una zorra —susurró al aire—. También eres una ladrona.

Tomó su celular. Marcó un número, pero no el de la policía.

Llamar a la policía sería demasiado fácil. Ella iría a la cárcel, sí, pero él se quedaría solo con su rabia. No. Él quería verla sufrir. Quería tenerla cerca, verla romperse día tras día, hasta que confesara cómo mató a su esposa.

—Preparen el auto —dijo al teléfono—. Necesito ir a un lugar.

*****

En un pequeño departamento de la colonia Narvarte, Renata estaba hecha un ovillo en su sofá.

El teléfono estaba pegado a su oreja. Al otro lado de la línea, Camila lloraba.

—...y papá está insoportable, Renata. No sale del despacho. Me siento tan sola... te necesito. ¿Por qué te fuiste así?

Renata se mordió el labio para no llorar también.

—Ya te dije, Cami... tuve una emergencia familiar. Perdóname.

—Regresa a la casa, por favor. Papá no tiene por qué saberlo. Te extraño.

—Yo también, Cami. Te prometo que...

Golpes en la puerta.

No eran toquidos normales. Eran golpes fuertes, autoritarios, como si quisieran derribar la madera.

—Cami, tengo que colgar. Te llamo luego.

Renata colgó y se acercó a la puerta con miedo.

—¿Quién es?

Nadie respondió. Los golpes siguieron.

Renata quitó el seguro y abrió apenas una rendija.

Una mano grande, enfundada en un traje costoso, empujó la puerta con violencia, obligándola a retroceder casi cayendo al suelo.

Bruno Ávalos entró en su pequeña sala como una tormenta negra.

El lugar se sintió inmediatamente diminuto con su presencia. Su altura, su aroma a madera y su energía agresiva lo llenaron todo.

—¿Bruno? —Renata se llevó la mano al pecho—. ¿Qué haces aquí? ¡Casi me matas del susto!

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