Capítulo 4. El desprecio.

Después del acto, se quedó inmóvil sobre ella, pesado, sudoroso, el corazón martilleándole contra las costillas como un pájaro atrapado que poco a poco se rendía. El aire olía a sexo agrio, a alcohol y a sal. A derrota.

Renata esperó a que él se apartara, a que el asco o la culpa lo hicieran retroceder, pero eso no sucedió de inmediato. 

La respiración de Bruno, que había sido un jadeo animal, se fue volviendo profunda y arrítmica. El peso de su cuerpo inerte comenzó a aplastarla, no como un amante, sino como una losa de mármol.

El alcohol y el agotamiento brutal del duelo le habían cobrado la factura. Bruno se había desplomado, cayendo en un abismo negro e inconsciente justo encima de ella.

Renata, sintiendo la asfixia y el calor pegajoso de su piel contra la suya, lo empujó con extrema suavidad. Tenía miedo de despertarlo, miedo de romper esa tregua involuntaria. 

Logró que él rodara hacia el costado, cayendo pesadamente sobre el colchón revuelto. Él soltó un gruñido ininteligible y se quedó allí, dándole la espalda, sumido en un sueño de plomo.

Renata se quedó despierta.

Se cubrió con la sábana, temblando bajo el aire acondicionado que ahora le parecía gélido. Pasaron los minutos, luego las horas. 

El silencio de la habitación solo era roto por la respiración ronca de Bruno. Renata lo observaba en la penumbra: la curva de su espalda, el pelo revuelto, esa fortaleza que ahora parecía en ruinas. Por un par de horas, en esa quietud engañosa, se permitió la fantasía estúpida de que al despertar habría una caricia, una palabra de consuelo, algo que justificara la locura que acababan de cometer.

Pero el amanecer trajo la realidad, no la redención.

La luz grisácea del alba comenzaba a colarse por las cortinas cuando Bruno se removió. Primero fue un movimiento lento, confuso. Luego, se tensó de golpe. Renata vio cómo su espalda se ponía rígida.

Bruno se incorporó lentamente, sentándose al borde de la cama. Se llevó las manos a la cara, frotándose los ojos con fuerza, como si quisiera arrancarse las imágenes de la cabeza. Miró la habitación. Miró su propia desnudez. Y luego, giró la cabeza y la miró a ella.

No había confusión en sus ojos. Solo un reconocimiento horrorizado que, en cuestión de segundos, mutó en odio puro.

Renata extendió una mano, temblando, hacia él. 

—Bruno…

Él se puso de pie de un salto, alejándose de su contacto como si ella fuera ácido corrosivo. Casi tropezó con su propia ropa tirada en el suelo.

—No me toques —gruñó, con la voz pastosa y grave.

Comenzó a recoger su ropa con movimientos bruscos, mecánicos, casi violentos. Se subió el pantalón, abrochándolo con dedos que temblaban de ira.

—Vístete —dijo, sin mirarla. Su voz no era un susurro, era una sentencia. Plana, sin emoción, sin el fuego de la noche anterior. Era hielo puro, cortante.

—¿Qué? —Renata se incorporó, apretando la sábana contra su pecho. La confusión era un nudo en su garganta—. Bruno, por favor, hablemos…

Bruno se giró para mirarla del todo. Y lo que Renata vio en sus ojos le heló la sangre. No había calor residual, ni siquiera la bruma del deseo satisfecho. Solo había asco. 

Un asco profundo, incontestable. Y estaba dirigido a ella, pero también, reflejado en la pupila de él, hacia sí mismo.

—Que te vistas —repitió, cada palabra un cristal que caía al suelo y se hacía añicos—. Lo que acaba de pasar… me revuelve el estómago. Verte ahí, en esa cama… me da ganas de vomitar.

—Pero… Bruno, acabamos de… —No pudo terminar la frase.

—Acabamos de mancillar a Lourdes —la interrumpió él, y su voz, ahora sí, tembló, pero de una rabia helada, letal—. Yo… estaba borracho y lleno de culpa… Pero tú… tú estabas sobria. Tú viste tu oportunidad y te subiste a la pira funeraria. Disfrutaste del calor de las llamas, ¿verdad?

—¡Eso no es verdad! —gritó ella, el dolor de sus palabras hiriendo más que su cuerpo—. ¡Tú me buscaste! ¡Tú me usaste!

—Y tú te dejaste usar —espetó él, ya con la camisa puesta, aunque sin abotonar, mostrando el torso marcado—. Eres peor que una puta, Renata. Una puta al menos no traiciona a su mejor amiga para acostarse con su padre el mismo día de la muerte de su madre.

Caminó hacia la puerta, su figura recortándose, enorme y oscura, contra la luz tenue del pasillo. No se giró al hablar por última vez.

—Sal de esta habitación. Vete a la tuya. Y ahora que ha salido el sol, quiero que desaparezcas. De la ciudad, de la vida de Camila, de mi memoria. Si alguna vez vuelvo a verte cerca de lo que queda de mi familia, no solo te destruiré. Me aseguraré de que todo el mundo sepa la clase de criatura que eres. La que empuja y luego abre las piernas.

—¡Yo no la empujé! —sollozó Renata, abrazando sus rodillas contra el pecho, encogiéndose, haciéndose pequeña ante la monstruosidad de la acusación.

Bruno abrió la puerta. El rectángulo de luz del pasillo lo bañó.

—Reza —dijo, sin volverse— porque no encuentre una prueba en tu contra, porque haré tu vida miserable y a partir de este momento, no eres una amiga traidora. Eres mi enemiga.

Bruno cerró la puerta con un portazo que retumbó en todo el piso.

Se quedó en el pasillo, solo. Se pasó las manos por el cabello, jalándoselo con rabia, y soltó un grito ahogado de frustración que le desgarró la garganta. 

Odiaba a Renata. Pero más se odiaba a sí mismo por haber despertado con su olor en la piel, y por saber que, en el fondo de su abismo, la había deseado.

El silencio que cayó entonces en la habitación era absoluto, pesado como una lápida. Renata se quedó sentada en el centro de la cama revuelta, las sábanas enredadas y húmedas, el aire impregnado del olor a sexo violento, a sudor y a whisky. A Bruno.

Su cuerpo entero palpitaba, recordando cada invasión, cada golpe, cada marca. El lugar donde él había dormido a su lado, ese hueco caliente en el colchón, se enfriaba rápidamente.

No había unión. No había catarsis. Solo había un hombre que había despertado de su pesadilla para encontrar otra peor, y una mujer que, en su desesperación por tocar algo real, había sido devastada.

Se levantó, las piernas inestables. En el espejo del armario, su reflejo la observaba: pelo enmarañado, ojos hinchados y rojos, labio partido, marcas amoratadas floreciendo en su cuello y pecho.

La imagen de una batalla perdida. La imagen de la culpable que Bruno necesitaba que fuera.

Recogió los jirones de su salida de baño. No servían para cubrir nada, ni su cuerpo ni su vergüenza. Los dejó caer al suelo. Se vistió con lo que encontró de su ropa anterior, moviéndose como un autómata. Cada gesto, cada latido, le recordaba lo ocurrido.

Había cruzado una línea de la que no había regreso. Y en el frío alba que iluminaba cruelmente el lujoso resort, lo único que quedaba claro era que aquel despertar no había sido el final de la noche.

Había sido el primer día de la guerra que Bruno le había declarado. Y ella, en el centro del campo de batalla, ya estaba sangrando.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP