Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa noche en Los Cabos dejó de oler a mar. Ahora olía a yodo, a desinfectante y a miedo.
Renata estaba sentada en el borde de un sofá de terciopelo gris, en una suite ejecutiva del tercer piso a la que la gerencia del hotel los había trasladado mientras la policía forense tomaba el control del "lugar de los hechos". Sus manos temblaban sobre su regazo, entrelazadas con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos. Frente a ella, de pie junto a la ventana hermética que aislaba el sonido de las sirenas, estaba Bruno. No se había movido en veinte minutos. Se había quitado el saco. La camisa blanca de lino estaba arrugada, manchada con un rastro de tierra en el puño, probablemente de cuando se aferró al barandal. No lloraba. Bruno Ávalos no lloraba, y eso era lo que más aterraba a Renata. Su silencio era el de un volcán a punto de reventar. La puerta se abrió. Un detective de la policía, un hombre bajo con cara de pocos amigos y una libreta en la mano, entró seguido por el gerente del hotel, que sudaba a mares. —Señor Ávalos —dijo el detective, con un tono que intentaba ser respetuoso pero firme—. Lamentamos su pérdida, pero necesitamos aclarar la cronología. El cuerpo ha sido levantado. Bruno giró la cabeza. Sus ojos eran dos pozos negros, vacíos de humanidad. —Mi hija —dijo con voz ronca—. ¿Dónde está mi hija? —La señorita Camila está en la habitación contigua, sedada por el médico del hotel —respondió el gerente rápidamente—. No sabe nada aún de los... detalles gráficos. Bruno asintió una sola vez. Luego, su mirada se movió lentamente, como un arma cargada, hasta detenerse en Renata. El detective siguió la mirada. —Señorita Flores —dijo el oficial, consultando sus notas—. Usted declaró que estaba dormida en la habitación de huéspedes cuando ocurrió la caída. Renata tragó saliva. Sentía la garganta como si hubiera tragado vidrio. —Sí. Bebí un poco... me sentí mal y me acosté. —¿No escuchó nada? ¿Una discusión? ¿Gritos? —No —susurró ella. La culpa le quemaba la lengua. No había escuchado nada porque estaba inconsciente, pero la razón por la que estaba inconsciente era porque había huido cobardemente después de intentar besar al marido de la difunta. —Es extraño —murmuró el detective, golpeando la libreta con el bolígrafo—. La baranda es alta. Para caer, la señora Ávalos tuvo que subirse... o alguien tuvo que empujarla. No hay cámaras en el balcón privado. Solo ustedes dos estaban en la suite. El aire en la habitación se volvió irrespirable. Renata levantó la vista, buscando ayuda en Bruno, buscando que él dijera que era imposible, que ella era incapaz de matar una mosca. Pero Bruno no la defendió. La miró con un desprecio tan absoluto que Renata sintió frío hasta en los huesos. —Termine su reporte, oficial —dijo Bruno, con una calma glacial—. Y déjenos solos. Mañana mis abogados se encargarán de todo. —Señor, no pueden salir del hotel... —¡He dicho que nos dejen solos! —rugió Bruno. El grito fue tan potente que el gerente dio un salto hacia atrás. El detective frunció el ceño, pero asintió. —Estaré en el lobby. Buenas noches. La puerta se cerró. El clic de la cerradura sonó como un disparo. Renata se puso de pie, incapaz de soportar la tensión. —Bruno... tienen que saber que fue un accidente. Yo jamás le haría daño a Lourdes. Ella era... —¡Cállate! Bruno caminó hacia el minibar. Abrió una botella de whisky de un tirón, rompiendo el sello de papel, y bebió directamente de la boca. El líquido ámbar bajó por su garganta, pero no pareció calmarlo. Tomó en silencio, queriendo adormecerse. No estaba desconsolado porque amara a Lourdes, si no precisamente porque se sentía culpable, porque estaba planeando una vez que estuvieran en casa pedirle el divorcio. Cuando ya había tomado lo suficiente. Se giró hacia Renata, con la botella en la mano. Parecía un animal herido, peligroso e impredecible. —¿Crees que soy estúpido, Renata? —preguntó en voz baja con la lengua enredada producto de la ebriedad, acercándome a ella—. ¿Crees que me trago ese cuento de la niña dormida? —¡Es la verdad! —¡Hace tres horas me dijiste que Lourdes te estorbaba! —le gritó, acortando la distancia hasta invadir su espacio personal. Olía a alcohol, a sudor y a una furia incontenible. —Me dijiste que yo no era feliz. Me ofreciste ser mi aire. ¿Y ahora? Ahora ella está muerta en el fondo de una piscina vacía y tú eres la única que estaba ahí. ¡Qué conveniente! Renata retrocedió hasta chocar contra la pared. —¡Estaba borracha! ¡Dije estupideces, pero no la maté! ¡La quería, Bruno! ¡Es la madre de Camila! Bruno soltó una risa seca, cruel. —La madre de Camila... a la que traicionaste intentando meterte en mi cama mientras ella se hacía un masaje. Eres una hipócrita. Eres veneno, Renata. Él dejó la botella sobre una mesa lateral con un golpe fuerte y la agarró por los brazos. Sus dedos se clavaron en su piel. Renata gimió de dolor, pero no intentó soltarse. En el fondo, sentía que merecía el castigo. No por el asesinato, sino por la traición. —¿Querías esto? —le siseó él en la cara, sus ojos recorriendo sus labios con una mezcla de odio, ebriedad y una necesidad oscura—. ¿Este era tu plan maestro? ¿Quitarla del camino para consolar al viudo? —No... Bruno, por favor... estás en shock... —Estoy ebrio, pero se lo que quieres y lo que quiero —replicó él. Su respiración era agitada, golpeando el rostro de ella. Veo lo que eres. Una oportunista. Una trepadora dispuesta a todo. —Te amo —soltó Renata. Las palabras salieron sin permiso, un susurro roto en medio del caos.






