El bosque siempre había sido un lugar prohibido. Los ancianos del pueblo lo repetían como una plegaria: no entres, no mires demasiado tiempo, no llames a lo que duerme entre sus ramas. Ariadna había crecido escuchando aquellas advertencias, primero como cuentos de niños, como relatos y luego como mandatos que nadie se atrevía a desafiar. Sin embargo, esa noche el viento arrastraba un murmullo distinto, tan suave que parecía deslizarse directo a su oído.
El camino de regreso a casa estaba vacío. La luna, oculta tras nubes pesadas, apenas dejaba filtrar una claridad débil que transformaba las calles en sombras interminables. Ariadna apretó contra su pecho el libro que llevaba de la biblioteca, intentando convencerse de que el temblor en sus manos era por el frío. Entonces lo escuchó. —Ariadna…— Su nombre, pronunciado con una suavidad imposible, flotó en el aire. No fue un grito ni un llamado común; fue como un suspiro que se colaba entre los árboles y atravesaba la niebla. Su corazón golpeó tan fuerte que pensó que los vecinos podían escucharlo desde sus casas. Se detuvo, con los pies clavados al suelo. Miró a su alrededor, buscando la figura de algún bromista, pero el silencio del pueblo era absoluto. Solo el viento parecía responderle, agitando las ramas del bosque al final del sendero. —Ariadna…— repitió la voz, más clara esta vez, como si viniera desde dentro de la niebla. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que corriera de vuelta a casa, que cerrara las ventanas y fingiera no haber escuchado nada. Pero había algo en aquel tono, un magnetismo inexplicable que tiraba de ella, como si hubiese estado esperando toda su vida escuchar ese llamado. Con paso tembloroso, avanzó un poco más hacia el límite del bosque. El aire se volvió más frío, y un olor a tierra húmeda y madera vieja la envolvió. El suelo crujió bajo sus zapatos, y con cada chasquido sentía que el bosque reconocía su presencia. —¿Quién está ahí? —susurró, odiando el temblor en su propia voz. El silencio le devolvió la pregunta. Solo la neblina, espesa y plateada, se movía como si respirara. Ariadna dio un paso atrás, pero algo en su interior ardía: curiosidad, miedo, y también una sensación extraña de pertenencia. Como si aquella voz no fuera de un extraño, sino de alguien que conocía su alma mejor que ella misma. Las historias de los ancianos le golpearon la memoria: juramentos antiguos, promesas incumplidas, pactos que habían condenado a familias enteras. Nadie en el pueblo hablaba de eso en voz alta, pero las miradas huidizas y el silencio pesado eran suficientes para entender que algo oscuro habitaba entre esos árboles. —Prometiste…— murmuró la voz, tan cerca ahora que sintió un cosquilleo en la nuca. Ariadna giró bruscamente, pero no había nadie. El corazón le latía con tanta fuerza que la mareaba, y de pronto se encontró corriendo hacia su casa, sin mirar atrás. Cerró la puerta con un golpe seco y apoyó la espalda contra ella, jadeando. El silencio de su hogar le ofreció un respiro, pero en su mente la palabra seguía resonando como un eco: prometiste. ¿Prometió qué? Ella no recordaba haber hecho promesas a nadie. Y, sin embargo, en lo más profundo de su memoria, algo olvidado parecía querer despertar. Se dejó caer en la silla de su escritorio y abrió el libro que llevaba aún contra su pecho. En la primera página, garabateada con tinta vieja, encontró algo que no recordaba haber visto antes: su nombre escrito con una caligrafía desconocida. La misma voz que la había llamado en el bosque.