Leonardo había partido temprano esa mañana para entrenar con los guerreros del clan. Nora lo observó desde la ventana de su habitación, viendo cómo se alejaba hacia el bosque con paso decidido, flanqueado por su guardia personal. Aún sentía el eco de su declaración del día anterior retumbando en cada rincón de la fortaleza: Ella es mi luna.
Pero, aunque las palabras eran firmes, el ambiente estaba lejos de ser pacífico. Nora percibía, con esa sensibilidad que la había sostenido toda su vida, que algo grande se estaba gestando. Lo sentía en el aire: denso, cargado. Como el silencio que precede a una tormenta.
Decidió salir a caminar por los pasillos de piedra. El vestido perla que usaba se deslizaba con suavidad sobre el suelo, y su cabello ondeaba con cada paso. Intentaba mantener la compostura, pero su mente no dejaba de repetirse que tenía que estar alerta. Había visto demasiados rostros falsos desde su llegada.
Y no tardó en confirmarlo.
—Qué elegante para alguien que no ha hecho nada para merecer ese lugar —dijo una voz aguda, cortante como vidrio.
Nora se detuvo.
Una mujer se separó de las sombras de una columna cercana. Tenía el cabello de un rojo cobrizo intenso, recogido en una trenza impecable, y ojos dorados que destellaban como llamas contenidas. Sus labios estaban curvados en una sonrisa fina, teñida de veneno.
—¿Nos conocemos? —preguntó Nora, manteniendo el tono sereno, pero sin ocultar su incomodidad.
—Oh, disculpa —dijo la mujer, acercándose con una elegancia felina—. Qué descortesía la mía. Soy Eva. Beta de la manada. Consejera del Alfa... y algo más. Me pareció extraño que aún no me hayan presentado contigo. Tal vez porque nadie pensó que llegarías a durar tanto.
—Soy Nora —respondió, extendiendo una mano que Eva ignoró por completo.
—Lo sé —dijo ella con una media sonrisa—. La humana sin lobo. La nueva luna.
Nora tragó saliva.
—Estoy en el lugar que me corresponde —replicó con calma—. Leonardo lo dejó claro.
Eva soltó una risa seca.
—¿Leonardo? ¿De verdad crees que eso significa algo? Eres una luna de papel, Nora. Y todos lo saben. Puedes ponerte un vestido hermoso, puedes sentarte a su lado, pero sin un lobo en el corazón... no eres uno de nosotros.
Nora mantuvo la mirada firme.
—No necesito un lobo para tener valor.
—¿Valor? —Eva dio un paso hacia ella—. ¿Hablas de valor mientras te escondes tras su sombra? Este no es un juego de parejas, es guerra. ¿O no te lo ha dicho todavía?
Nora frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—A que hay una deuda pendiente. Una antigua. Sangre por sangre. La manada de las Sombras tiene enemigos, Nora. Enemigos que mataron a nuestros cachorros, que arrasaron nuestros bosques y juraron extinguirnos. La paz es una ilusión. Y la venganza... inevitable.
Los ojos de Eva brillaron con una mezcla peligrosa de rencor y deseo.
—¿Y tú crees estar preparada para eso? ¿Para ver morir a los que te rodean? ¿Para liderar en medio del fuego? Porque eso es lo que se espera de una luna. No flores. No sonrisas. Fortaleza.
Nora no respondió. Su silencio era un escudo, pero por dentro sentía el peso de cada palabra. No estaba preparada. Lo sabía. Pero tampoco permitiría que se lo echaran en cara.
Y entonces, llegó el caos.
Un guerrero irrumpió en el pasillo, con el rostro cubierto de sudor y el pecho agitado.
—¡Alerta! ¡Un clan enemigo se aproxima por el flanco norte! ¡Han cruzado el valle y vienen armados!
Eva giró bruscamente.
—¡Lo sabía! ¡Alguien los alertó!
Su mirada se clavó en Nora como un dardo envenenado.
—Tú... ¡tú los trajiste! ¡Eres la espía!
—¡No seas absurda! —Nora dio un paso atrás, indignada—. Yo no he hecho nada.
Pero Eva no esperó más. Salió corriendo hacia el patio de entrenamiento. Nora titubeó un segundo, pero luego corrió también. Sabía que debía probar su lealtad, no con palabras... sino con acciones.
Cuando llegó al claro, Leonardo estaba organizando la defensa. Daba órdenes con voz firme, distribuyendo a los guerreros, marcando posiciones. Al verla, frunció el ceño.
—¡Nora, aléjate de aquí! Esto no es para ti.
—No fui yo —dijo ella, respirando agitada—. No los traje. Pero quiero ayudar.
Leonardo vaciló.
—No tienes lobo. Si entras en combate... morirás.
—Entonces déjame ayudarte de otra forma. Puedo detectar sus puntos ciegos. Lo he hecho antes. Puedo concentrarme, ver dónde fallan, cómo se mueven... ¡Confía en mí!
Los ojos de Leonardo se fijaron en los suyos. Y por primera vez, dudó de su propia certeza. La había visto firme, resistente, distinta. Tal vez...
Asintió.
Nora cerró los ojos. Ignoró el caos a su alrededor, los gritos, el crujido de las armas. Se concentró. Extendiendo su habilidad como un sexto sentido, escaneó el entorno.
—El flanco izquierdo... —murmuró—. Se mueven con menos coordinación. Están liderados por un joven... nervioso. Ahí es donde deben atacar. Rodearlos por atrás. ¡Ahora!
Leonardo gritó las órdenes. Los guerreros se movilizaron. Y funcionó.
La estrategia fue certera. Los enemigos cayeron en confusión. El flanco fue destruido con mínimas bajas. En menos de una hora, el ataque había sido repelido.
Los guerreros aullaban de victoria. Algunos miraban a Nora con respeto. Otros, con sorpresa. Eva, desde la distancia, fruncía los labios, su orgullo herido.
Pero Nora... cayó.
El uso prolongado de su habilidad la dejó sin energía. Sus piernas cedieron y el mundo giró ante sus ojos.
Y justo antes de tocar el suelo, unos brazos fuertes la sujetaron.
Leonardo.
—Otra vez... —murmuró con una sonrisa suave mientras la alzaba con facilidad— Te estás desmayando muy seguido en mis brazos, Nora.
Pero esta vez no lo dijo con ironía. Había preocupación en su voz. Y algo más.
Ella no respondió. Su rostro estaba pálido, su respiración agitada. Pero incluso inconsciente, había una paz en sus facciones. Una extraña belleza que Leonardo no había notado antes. O quizás no se había permitido notar.
La llevó en brazos hasta la enfermería, ignorando las miradas. La recostó con cuidado, como si temiera causarle algún daño. Luego se quedó a su lado, en silencio.
Observó su rostro dormido. La curva suave de sus labios. La forma en que su respiración alzaba apenas su pecho. Sintió algo punzante en el pecho. Algo que no era la preocupación de líder, ni sentido del deber.
Era algo más.
—¿Qué me estás haciendo, Nora? —susurró, acariciando con suavidad un mechón de su cabello.
Una parte de él quería reprimirlo, negarlo. Pero la otra... la otra ya había empezado a ceder. Había algo en ella que lo desarmaba. Que lo llamaba. Que hacía que su lobo, por primera vez, se quedara en completo silencio, como si también escuchara a su corazón.
Leonardo permaneció allí, sin moverse, hasta que la luna se alzó en lo alto del cielo.
Y fue entonces cuando lo comprendió:
Estaba empezando a encariñarse de Nora.