El sol aún no había alcanzado su punto más alto cuando Leonardo irrumpió en el salón con la determinación brillando en su mirada. El aire olía a madera recién cortada y a hierbas secas; la atmósfera serena contrastaba con la tensión latente que cargaba él sobre los hombros.
—Hoy habrá entrenamiento con los guerreros de la manada. Quiero que vengas —dijo, con voz firme pero con un brillo cómplice en los ojos.
Nora, que estaba junto a la ventana, giró lentamente al escucharlo. Aún arrastraba la inquietud que le había dejado la visión en el lago. Las imágenes de Leonardo con aquella mujer la perseguían como una sombra pegada al alma, clavándosele en los huesos cada vez que cerraba los ojos. No quería hablar de eso, no sabía cómo, y mucho menos con él.
—¿Entrenamiento? —preguntó, tratando de no dejar que su incomodidad se filtrara en la voz.
Leonardo asintió, dando un paso más cerca—. Quiero que veas cómo entrenamos... y si deseas, también puedes participar.
Antes de que pudiera procesar