Hasta que despierte la luna

Hasta que despierte la luna ES

Hombre lobo
Última actualización: 2025-08-21
Jaly18_26  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Nora nació entre lobos, pero su alma nunca aulló. Marcada por una loba que jamás despertó, fue condenada a ser la vergüenza silenciosa de su manada: una Luna sin luz, sin propósito, sin poder. Solo su padre, el antiguo Alfa, la defendía... hasta que fue asesinado bajo circunstancias que nadie se atrevió a investigar. Ahora, unida por la fuerza a Alfonso —el nuevo líder que prometió protegerla— Nora sobrevive entre susurros y desprecio. Él la eligió, pero pareciera que nunca la amó. Y una madrugada, la verdad la alcanza con el filo de un cuchillo: deseos ajenos, secretos podridos y una confesión que lo cambia todo. La furia y el dolor despiertan algo en Nora. Algo dormido. Algo salvaje. Huye. Sangra. Renace. Y en una nueva manada, bajo la mirada intensa del Alfa Leonardo, encuentra algo que nunca tuvo: aceptación… y peligro. Porque Leonardo empieza a sentir. Y Nora, sin quererlo, lo enfrenta con lo que más teme: el amor. Pero el pasado nunca muere del todo. Y cuando la Luna vuelve a teñirse de rojo, las sombras reclamarán lo que aún no ha sido perdonado.

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Capítulo 1

Capítulo 1

En el gran salón del clan Lunar de Oro, los dedos de Nora se deslizaron sobre el brazo de la silla de roble donde su padre, el anciano alfa Vicente, solía sentarse. Aquella madera, tan gastada por el tiempo como por el poder que representaba, aún guardaba la calidez de su recuerdo.

Tres días atrás, ese mismo hombre —capaz de romper las costillas de un oso negro con las manos desnudas— se había desplomado repentinamente sobre la alfombra del salón del consejo. Sus labios teñidos de un extraño matiz púrpura.

—El médico dijo que murió de un ataque cardíaco —susurró Nora hacia la chimenea vacía—, pero el corazón de mi padre era tan fuerte como el de un ciervo.

No tuvo oportunidad de examinar su cuerpo. Antes de que pudiera siquiera acercarse al cadáver, Alfonso, su esposo, ya había ordenado un entierro inmediato. Dijo que era lo mejor. Que debía “descansar en paz bajo la tierra”. Nadie lo cuestionó.

Como hija única del alfa, Nora debía haber heredado el mando. Vicente siempre se lo había prometido. Pero cuando dio un paso al frente, dispuesta a asumir su rol, los murmullos comenzaron a brotar como maleza venenosa.

—¡No aceptamos que alguien sin lobo en el corazón sea nuestra alfa! —vociferó un miembro de la manada.

—¡Si ella toma el mando, todos estaremos perdidos! En las cacerías no puede ni alcanzar a un conejo...

—¡Ni siquiera es una loba! Es más bien un perro flaco.

Nora apretó los labios, sin poder refutarlos. Era verdad. Nunca había sentido la transformación. Su lobo jamás despertó.

—Basta. No permitiré que insulten así a mi esposa —la voz grave de Alfonso cortó el alboroto.

El hombre de cabello plateado se adelantó con paso firme, y su sola presencia impuso un silencio denso en la sala.

Fue entonces cuando el anciano más respetado de la manada se levantó.

—Propongo que Alfonso sea nuestro nuevo alfa.

—¡Sí! Alfonso es el yerno del alfa Vicente. Es fuerte, sabio… ¡es el heredero legítimo!

—¡Apoyo esa propuesta!

Alfonso sonrió con mesura y sacó de su bolsillo un pergamino amarillento.

—De hecho —dijo con calma—, el testamento dejado por nuestro respetado Vicente me nombra como sucesor.

Desenrolló el documento y lo mostró a todos.

Nora se lo arrebató con manos temblorosas. La escritura era indudablemente la de su padre. No podía creerlo. Él le había jurado que, pasara lo que pasara, ella sería la próxima líder.

Alfonso la rodeó con un brazo, inclinándose para susurrarle al oído:

—No te preocupes, amor. Yo cuidaré de ti.

Y Nora, herida pero aún confiando, entrelazó sus dedos con los de él. Al menos, pensó, el poder seguía en la familia. Al menos, él la amaba.

Pero con el tiempo, todo cambió.

La manada comenzó a tratarla como un estorbo. Incluso la joven cocinera fruncía el ceño al entregarle el pan. Y Alfonso... Alfonso ya no era el mismo.

Su dormitorio, antes abierto para ella a cualquier hora, ahora siempre estaba cerrado con llave. En la mesa faltaba una porción de carne. Las mantas junto a la chimenea ya no guardaban calor compartido.

—Quizá está cansado —intentó consolarse frente al espejo de bronce.

Esa noche, Nora decidió prepararle una cena con sus propias manos. Guisó venado con romero, horneó pan, se perfumó con jazmín. Se puso un vestido verde oliva que abrazaba su figura y recogió su cabello en una trenza lateral, dejando algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro.

Caminó por el pasillo de piedra con una bandeja en las manos. La mansión dormía en silencio, y solo el eco de sus pasos la acompañaba.

Al llegar al último corredor, se detuvo frente a la puerta de Alfonso. Respiró hondo, esperanzada. Pero entonces, oyó algo.

Un gemido.

Se quedó inmóvil.

Otro gemido. Más alto. Femenino. Íntimo.

Su cuerpo entero se tensó.

—No... —murmuró, apenas un suspiro.

Los sonidos eran inequívocos: jadeos entrecortados, crujir del lecho, piel rozando piel. El corazón le latía con tanta fuerza que por poco no escuchó las siguientes palabras. Pero las escuchó.

—…ni siquiera asusta a una ardilla —decía Alfonso, con una burla que la heló por dentro.

—Pero es la hija de Vicente… —dijo una voz dulce, femenina, melosa— ¿y si lo descubre?

—¿Descubrir? —Alfonso rió, un sonido seco y cruel—. Cuando Vicente murió en mis brazos, ella aún estaba llorando, acariciándole los bigotes.

—Entonces… ¿realmente fuiste tú?

—Sin lugar a dudas —contestó él, jadeando—. Pero ahora, cuéntame tú tu secreto…

Nora ya no pudo oír más. Su mente zumbaba. Dio un paso atrás, con la vista nublada, y sin querer tropezó con una silla. El leve golpe de madera sobre piedra bastó.

La puerta se abrió de golpe.

Alfonso apareció, el torso desnudo marcado con rastros de pasión. Detrás de él, la mujer se cubría apresuradamente: Liliana. La sobrina del anciano.

—¿Lo has oído todo? —dijo Alfonso, su voz tan gélida como la noche.

Nora retrocedió hasta apoyar la espalda contra la piedra helada del muro.

—¿Fuiste tú quien mató a mi padre?

Él avanzó, despacio, con la mirada clavada en ella. Ya no había ternura en sus ojos, solo una ferocidad lupina.

—Él se aferró al poder demasiado tiempo. Se negó a ceder. Alguien tenía que hacerlo por él.

—¡Mentiroso! —Nora lanzó un trozo de cerámica que se estrelló a sus pies—. ¡Juraste que me protegerías! ¡Juraste esperar!

Alfonso la sujetó por la muñeca con una fuerza brutal y comenzó a arrastrarla por el pasillo.

—¿Protegerte? ¿Esperarte? —se burló—. ¿Crees que quise casarme con una inútil que ni siquiera puede transformarse? Yo siempre quise el poder del clan Lunar de Oro.

—¡Suéltame! —forcejeó Nora, arañándolo con desesperación—. ¡La manada no te lo perdonará! ¡Los hombres leales a mi padre…!

—¿Hombres leales? —Alfonso soltó una carcajada hueca—. Los compré o los enterré. Como a tu padre.

La arrojó contra la reja que marcaba el borde del precipicio. El viento helado la azotó, colándose por su vestido. Alfonso presionó sus hombros hacia el vacío.

—Ahora que lo sabes todo… también debes desaparecer.

Nora se aferró a la madera con todas sus fuerzas. Sus nudillos se tornaron blancos.

—¡Alfonso! No puedes hacer esto. ¡Somos esposos!

—¿Esposos? —espetó él, inclinándose para mirarla a los ojos—. Desde que tu padre dio su último aliento, tú solo eres un obstáculo.

Y empujó.

La madera crujió bajo su agarre… y se rompió.

El cuerpo de Nora se precipitó al abismo. El viento silbó en sus oídos. Arriba, entre la niebla que cubría el cielo, solo quedaban las risas frías de Alfonso.

Y el silencio.

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