El amanecer se filtraba a través de las cortinas de lino de la habitación de Nora, tiñendo todo con tonos dorados y suaves. Los pájaros cantaban desde los árboles cercanos, y el murmullo distante de la aldea despertaba poco a poco. Nora bostezó mientras se incorporaba en la cama, aún con el cuerpo adolorido por los entrenamientos previos. Estaba acostumbrándose al ritmo exigente, pero sabía que todavía le faltaba mucho para alcanzar la fuerza y la resistencia de los demás.
Cuando abrió la puerta, encontró a Leonardo esperándola de nuevo. Llevaba en las manos una bandeja sencilla: pan recién horneado, un cuenco de miel, frutas cortadas y dos tazas de infusión caliente.
—Buenos días —dijo, con la serenidad habitual—. Pensé que te vendría bien desayunar antes de entrenar.
Nora lo miró, sorprendida, y luego sonrió con un rubor inevitable.
—No tenías que molestarte.
—No es molestia —respondió él, entrando y colocando la bandeja sobre la mesa—. El cuerpo rinde mejor cuando se alimenta bien.