Nora soñó con sangre.
Corría descalza sobre un suelo frío de piedra, húmedo y pegajoso. La sangre manchaba sus pies, espesa y cálida, mientras una figura se arrastraba hacia ella, tambaleándose, como arrastrada por la desesperación. Era su padre. Su rostro estaba cubierto de rojo, sus ojos brillaban con un dolor tan profundo que parecía atravesar hasta el alma.
—¡Corre, Nora! ¡Corre! —gritó con una voz rota, ahogada, mientras su cuerpo era llevado hacia las sombras.
Ella quiso alcanzarlo, gritar su nombre, detener la oscuridad que lo engullía. Pero algo invisible la mantenía fija, como raíces negras que brotaban del suelo para atraparla. Intentó liberarse, luchó contra esa fuerza silenciosa, pero era inútil. Y justo cuando la figura de su padre desaparecía en la negrura más absoluta, despertó.
El corazón le latía con fuerza, como un tambor atronador en el pecho. Un nudo apretaba su garganta. El sudor le perlaba la frente y empapaba su cabello. Se incorporó de golpe, con la respiración entrecortada, los ojos abiertos pero aún desenfocados, buscando cualquier señal que le confirmara que todo había sido solo un sueño.
La habitación estaba en calma. La misma habitación. Su cuerpo aún dolía, débil por el cansancio y el miedo. Afuera, la luna brillaba alta, bañando el mundo con su luz pálida y plateada, colándose a través de la ventana y dibujando sombras suaves en las paredes.
Y allí estaba él: Leonardo. De pie junto al ventanal, en silencio, una figura apenas recortada contra el halo lunar. Vestía una camisa blanca, suelta, con las mangas remangadas hasta los codos. Había estado observándola, sin hacer ruido, quizá durante horas.
—¿Otra pesadilla? —preguntó, sin volverse, su voz grave y baja, casi un susurro que apenas quebraba la quietud.
Nora se llevó una mano temblorosa al rostro, intentando secar el sudor y calmar su agitación.
—Sí… soñé con mi padre —respondió con la voz temblorosa, pero esforzándose por no mostrar fragilidad.
Leonardo se giró lentamente y dio unos pasos hacia ella. Sus ojos avellana, intensos y cálidos, buscaron los de Nora con una mezcla de cuidado y determinación. Se detuvo a apenas un metro de distancia, respetando su espacio, como si esperara que ella lo autorizara a acercarse más.
—¿Estás mejor? —preguntó, suave.
Nora asintió despacio, todavía con el corazón latiendo acelerado.
—Un poco —murmuró, sin dejar de mirarlo.
Él la observó en silencio por unos segundos, midiendo el peso de sus palabras. Finalmente habló con voz más grave, cargada de sinceridad y una firmeza que hizo que todo en ella se tensara.
—Sobre lo que te pedí… No quiero que haya malentendidos. Quiero que seas mi luna.
El aire pareció volverse más denso. Las palabras cayeron en su pecho como un balde de agua fría. Por un instante, el tiempo pareció detenerse y Nora sintió que su corazón se paralizaba.
—¿Tu luna…? —repitió, incrédula, en un susurro que temblaba por la sorpresa.
Leonardo asintió sin titubear.
—Sí. Mi compañera. Ante el clan y la Luna.
Nora desvió la mirada, abrumada. El recuerdo de Alfonso la golpeó con fuerza, como una bofetada invisible. Él había sido su luna. Y la había destruido.
—¿Por qué yo? —preguntó en voz baja, casi sin creerlo—. No somos pareja destinada por la Diosa de la Luna. No hay vínculo entre nosotros.
Leonardo respiró hondo, con honestidad y sin adornos.
—Aún no he sentido la conexión —confesó—. Pero eso no importa. Los clanes son supersticiosos. Si un Alfa no encuentra a su luna, comienzan los rumores. Dicen que el clan está maldito, que el liderazgo es débil. Lo que necesito es una compañera… por contrato.
Nora alzó la mirada, confundida, sin comprender del todo.
—¿Un contrato?
—Una unión formal, política, estratégica —explicó él, con voz firme—. Sin amor… sin promesas eternas. Solo presencia. Fuerza. Alguien a mi lado para calmar las dudas de los míos.
Ella sintió un nudo en el estómago. Algo dentro de sí se tensaba y luchaba contra esa idea.
—Pero… no tengo lobo. No soy una de ustedes. ¿Tu clan me aceptará?
Leonardo se inclinó ligeramente hacia ella, sus ojos brillando con una intensidad que no admitía dudas.
—Eso no es asunto tuyo —dijo con voz más dura—. Yo me encargo del clan. Tú solo debes aceptar.
Nora lo miró, temerosa de la respuesta que vendría.
—¿Y si no lo hago?
Él la miró fijamente, y una sombra oscura cruzó su rostro. No era amenaza, sino una advertencia sincera.
—Entonces no puedo prometer que Roy, mi lobo, te mantendrá a salvo. Ya te olfateó. Ya te reconoció. Y si no eres mía… podría verte como una amenaza.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No de miedo, sino por la sinceridad y la fuerza con que Leonardo hablaba. Por lo peligroso que era, y por lo mucho que, en ese instante, ella deseaba sobrevivir.
Cerró los ojos por un momento, dejándose llevar por sus pensamientos. Pensó en su padre, en la sangre derramada, en la traición. Pensó en Alfonso, en su sonrisa falsa, en cómo la destrozó. Y pensó en su juramento: vivir y vengarse.
Al abrir los ojos, había una nueva determinación en ellos.
—Está bien —dijo con firmeza—. Acepto.
Leonardo la miró por varios segundos. No sonrió, no celebró. Solo asintió como si todo eso ya estuviera escrito en las estrellas, como si el momento en que la encontró en el bosque hubiese sido inevitable.
Esa misma tarde, Leonardo reunió al clan.
El claro sagrado estaba rodeado por antorchas que lanzaban llamas anaranjadas, lenguas de fuego que susurraban viejos pactos. Las piedras del círculo relucían bajo la luz del sol poniente. La tensión en el aire se podía cortar con un cuchillo.
Nora caminó al lado de Leonardo con pasos lentos pero decididos, como si cada pisada pesara más que la anterior. Vestía un vestido largo, color humo, que parecía bailar con la brisa. Su cabello oscuro caía suelto en cascada sobre su espalda, enmarcando su rostro pálido y sus ojos delicados.
Al sentarse en el asiento especial junto al Alfa, los murmullos comenzaron a elevarse como una tormenta distante.
—¿Es ella? —susurraron— ¿La humana sin lobo? —¿Cómo puede una sin marca ser la luna del Alfa?
Nora sintió cada mirada, cada susurro, cada juicio silente. Su piel ardía bajo sus ojos acusadores, pero mantuvo la espalda recta. No se permitiría caer.
Leonardo dio un paso al frente y su voz resonó con una autoridad implacable, aplastando las dudas que flotaban en el ambiente.
—Hoy presento ante ustedes a Nora. Ella es mi luna. Mi compañera. Su luna.
Los murmullos se transformaron en un ruido contenido, mezcla de incredulidad, desconcierto y miedo. ¿Qué significaba eso para el clan? ¿Qué había visto el Alfa en ella?
—No toleraré cuestionamientos —añadió Leonardo, con voz cortante como una daga—. No necesitan comprender mis motivos. Solo respetarlos. Quien desafíe su lugar a mi lado, me desafía a mí.
El silencio fue inmediato.
Pero mientras la mayoría bajaban la cabeza, acatando la orden, Nora sintió una mirada clavarse en su espalda como una daga.
Giró discretamente.
Entre la multitud, una joven de cabello cobrizo y labios rojos la observaba con ojos entrecerrados. Sus brazos cruzados, su postura rígida. No hacía falta que dijera nada: la hostilidad era palpable.
Nora tragó saliva, y con una sonrisa encantadora le respondió. Luego apartó la mirada y fijó su vista en Leonardo, que le devolvía una sonrisa satisfecha. Mientras el clan celebraba tener una luna, ella supo que no sería fácil.
La mirada hostil se desvió con desdén, pero antes de desaparecer, lanzó un último destello de advertencia.
Nora sostuvo la compostura, aunque su corazón latía con fuerza en su pecho.
Miró de nuevo a Leonardo, quien la observaba con orgullo en los ojos, como reclamando lo que le pertenecía por derecho.
A su alrededor, el clan festejaba. Los vítores resonaban, pero los aplausos sonaban huecos, forzados, cargados de desdén apenas disimulado.
Y aún así, Nora alzó el mentón con decisión.
Porque sabía que, para sobrevivir en una jauría, a veces basta con parecer más fiera de lo que realmente eres.