Nora despertó con el murmullo de las hojas meciéndose tras la ventana. Por un instante, no supo dónde estaba. La luz tenue del amanecer se filtraba entre las cortinas, y el olor a hierbas medicinales impregnaba el aire con una calidez casi maternal. Intentó incorporarse, pero una punzada aguda le recorrió la sien.
—Tranquila —dijo una voz cercana.
Giró la cabeza y lo vio. Leonardo estaba sentado en una silla junto a su cama, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en ella. Su cabello lucía desordenado, y las ojeras marcadas bajo sus ojos revelaban que no había dormido en toda la noche.
—¿Qué… pasó? —murmuró ella.
—Ganamos —respondió él con suavidad—. Gracias a ti.
Ella parpadeó, desconcertada. Sus recuerdos eran una maraña de imágenes difusas: el campo de batalla, los gritos, su habilidad activándose como un estallido luminoso… y luego, oscuridad.
—¿Me desmayé, verdad?
Leonardo sonrió, agotado.
—Otra vez.
Nora dejó escapar una pequeña risa, que se desvaneció tan rápido como había nacido, al recordar el rostro de Eva acusándola con la mirada.
—¿Me creen?
Leonardo frunció el ceño, incómodo.
—¿Que los traicionaste? No todos. Pero Eva... no deja de insinuarlo.
Ella desvió la mirada hacia la ventana, como si allá fuera pudiera encontrar consuelo.
—Ella me odia.
—Eva odia lo que no entiende —respondió Leonardo—. Y tú… tú la haces temblar.
—No fue eso lo que vi en sus ojos —dijo Nora en voz baja, amarga—. Vi desprecio. Odio. Hacia mí. Y hacia todo lo que represento.
Leonardo se levantó en silencio. Caminó hacia la ventana con pasos pesados, como si cada uno le doliera. Corrió levemente la cortina con dos dedos. Afuera, la manada estaba en movimiento. Guerreros patrullaban el perímetro, otros recogían escombros, y algunos trabajaban en reparar lo dañado. Pero había algo más profundo: un silencio contenido, denso, como si todos aún contuvieran la respiración tras el ataque.
El crujido de la puerta lo obligó a girar.
Eva ingresó sin pedir permiso. Sus ojos buscaron a Nora de inmediato y se tensaron al verla aún allí, viva, despierta. No hizo el menor esfuerzo por ocultar su disgusto.
—Leonardo, necesito hablar contigo. A solas —ordenó.
Él vaciló un instante antes de asentir.
—Lo siento, Nora… nuestra conversación tendrá que esperar.
Ella asintió sin decir palabra, pero su mirada siguió la espalda de ambos mientras desaparecían por el pasillo. Cada paso que daban parecía más definitivo.
Caminaron en silencio hasta llegar a una pequeña sala apartada, rodeada por paredes de piedra oscura. Un lugar olvidado, ideal para las verdades incómodas. Eva cerró la puerta y se giró de inmediato, los brazos cruzados y el fuego encendido en los ojos.
Sacó una carta doblada de su abrigo, sellada con cera dorada: el emblema de la Manada Luna Dorada ardía en relieve.
—Ella no es quien dice ser —espetó—. No me creíste cuando dije que era una espía enviada por ese maldito Alfa. Nos está viendo la cara, Leonardo.
Él apretó la mandíbula al recibir la carta. La sostuvo con los dedos como si le quemara. Rompió el sello con un suspiro seco y leyó:
“Alfa Leonardo:
Le escribe el Alfa Alfonso de la Manada Luna Dorada.
Usted tiene a alguien que me pertenece entre sus manos: mi ex Luna, quien escapó de nuestras tierras.
Solo le informo que podría representar un peligro para usted. Suele ocultar información…
Espero que esta misiva no le tome por sorpresa.
Atentamente,
Alfa Alfonso.”
Leonardo dejó caer la carta sobre la mesa con un gesto sombrío. El silencio se volvió espeso, como si la piedra misma de la sala contuviera el aliento.
Eva se regocijaba en el caos mudo que se dibujaba en el rostro de él.
—No tienes que cargar con la duda —dijo finalmente, su tono dulcemente envenenado—. Hay una forma de salir de esto… sin conflictos, sin acusaciones.
Él la miró de reojo, sabiendo que el veneno vendría disfrazado de solución.
—Haz que se someta al Ritual del Espejo —continuó Eva—. Que lo haga por voluntad propia, como prueba para ganarse la confianza de la manada. Si es inocente, el lago la aceptará. Si miente… el agua se lo llevará.
Leonardo no respondió de inmediato. Conocía bien ese ritual. Sabía que Eva lo sugería no por justicia, sino porque quería verla caer sin mancharse las manos.
—¿Y si no sobrevive? —preguntó, con la mirada clavada en la carta.
—Entonces significa que no merecía estar aquí desde el inicio —dijo Eva con frialdad.
El silencio volvió a instalarse. Leonardo cerró los ojos, agobiado. No podía ignorar lo que decía la carta… pero tampoco condenar a Nora sin permitirle defenderse.
Finalmente, asintió.
—Esta noche.
Eva sonrió, satisfecha. Por un segundo, el brillo en sus ojos fue casi triunfal.
—La manada te lo agradecerá… y yo también.
Cuando Leonardo regresó a la habitación, encontró a Nora donde la había dejado: sentada junto a la ventana, con el rostro bañado por el crepúsculo. La luz rosada jugaba con los contornos de su piel, dándole un aire etéreo.
—¿Leonardo? —preguntó apenas lo vio entrar—. ¿Qué ocurre?
Él se acercó con una calma fingida. Su cuerpo estaba tenso, pero su voz fue serena.
—Algunos aún dudan de ti —dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. No por lo que hiciste, sino por lo que no saben de ti.
—Lo entiendo… —susurró ella—. No pertenezco a esta manada. Aún.
—Eva propuso una solución. Un antiguo ritual. Una forma de demostrar que no tienes nada que esconder.
—¿Qué clase de ritual?
Leonardo tomó aire antes de responder.
—El Ritual del Espejo. Esta noche, deberás entrar al lago Aeluin. Es una tradición ancestral. Si el lago te acepta, significará que tu alma es limpia. Si no…
No terminó la frase. No era necesario.
—¿Estás diciendo que el lago puede juzgarme?
—No es castigo. Es prueba. Y debe hacerse solo si tú lo aceptas.
Nora bajó la mirada, procesando. El miedo temblaba en el fondo de sus ojos, pero también algo más profundo: resolución. Había llegado huyendo, sí. Pero si deseaba quedarse, tendría que enfrentarlo todo.
—Está bien. Lo haré.
Leonardo asintió levemente, pero antes de irse, se detuvo en el umbral. Su figura llenaba el marco de la puerta, y por un instante pareció más vulnerable que nunca.
—Solo prométeme… que saldrás de ahí.
Y sin esperar respuesta, se marchó.