El amanecer llegó sin previo aviso, desdibujando la neblina con tonos suaves de rosa y dorado. Nora observaba el horizonte desde la ventana de su habitación, envuelta en una manta y con la piel aún húmeda, como si el lago se hubiese negado a soltarla del todo.
No había dormido.
No porque no quisiera, sino porque cada vez que cerraba los ojos, algo la arrastraba de nuevo al fondo del lago. No eran sueños, no exactamente. Eran sensaciones: pulsos, sonidos lejanos, ecos de pensamientos que no eran suyos. Voces sin dueño. Susurros que desaparecían cuando intentaba entenderlos.
Se estremeció.
El frío no venía del cuerpo, sino de la memoria. O de la falta de ella. Había vuelto a la orilla intacta, sí. Pero algo dentro de ella había cambiado. No sabía qué, ni cómo. Solo sentía que ya no era la misma.
Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—¿Nora?
La voz de Leonardo era baja, contenida.
—Pasa —dijo ella.
Él entró despacio, con el mismo abrigo que la noche anterior le había o