El sol ya había cruzado la mitad del cielo cuando Leonardo apareció en la puerta de la cabaña de Nora, su presencia sólida y tranquila como siempre. Ella estaba sentada en el borde de la cama, recogiendo con lentitud el cabello que aún conservaba humedad de la ducha. El cansancio del entrenamiento la pesaba en los huesos, un cansancio profundo que no se había marchado con el descanso de las horas.
—Nora —dijo Leonardo con voz firme, pero sin prisa—. Es hora de almorzar. Vamos a la mesa común de la manada.
Ella levantó la mirada, aún con los ojos entrecerrados por la fatiga, y asintió sin palabras. Sabía que evitar ese momento no ayudaría; la manada esperaba verla como parte de ellos, y Leonardo insistía en que se integrara sin rodeos.
Al salir, el aire fresco de la mañana parecía limpiar un poco el peso que sentía. Caminaron lado a lado, con la tranquilidad de quienes no necesitan llenar el silencio con palabras, solo con la presencia.
La aldea comenzaba a bulliciar. Los niños corrían