Nora despertó sobresaltada.
La luz que entraba por la ventana era suave, tamizada por cortinas blancas. El aire olía a hierbas curativas y a madera húmeda. Confundida, parpadeó varias veces hasta enfocar su entorno: no era su habitación, no era su hogar… y, sobre todo, no estaba en la casa de Alfonso.
Estaba viva. Pero no sabía dónde.
Intentó incorporarse, y entonces lo notó: sus piernas estaban vendadas con ungüentos que desprendían un olor a menta, eucalipto y algo más... algo que no reconocía. Ya no llevaba puesto su vestido verde oliva, desgarrado por la huida. En su lugar, llevaba un conjunto blanco de lino fino, suave al tacto, casi ceremonial. La tela acariciaba su piel como si intentara ofrecer consuelo.
Aunque carecía de su loba interior, sus sentidos eran más agudos que los de cualquier humano. Percibió los aromas del lugar con claridad. Cada esencia era nueva, extraña. Ese no era su clan.
«Estoy en otro territorio», pensó con el corazón acelerado. Su instinto le pedía correr… pero su cuerpo aún dolía.
Miró a su alrededor. La habitación era pequeña pero cálida, de paredes de piedra clara. Estaba sobre una camilla, dentro de lo que parecía un consultorio improvisado. Una mesa con frascos de hierbas, vendas y tazones humeantes ocupaban la esquina más alejada. Intentó levantarse… pero sus piernas flaquearon. Con un jadeo, cayó al suelo.
—Tsk... —masculló, frustrada, mientras apoyaba los codos e intentaba no gritar del dolor.
Antes de que pudiera reincorporarse, un aroma fuerte la envolvió: roble, vainilla, y… algo salvaje. Era embriagador. Masculino. El sonido de pasos firmes llenó el cuarto y la puerta se abrió.
Un hombre entró con determinación.
Su complexión era ancha, musculosa, y su figura ocupó todo el umbral. Su piel era dorada por el sol, y su rostro… perfectamente esculpido, con pómulos marcados y una mandíbula fuerte. Pero lo que más llamó su atención fueron sus ojos: avellana, con destellos dorados. Como si algo dentro de él ardiera constantemente. Salvaje. Incontrolable.
—Vaya forma de recibir al Alfa —murmuró él, caminando hacia ella con paso firme, sin prisa.
La levantó del suelo con facilidad, sujetándola por la cintura con unos brazos fuertes. Su cercanía era abrumadora. La recostó nuevamente en la camilla, con una delicadeza que contrastaba con su apariencia poderosa. Sus dedos se deslizaron por su espalda como si buscaran asegurarse de que no estuviera rota por dentro.
Su mera presencia imponía respeto. No necesitaba decirlo: era el Alfa.
El corazón de Nora latía con fuerza. Recordó a Alfonso. Su traición. Su crueldad. Involuntariamente, comenzó a temblar.
—No tengas miedo —dijo él, su voz grave pero suave, acariciando el aire entre ambos—. Soy Leonardo, el Alfa de este clan. Te encontré anoche en el bosque. ¿Quién eres? ¿Por qué estabas sola?
La vergüenza se apoderó de Nora. Bajó la mirada, permitiendo que su guardia cediera por un instante.
—Soy Nora… —murmuró con voz temblorosa. Luego tragó saliva y habló con más firmeza—. Vengo del clan Bosque Verde. Mi pareja… me fue infiel. Y descubrí que… él mató a mi padre. Temí por mi vida. Escapé.
Mintió a medias. Omitió su apellido y el nombre real de su clan. No era una mentira completa, pero sí una estrategia. A veces, la verdad entera era más peligrosa que una verdad a medias.
Leonardo entrecerró los ojos y se acercó más hacia ella. Nora contuvo el aliento. Su rostro quedó a escasos centímetros de su lóbulo. Su aliento cálido le rozó el cuello. Su cercanía era intensa… depredadora.
—Una historia trágica… —murmuró— y muy conveniente.
Nora tragó saliva. Su corazón martillaba en su pecho.
—¿Estás sugiriendo que miento, Alfa?
—Digo que… —su voz se volvió un susurro cálido— me cuesta confiar en ojos tan bonitos. Uno nunca sabe si son sinceros… o peligrosamente convincentes.
Ella bajó la mirada, nerviosa.
—No tengo razones para mentirle, Alfa.
—Llámame Leonardo. —Se inclinó más, hasta que su aliento rozó su mejilla—. No tienes que ser tan formal… ahora que estás en mi territorio.
La cercanía era desconcertante. Nora sintió el calor de su cuerpo irradiar hacia ella como una amenaza tentadora.
—Está bien… Leonardo.
Él sonrió, complacido. Le tomó el mentón con suavidad y levantó su rostro para que lo mirara.
—Entonces dime, Nora… ¿qué planeas hacer ahora?
Ella respiró hondo, nerviosa, jugando con sus dedos.
—No lo sé… pero me preguntaba si… si podría quedarme aquí. Solo por un tiempo. No tengo a dónde ir.
Leonardo guardó silencio, como si saboreara la respuesta.
—Podrías quedarte —dijo al fin.
La esperanza chispeó en el pecho de Nora.
—¿De verdad?
—Sí… —dijo, acercándose tanto que sus labios casi rozaron los de ella— pero con una condición.
Nora sintió que el tiempo se detenía.
Su corazón se disparó. El calor de su cuerpo invadió el suyo como una ola, embriagante. La tensión era espesa, eléctrica. No sabía si iba a besarla o a devorarla. Ni siquiera sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo.
Su respiración se hizo irregular.
Y entonces, sin aviso, todo giró.
La visión de Nora se desdibujó. El mundo giró sobre sí mismo. Un zumbido llenó sus oídos. La presión por mantener su habilidad sensorial activada, por percibir cada emoción en él, cada posible amenaza… finalmente la sobrepasó.
Su cuerpo se desplomó como una flor cortada.
—¡Nora! —exclamó Leonardo, atrapándola antes de que su cabeza golpeara la camilla.
La sostuvo con firmeza y cuidado, como si fuera algo valioso que no podía romperse más. Sus brazos la envolvieron con naturalidad, y por un segundo, solo se quedó observándola. La respiración de ella era suave, su expresión en calma, como si por fin hubiese encontrado un instante de paz.
Leonardo la acomodó con delicadeza sobre la almohada, y mientras apartaba un mechón de su rostro, esbozó una media sonrisa divertida, murmurando en voz baja, cerca de su oído:
—Se te está haciendo costumbre desmayarte en mis brazos, Nora…
Sus dedos apartaron un mechón rebelde de su frente mientras sus ojos la recorrían con una mezcla de fascinación y ternura.
—Si querías una excusa para quedarte cerca de mí… podrías haber elegido una menos dramática.
La observó en silencio unos segundos más, el pulso aún acelerado. Había algo en ella que desarmaba sus barreras, algo que no podía explicar.
Y mientras la luna comenzaba a asomarse por la ventana, bañando la habitación con su luz plateada, Leonardo se quedó a su lado… sin saber si quería que ella despertara, o que soñara con él.