Desde la misteriosa muerte de su padre, Vicent, el anterior Alfa del clan Luna Dorada, Nora se había sentido más sola que nunca. El dolor no se había marchado con el tiempo, solo había aprendido a disfrazarse en el silencio de los pasillos, en las sonrisas forzadas del clan y en las promesas vacías de su esposo. La ausencia de su padre no solo había dejado un vacío en la jerarquía de la manada, también había abierto una grieta en su interior que no lograba cerrar.
Su único consuelo era Alfonso. Él se convirtió en Alfa tras la muerte de Vicent, y también en su esposo. No eran almas gemelas, y ambos lo sabían. Pero Alfonso le prometió que la cuidaría, que no estaría sola, que él la protegería cuando el mundo fuera cruel. Durante un tiempo, cumplió esa promesa. Durante un tiempo, ella se permitió creer en él.
Pero los días felices se deshicieron como arena entre los dedos. Ahora, eran solo recuerdos lejanos, cubiertos de polvo y decepción. Nora ya no caminaba con la frente en alto. Las miradas la atravesaban como cuchillas, las voces a sus espaldas se convertían en juicios sin rostro. La llamaban “Luna débil”, como si esas dos palabras bastaran para negarle su lugar. No había despertado a su loba interior, y eso, en su mundo, era casi una condena. Era una rareza, un fallo de la naturaleza, una humana en medio de bestias que exigían fuerza, instinto, ferocidad.
Aun así, Alfonso la eligió. O al menos, eso creyó ella. Porque en el fondo, había algo en su unión que siempre le pareció incierto, como si la decisión no hubiese sido completamente suya. Pero se aferró a él con la desesperación de quien no quiere perder lo único que le queda.
Aquel amanecer, algo fue distinto. Despertó antes que el sol, con el corazón latiendo con violencia y una presión invisible aplastándole el pecho. No era ansiedad, era otra cosa. Una sensación visceral que le decía que algo andaba mal, profundamente mal, como si una parte de ella intentara advertirle lo que sus ojos aún no podían ver. Se sentó en la cama, aún envuelta en las sábanas bordadas que alguna vez su madre tejió. Llevó una mano a su pecho y cerró los ojos, intentando calmar el vendaval que crecía dentro. Pero no lo logró.
—¿Qué me pasa? —susurró, apenas un hilo de voz, como si el aire pudiese contestarle.
Llevaba semanas sintiendo un rechazo inexplicable hacia Alfonso. Su rechazo le causaba incomodidad, incluso incertidumbre. Había algo extraño en él, una energía vibrante, casi ajena, que no reconocía. Ya no era el mismo hombre atento que la consoló en el funeral, ni el que sostuvo su mano cuando el mundo se desmoronaba. Algo había cambiado, algo que se le escapaba.
Y entonces lo entendió. No necesitaba ser loba para ver lo evidente. Alfonso ya no la amaba. Tal vez nunca lo hizo. La verdad llegó como un golpe seco: él la humillaba frente al clan, la trataba como una carga, como si su existencia fuese una vergüenza que debía soportar. Y ella... lo había permitido. Porque le debía lealtad. Porque se sentía agradecida. Porque cuando enterró a su padre, él fue el único que no soltó su mano.
—Aun así… sigue siendo mi esposo —susurró, con un nudo en la garganta—. Estuvo conmigo cuando nadie más lo hizo.
Pero incluso esa certeza comenzaba a tambalearse. Porque el hombre que la protegió ya no estaba. Y en su lugar, quedaba solo el Alfa. Frío. Distante. Cruel.
Y sin embargo, había algo dentro de ella que la animaba a reconciliarse con él.
Con una mezcla de ingenuidad y esperanza desesperada, Nora tomó una decisión: esa noche buscaría la reconciliación.
Preparó con sus propias manos la cena de Alfonso: estofado de venado con romero y pan recién horneado. Se perfumó con esencia de jazmín y vistió un largo vestido verde oliva que abrazaba su figura con suavidad. Recogió su cabello castaño en una trenza lateral, dejando escapar algunos mechones que enmarcaban su rostro.
Mientras caminaba por el pasillo de piedra, con la bandeja de comida entre sus manos, su corazón palpitaba con fuerza. La mansión estaba silenciosa, envuelta en la quietud habitual de la noche. Solo el sonido de sus pasos rompía el ambiente.
Giró en el último pasillo y divisó la puerta de roble oscuro. La de Alfonso. Se detuvo por un segundo. Respiró hondo. Quería creer que todo saldría bien.
…Pero entonces lo oyó.
Un gemido.Se congeló.
El sonido atravesó el pasillo de piedra como un cuchillo en la penumbra.
Otro gemido, más agudo… femenino… íntimo. Sus piernas temblaron.—No… —susurró, apenas un suspiro quebrado en el umbral.
Los sonidos eran inconfundibles. Piel contra piel, jadeos entrecortados, la cama crujiendo con el ritmo de cuerpos entregados. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. El retumbar de su corazón casi le impidió oír lo que vino después. Casi.
—¿Y si Nora se entera? —dijo una voz femenina, con la respiración entrecortada por el deseo—. ¿No temes que lo sienta… por la conexión?
Hubo un breve silencio, seguido del sonido húmedo de labios que se encontraban y un suspiro prolongado. Luego, una voz grave, profunda, perfectamente reconocible, habló con arrogancia contenida.
—¿Y qué si lo hace? —resonó Alfonso—. No tiene lobo. Es débil. Siempre lo ha sido.
—Pero su sangre es fuerte… —murmuró la mujer, con la voz aún húmeda de placer—. Es hija de Vicent. Eso no se borra. —Su único escudo en este mundo fue Vicent… y yo mismo le arranqué esa protección de las entrañas —dijo Alfonso con frialdad—. Fue por mi mano que cayó. Aquí, Nora no es más que una sombra. Una carga que aprendí a tolerar… hasta que dejé de hacerlo.El silencio que siguió fue más cruel que cualquier palabra.
Desde la rendija de la puerta entreabierta, Nora solo alcanzó a ver la silueta de Alfonso recostado sobre la espalda desnuda de otra mujer, sus cuerpos aún enredados, su sudor compartido, sus risas como puñales.
Sintió que el aire abandonaba sus pulmones. El temblor se apoderó de sus dedos. No podía moverse, ni gritar, ni llorar.
Y entonces, todo tuvo sentido.
Durante años, el padre de Nora había liderado la manada con firmeza, sí, pero tambien con una sabiduría que imponía respeto. Para ella, Vicente no era solo un Alfa, era un refugio, una brújula. La única constante en su vida. Él la había protegido incluso cuando el resto del mundo la veía como un error.
Alfonso jamás tuvo la paciencia para esperar su declive natural. No quería esperar para heredar el poder… quería tomarlo. Él había acelerado su final con la frialdad de quien no ve personas, solo piezas sacrificables en su ascenso.
El mundo de Nora se rompió como cristal estrellado contra el suelo.
Sus piernas cedieron y tuvo que apoyarse contra la pared para no desplomarse. Su garganta ardía con el grito que no pudo liberar. La bandeja cayó en silencio sobre una pequeña mesa cercana. Lágrimas silenciosas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. No solo era una traición… era una confesión.
Alfonso había matado a su padre.
El hombre que la sostuvo en el entierro. El que secó sus lágrimas. El que le prometió cuidarla. Había sido el asesino todo el tiempo.
Nora retrocedió, tambaleándose, alejándose de la puerta, del pasillo, de la casa… de Alfonso. No sabía a dónde iba. No pensaba. Solo corría, como una presa herida buscando escapar de la trampa. Corrió entre árboles, raíces, ramas… hasta que la oscuridad la envolvió por completo.
Su aliento era irregular, y su visión se nublaba. No sabía cuánto tiempo había corrido. Tal vez minutos. Tal vez horas. Solo sabía que la noche la cubría como un manto pesado.
Y entonces cayó.
Pero no sintió el golpe del suelo frío.
En lugar del impacto, la envolvió una calidez inesperada. Su cuerpo fue recibido por algo suave, denso… cálido. Era una piel cubierta de un pelaje espeso y tibio, un cuerpo imponente que la sostuvo con delicadeza justo antes de que tocara la tierra.
No podía abrir los ojos, pero lo sintió. El leve ronroneo de un pecho que vibraba bajo ella. El sonido era profundo, tranquilizador, como el eco de una melodía que resonaba en lo más antiguo del alma.
Y entonces una voz.
Surgió dentro de su mente, como si siempre hubiese estado ahí, esperando el momento exacto para pronunciarse.
Tu rostro…es precioso… ¿quién eres?
La voz. Era profunda, rasposa, poderosa. Sin entender nada, los ojos de Nora se cerraron lentamente… y se desmayó.
El bosque, el mismo lugar al que había huido con el alma destrozada, se convirtió en el sitio donde su verdadero destino comenzó a revelarse. Sobre los árboles, la luna brilló con una intensidad sobrenatural. Su luz bañó el claro como una bendición sagrada, tan majestuosa que el bosque entero pareció contener el aliento. Las hojas susurraron al compás del viento, como si la naturaleza reconociera el momento. Nora no lo sabía aún, pero esa noche, bajo la mirada eterna de la Diosa Luna, su vida estaba a punto de cambiar.