Capítulo 3. Desahogo.

Bruno se congeló. La confesión no lo golpeó; se le incrustó en el pecho como un fragmento de metralla, desgarrando todo a su paso. El aire de la suite se volvió espeso, irrespirable, cargado con el polvo de los huesos de Lourdes.

Por un segundo, el dolor en los ojos de él fue tan visceral, tan expuesto, que Renata sintió el impulso físico de abrazarlo, de absorber ese veneno. Pero Bruno no buscaba un antídoto. Buscaba un conducto. Algo o alguien a quien envenenar a su vez, para dejar de sentir el ardor de la culpa en sus propias venas.

—¿Me amas? —repitió él, y la palabra “amor” salió distorsionada, un insulto gutural. 

Una mueca que pretendía ser sonrisa le retorció los labios, pero no llegó a los ojos, que brillaban con un vidrio roto.

—Entonces demuéstralo. Demuéstrame que valió la pena. Que valió la pena abrir la boca y soltar la puta mentira que la mató.

No hubo tiempo para réplica, para aliento, para pensamiento.

Bruno se abalanzó.

No fue un beso. Fue un ataque. Sus labios se estrellaron contra los de ella con una fuerza que hizo crujir sus dientes contra los suyos. 

No había dulzura, ni exploración, solo la urgencia feroz de marcar, de violentar. Sus manos no acariciaron; capturaron. 

Una se cerró como una garra en su nuca, inmovilizándola, mientras la otra se hundió en la cintura de la frágil bata de baño de seda. 

Un tirón seco, brutal, y el sonido de la tela rasgándose llenó el espacio entre sus jadeos. 

La seda cedió como piel ficticia, dejando al descubierto el triángulo de tela del bikini, el vértice inferior ya húmedo por un miedo que se transformaba en otra cosa, en algo oscuro y culpable que le hervía en las entrañas.

Renata intentó empujar su pecho, una débil resistencia que él anuló con el simple peso de su cuerpo, empujándola contra la pared.

El impacto le sacó el aire en un golpe seco.

—¿Querías ser mía? —le escupió en la comisura de los labios, su aliento a whisky y rabia pura—. ¿Querías ocupar su espacio? ¡Pues ocúpalo! ¡Toma su lugar!

La llevó a rastras hacia la cama, no con la intención de yacer, sino de conquistar, de pisotear.

Cuando la espalda de Renata golpeó el colchón, él ya estaba sobre ella, un peso opresivo que olía a frío y desesperación. 

No había luz suave en sus ojos, solo un negro absoluto, un pozo donde se había ahogado cualquier atisbo de Bruno. Este que estaba aquí era un extraño, un demonio tallado en su misma carne.

Sus manos no desvistieron; despojaron. Arrancó la parte de arriba del bikini con un gesto que no tuvo nada de sensual. 

Los ganchos saltaron, y sus pechos quedaron libres, expuestos al aire frío de la suite y a la mirada devoradora de él. No los miró con deseo, los inspeccionó con un rencor posesivo, como si fueran trofeos robados. 

Luego bajó la vista, sus dedos se engancharon en la cinturilla de la parte de abajo y, con otro tirón brusco, la tela se desprendió, rasgándose también por un lateral.

Renata quedó completamente desnuda bajo él, y la vulnerabilidad fue tan absoluta que un temblor incontrolable la recorrió de pies a cabeza.

Bruno no se desnudó con cuidado. Se liberó. Se levantó lo justo para desabrochar su pantalón con movimientos torpes, febriles, y lo empujó junto con su ropa interior por debajo de sus caderas. 

No hubo más preliminares. 

No había intención de prepararla, de excitarse mutuamente. Solamente la necesidad brutal de penetrar, de afirmar, de profanar.

Se colocó entre sus piernas, que cedieron sin gracia. Con una mano, agarró con fuerza su muslo, abriéndola más, ignorando cualquier posible dolor. Con la otra, se guio a sí mismo. 

No hubo delicadeza, ni un intento de encontrar un ángulo que no hiriera. Solo la presión insistente, ciega, y luego la entrada.

Renata gritó, un sonido agudo y corto que él ahogó hundiendo su boca sobre la de ella otra vez. 

La penetración fue un desgarro, un roce áspero y seco que la quemó por dentro. No estaba lista, y él no tenía intención de esperar.

Fue un acto de posesión violenta, no de unión. Empezó a moverse con un ritmo duro, mecánico, impulsado por un pistón de rabia y dolor.

Cada embestida era una sentencia, cada empujón un recordatorio.

—¿Esto querías? —jadeaba contra su oreja, su voz un ronquido—. ¿Esto era lo que anhelabas, mientras ella respiraba, mientras vivía en mi cama?

Renata no podía responder. El aire le faltaba. 

Las lágrimas le corrían por las sienes, empapando el pelo. Su cuerpo, traicionero, empezaba a adaptarse a la violencia del ritmo, a la fricción brutal que generaba un calor vergonzante en su bajo vientre. 

Se aferró a sus hombros, no para acariciar, sino para anclarse, para no desintegrarse bajo el asalto. Sus uñas se clavaron en la tela de su camisa, luego en la carne de su espalda cuando la camisa se desprendió. Sintió los músculos de Bruno tensarse bajo sus dedos, un acero vivo movido por la furia.

Él cambió el ángulo, hundiéndose más profundo, y un sonido gutural, mitad gruñido, mitad queja, le escapó del pecho. 

Su frente estaba cubierta de un sudor frío que goteaba sobre el cuello de Renata. No la besaba; mordisqueaba su garganta, su clavícula, dejando marcas rojas que seguramente serían moradas al amanecer. No eran muestras de pasión, eran sellos de desprecio.

—Maldita seas —mascullaba, el aliento caliente y acelerado contra su piel—. Maldita, maldita, maldita seas… mil veces maldita por estar aquí… por estar viva… por tener este calor…

Su movimiento se aceleró, perdiendo cualquier vestigio de control. Era pura descarga física, un intento desesperado de expulsar el dolor a través del sexo, de transferir la podredumbre que sentía por dentro al cuerpo que tenía debajo. 

Renata cerró los ojos con fuerza, ahogando sus propios gemidos en el hueco de su hombro. El placer, agudo y punzante, se enredaba con la angustia y la culpa en una espiral nauseabunda. 

Sentía cada embestida como un castigo merecido, y sin embargo, su cuerpo se arqueaba, respondiendo a la carnalidad cruda del acto, buscando un clímax que sentía como una condena.

Bruno, con los ojos cerrados también, la frente fruncida en una mueca de agonía más que de placer, alcanzó el suyo primero. 

Un espasmo fuerte, casi convulsivo, lo sacudió. Se hundió en ella una última vez, con una fuerza que hizo gemir los muelles, y un sonido ronco, desgarrado, le salió de lo más hondo del pecho. No era un nombre, ni una palabra. Era el sonido de algo rompiéndose.

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