Nora nació entre lobos, pero su alma nunca aulló. Marcada por una loba que jamás despertó, fue condenada a ser la vergüenza silenciosa de su manada: una Luna sin luz, sin propósito, sin poder. Solo su padre, el antiguo Alfa, la defendía... hasta que fue asesinado bajo circunstancias que nadie se atrevió a investigar. Ahora, unida por la fuerza a Alfonso —el nuevo líder que prometió protegerla— Nora sobrevive entre susurros y desprecio. Él la eligió, pero pareciera que nunca la amó. Y una madrugada, la verdad la alcanza con el filo de un cuchillo: deseos ajenos, secretos podridos y una confesión que lo cambia todo. La furia y el dolor despiertan algo en Nora. Algo dormido. Algo salvaje. Huye. Sangra. Renace. Y en una nueva manada, bajo la mirada intensa del Alfa Leonardo, encuentra algo que nunca tuvo: aceptación… y peligro. Porque Leonardo empieza a sentir. Y Nora, sin quererlo, lo enfrenta con lo que más teme: el amor. Pero el pasado nunca muere del todo. Y cuando la Luna vuelve a teñirse de rojo, las sombras reclamarán lo que aún no ha sido perdonado.
Leer másEn el gran salón del clan Lunar de Oro, los dedos de Nora se deslizaron sobre el brazo de la silla de roble donde su padre, el anciano alfa Vicente, solía sentarse. Aquella madera, tan gastada por el tiempo como por el poder que representaba, aún guardaba la calidez de su recuerdo.
Tres días atrás, ese mismo hombre —capaz de romper las costillas de un oso negro con las manos desnudas— se había desplomado repentinamente sobre la alfombra del salón del consejo. Sus labios teñidos de un extraño matiz púrpura.
—El médico dijo que murió de un ataque cardíaco —susurró Nora hacia la chimenea vacía—, pero el corazón de mi padre era tan fuerte como el de un ciervo.
No tuvo oportunidad de examinar su cuerpo. Antes de que pudiera siquiera acercarse al cadáver, Alfonso, su esposo, ya había ordenado un entierro inmediato. Dijo que era lo mejor. Que debía “descansar en paz bajo la tierra”. Nadie lo cuestionó.
Como hija única del alfa, Nora debía haber heredado el mando. Vicente siempre se lo había prometido. Pero cuando dio un paso al frente, dispuesta a asumir su rol, los murmullos comenzaron a brotar como maleza venenosa.
—¡No aceptamos que alguien sin lobo en el corazón sea nuestra alfa! —vociferó un miembro de la manada.
—¡Si ella toma el mando, todos estaremos perdidos! En las cacerías no puede ni alcanzar a un conejo...
—¡Ni siquiera es una loba! Es más bien un perro flaco.
Nora apretó los labios, sin poder refutarlos. Era verdad. Nunca había sentido la transformación. Su lobo jamás despertó.
—Basta. No permitiré que insulten así a mi esposa —la voz grave de Alfonso cortó el alboroto.
El hombre de cabello plateado se adelantó con paso firme, y su sola presencia impuso un silencio denso en la sala.
Fue entonces cuando el anciano más respetado de la manada se levantó.
—Propongo que Alfonso sea nuestro nuevo alfa.
—¡Sí! Alfonso es el yerno del alfa Vicente. Es fuerte, sabio… ¡es el heredero legítimo!
—¡Apoyo esa propuesta!
Alfonso sonrió con mesura y sacó de su bolsillo un pergamino amarillento.
—De hecho —dijo con calma—, el testamento dejado por nuestro respetado Vicente me nombra como sucesor.
Desenrolló el documento y lo mostró a todos.
Nora se lo arrebató con manos temblorosas. La escritura era indudablemente la de su padre. No podía creerlo. Él le había jurado que, pasara lo que pasara, ella sería la próxima líder.
Alfonso la rodeó con un brazo, inclinándose para susurrarle al oído:
—No te preocupes, amor. Yo cuidaré de ti.
Y Nora, herida pero aún confiando, entrelazó sus dedos con los de él. Al menos, pensó, el poder seguía en la familia. Al menos, él la amaba.
Pero con el tiempo, todo cambió.
La manada comenzó a tratarla como un estorbo. Incluso la joven cocinera fruncía el ceño al entregarle el pan. Y Alfonso... Alfonso ya no era el mismo.
Su dormitorio, antes abierto para ella a cualquier hora, ahora siempre estaba cerrado con llave. En la mesa faltaba una porción de carne. Las mantas junto a la chimenea ya no guardaban calor compartido.
—Quizá está cansado —intentó consolarse frente al espejo de bronce.
Esa noche, Nora decidió prepararle una cena con sus propias manos. Guisó venado con romero, horneó pan, se perfumó con jazmín. Se puso un vestido verde oliva que abrazaba su figura y recogió su cabello en una trenza lateral, dejando algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro.
Caminó por el pasillo de piedra con una bandeja en las manos. La mansión dormía en silencio, y solo el eco de sus pasos la acompañaba.
Al llegar al último corredor, se detuvo frente a la puerta de Alfonso. Respiró hondo, esperanzada. Pero entonces, oyó algo.
Un gemido.
Se quedó inmóvil.
Otro gemido. Más alto. Femenino. Íntimo.
Su cuerpo entero se tensó.
—No... —murmuró, apenas un suspiro.
Los sonidos eran inequívocos: jadeos entrecortados, crujir del lecho, piel rozando piel. El corazón le latía con tanta fuerza que por poco no escuchó las siguientes palabras. Pero las escuchó.
—…ni siquiera asusta a una ardilla —decía Alfonso, con una burla que la heló por dentro.
—Pero es la hija de Vicente… —dijo una voz dulce, femenina, melosa— ¿y si lo descubre?
—¿Descubrir? —Alfonso rió, un sonido seco y cruel—. Cuando Vicente murió en mis brazos, ella aún estaba llorando, acariciándole los bigotes.
—Entonces… ¿realmente fuiste tú?
—Sin lugar a dudas —contestó él, jadeando—. Pero ahora, cuéntame tú tu secreto…
Nora ya no pudo oír más. Su mente zumbaba. Dio un paso atrás, con la vista nublada, y sin querer tropezó con una silla. El leve golpe de madera sobre piedra bastó.
La puerta se abrió de golpe.
Alfonso apareció, el torso desnudo marcado con rastros de pasión. Detrás de él, la mujer se cubría apresuradamente: Liliana. La sobrina del anciano.
—¿Lo has oído todo? —dijo Alfonso, su voz tan gélida como la noche.
Nora retrocedió hasta apoyar la espalda contra la piedra helada del muro.
—¿Fuiste tú quien mató a mi padre?
Él avanzó, despacio, con la mirada clavada en ella. Ya no había ternura en sus ojos, solo una ferocidad lupina.
—Él se aferró al poder demasiado tiempo. Se negó a ceder. Alguien tenía que hacerlo por él.
—¡Mentiroso! —Nora lanzó un trozo de cerámica que se estrelló a sus pies—. ¡Juraste que me protegerías! ¡Juraste esperar!
Alfonso la sujetó por la muñeca con una fuerza brutal y comenzó a arrastrarla por el pasillo.
—¿Protegerte? ¿Esperarte? —se burló—. ¿Crees que quise casarme con una inútil que ni siquiera puede transformarse? Yo siempre quise el poder del clan Lunar de Oro.
—¡Suéltame! —forcejeó Nora, arañándolo con desesperación—. ¡La manada no te lo perdonará! ¡Los hombres leales a mi padre…!
—¿Hombres leales? —Alfonso soltó una carcajada hueca—. Los compré o los enterré. Como a tu padre.
La arrojó contra la reja que marcaba el borde del precipicio. El viento helado la azotó, colándose por su vestido. Alfonso presionó sus hombros hacia el vacío.
—Ahora que lo sabes todo… también debes desaparecer.
Nora se aferró a la madera con todas sus fuerzas. Sus nudillos se tornaron blancos.
—¡Alfonso! No puedes hacer esto. ¡Somos esposos!
—¿Esposos? —espetó él, inclinándose para mirarla a los ojos—. Desde que tu padre dio su último aliento, tú solo eres un obstáculo.
Y empujó.
La madera crujió bajo su agarre… y se rompió.
El cuerpo de Nora se precipitó al abismo. El viento silbó en sus oídos. Arriba, entre la niebla que cubría el cielo, solo quedaban las risas frías de Alfonso.
Y el silencio.
Mientras tanto, en el Clan Lunar de Oro, el ambiente estaba impregnado de un aire extraño. La gran sala principal, decorada con tapices bordados en hilos de plata y oro, parecía más fría que nunca. Los símbolos del clan, antes sagrados y respetados, ahora eran solo adornos en un reinado impuesto por la ambición.Alfonso, sentado con soberbia en el trono que alguna vez perteneció a Vicente, sujetaba con fuerza la cintura de su nueva Luna. Gabriela, envuelta en un vestido de seda carmesí que resaltaba su porte altivo, acariciaba con gracia el pecho desnudo de Alfonso, como si quisiera dejar claro a todos los presentes que él le pertenecía únicamente a ella. Sus risas, suaves pero venenosas, se mezclaban con la incomodidad de los ciudadanos reunidos en el lugar.Los presentes eran miembros del clan, algunos de rango menor, otros simples habitantes que habían acudido a rendir pleitesía a su nuevo Alfa y a la mujer que, por imposición, habían tenido que aceptar como Luna. Aunque algunos cor
El amanecer se filtraba a través de las cortinas de lino de la habitación de Nora, tiñendo todo con tonos dorados y suaves. Los pájaros cantaban desde los árboles cercanos, y el murmullo distante de la aldea despertaba poco a poco. Nora bostezó mientras se incorporaba en la cama, aún con el cuerpo adolorido por los entrenamientos previos. Estaba acostumbrándose al ritmo exigente, pero sabía que todavía le faltaba mucho para alcanzar la fuerza y la resistencia de los demás.Cuando abrió la puerta, encontró a Leonardo esperándola de nuevo. Llevaba en las manos una bandeja sencilla: pan recién horneado, un cuenco de miel, frutas cortadas y dos tazas de infusión caliente.—Buenos días —dijo, con la serenidad habitual—. Pensé que te vendría bien desayunar antes de entrenar.Nora lo miró, sorprendida, y luego sonrió con un rubor inevitable.—No tenías que molestarte.—No es molestia —respondió él, entrando y colocando la bandeja sobre la mesa—. El cuerpo rinde mejor cuando se alimenta bien.
La aldea despertaba con una serenidad distinta aquella mañana. El bullicio habitual seguía presente: los niños corriendo, las voces de las mujeres negociando en el mercado, el sonido metálico de espadas en el área de entrenamiento. Sin embargo, para Nora, todo parecía teñido de un matiz diferente. Había dormido mejor que de costumbre. Ignorando por completo el encuentro que tubo con Eva.Se recogió el cabello con un lazo sencillo, tratando de ordenar sus pensamientos junto con los mechones rebeldes. Cuando abrió la puerta de la habitación, encontró allí a Leonardo, de pie, esperándola con la misma firmeza tranquila que siempre lo caracterizaba.—Buenos días, Nora —saludó Leonardo, con un gesto leve que parecía esconder una intención distinta.—Buenos días —respondió ella, sorprendida de verlo tan temprano.Él la observó por un instante, como si estuviera calculando cada palabra antes de hablar. Luego, un destello inusual apareció en sus ojos.—Hoy no entrenaremos de inmediato —anunció
El sol ya había cruzado la mitad del cielo cuando Leonardo apareció en la puerta de la cabaña de Nora, su presencia sólida y tranquila como siempre. Ella estaba sentada en el borde de la cama, recogiendo con lentitud el cabello que aún conservaba humedad de la ducha. El cansancio del entrenamiento la pesaba en los huesos, un cansancio profundo que no se había marchado con el descanso de las horas.—Nora —dijo Leonardo con voz firme, pero sin prisa—. Es hora de almorzar. Vamos a la mesa común de la manada.Ella levantó la mirada, aún con los ojos entrecerrados por la fatiga, y asintió sin palabras. Sabía que evitar ese momento no ayudaría; la manada esperaba verla como parte de ellos, y Leonardo insistía en que se integrara sin rodeos.Al salir, el aire fresco de la mañana parecía limpiar un poco el peso que sentía. Caminaron lado a lado, con la tranquilidad de quienes no necesitan llenar el silencio con palabras, solo con la presencia.La aldea comenzaba a bulliciar. Los niños corrían
El sol aún no había alcanzado su punto más alto cuando Leonardo irrumpió en el salón con la determinación brillando en su mirada. El aire olía a madera recién cortada y a hierbas secas; la atmósfera serena contrastaba con la tensión latente que cargaba él sobre los hombros.—Hoy habrá entrenamiento con los guerreros de la manada. Quiero que vengas —dijo, con voz firme pero con un brillo cómplice en los ojos.Nora, que estaba junto a la ventana, giró lentamente al escucharlo. Aún arrastraba la inquietud que le había dejado la visión en el lago. Las imágenes de Leonardo con aquella mujer la perseguían como una sombra pegada al alma, clavándosele en los huesos cada vez que cerraba los ojos. No quería hablar de eso, no sabía cómo, y mucho menos con él.—¿Entrenamiento? —preguntó, tratando de no dejar que su incomodidad se filtrara en la voz.Leonardo asintió, dando un paso más cerca—. Quiero que veas cómo entrenamos... y si deseas, también puedes participar.Antes de que pudiera procesar
El amanecer llegó sin previo aviso, desdibujando la neblina con tonos suaves de rosa y dorado. Nora observaba el horizonte desde la ventana de su habitación, envuelta en una manta y con la piel aún húmeda, como si el lago se hubiese negado a soltarla del todo.No había dormido.No porque no quisiera, sino porque cada vez que cerraba los ojos, algo la arrastraba de nuevo al fondo del lago. No eran sueños, no exactamente. Eran sensaciones: pulsos, sonidos lejanos, ecos de pensamientos que no eran suyos. Voces sin dueño. Susurros que desaparecían cuando intentaba entenderlos.Se estremeció.El frío no venía del cuerpo, sino de la memoria. O de la falta de ella. Había vuelto a la orilla intacta, sí. Pero algo dentro de ella había cambiado. No sabía qué, ni cómo. Solo sentía que ya no era la misma.Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.—¿Nora?La voz de Leonardo era baja, contenida.—Pasa —dijo ella.Él entró despacio, con el mismo abrigo que la noche anterior le había of
Último capítulo