El bosque dormía, envuelto en un silencio antiguo y sagrado, como si el mismo tiempo contuviera el aliento. Nora caminaba detrás de Leonardo, flanqueada por dos guardianes de la manada, cuyas sombras se proyectaban largas bajo la luna. La tierra crujía bajo sus pies descalzos, húmeda por el rocío nocturno. Un escalofrío le recorrió la columna, y no supo si era por el frío o por el miedo.
El Lago Aeluin apareció entre los árboles como un espejo encantado. Su superficie estaba tan quieta que reflejaba el cielo nocturno con una nitidez inquietante, como si fuese otro mundo esperando ser atravesado.
—¿Qué debo hacer? —preguntó ella, su voz apenas un susurro.
Leonardo se volvió a mirarla. Su rostro era una máscara de serenidad, pero sus ojos decían otra cosa. Había algo contenido en ellos. Dolor. Culpa. O ambas.
—Camina hasta el centro del lago. Detente cuando el agua te cubra el corazón. Luego... espera.
—¿Esperar qué?
Él desvió la mirada.
—El lago decidirá.
Nora tragó saliva. No había ca