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Capitulo 8: Entre fuegos y cenizas

El amanecer llegó con un cielo despejado, pero el ambiente en el pueblo se sentía distinto. Ariadna salió temprano de casa con el amuleto colgado bajo el vestido y el libro bien guardado en una bolsa de tela. Quería convencerse de que el día sería normal, pero algo en el aire le decía lo contrario.

El primer detalle fue el silencio. Las aves del bosque, siempre tan ruidosas al amanecer, no cantaban. El aire estaba cargado, como si anunciara tormenta, aunque el cielo estuviera limpio. Ariadna se detuvo un momento en medio de la calle, sintiendo un cosquilleo en la nuca, la misma sensación de ser observada.

Intentó ignorarlo y se dirigió hacia la panadería. El aroma a pan recién hecho flotaba en el aire, pero al entrar, encontró al panadero con una expresión preocupada.

—Buenos días, don Julián. ¿Todo bien? —preguntó.

El hombre, un hombre robusto y siempre sonriente, levantó la vista con ojeras marcadas.

—¿Dormir? Eso ya no se puede, niña —murmuró—. Toda la noche escuché golpes en el techo, como si alguien caminara allí arriba. Pero cuando salí, no había nada.

Ariadna sintió un escalofrío. Recordó las palabras de Milagros: las sombras saben encontrar a quienes les deben una promesa.

Compró un pan y siguió su camino, tratando de convencerse de que era solo una superstición. Sin embargo, a cada paso encontraba algo que desafiaba lo normal. Una anciana murmurando que el agua del pozo había cambiado de sabor. Un niño que aseguraba haber visto ojos brillando en la orilla del bosque. Un perro que aullaba sin razón, mirando fijo hacia la posada donde se hospedaba Elian.

La tensión era palpable. Todos lo sentían, aunque nadie lo decía en voz alta.

Cuando llegó a la plaza, lo vio. Elian estaba allí, sentado en un banco de piedra, como si nada de aquello lo afectara. El sol bañaba su rostro, resaltando la firmeza de sus facciones. No parecía un hombre acosado por sombras, sino alguien que las dominaba. Y, sin embargo, Ariadna no pudo apartar la vista.

Él levantó la mirada y la encontró de inmediato. Una leve inclinación de cabeza bastó para helarla y calentarla al mismo tiempo. Había algo en él que la atraía y la repelía en la misma medida.

—Ariadna.

El sonido de su nombre la hizo girar bruscamente. Era Clara, la dueña de la posada. Tenía el ceño fruncido y las manos temblorosas.

—Ten cuidado —susurró, acercándose lo suficiente para que solo ella escuchara—. Desde que ese hombre llegó, las paredes de mi posada ya no son las mismas. Anoche encontré ceniza junto a su puerta. ¿Sabes lo que significa?

Ariadna negó con la cabeza, aunque el corazón le latía con fuerza.

—Ceniza es señal de lo que fue quemado pero no consumido. Es señal de aquello que se niega a morir.

Antes de que pudiera preguntar más, Clara se alejó, dejándola con el pan en la mano y un temblor recorriéndole el cuerpo.

De pronto, un grito rompió el murmullo de la plaza. Todos se giraron hacia el centro, donde una carreta cargada de leña se había volcado sin razón aparente. Los caballos estaban desbocados, los ojos enrojecidos de terror, como si hubieran visto algo que los hombres no podían percibir. La leña cayó al suelo y, sin explicación, algunas ramas comenzaron a arder sin chispa ni fuego cercano.

El pueblo entero se agolpó alrededor, murmurando oraciones y formando cruces con los dedos. Ariadna sintió el corazón en la garganta. Las llamas no parecían naturales; ardían con un resplandor extraño, casi plateado.

Fue entonces cuando lo vio. Elian estaba de pie, a pocos pasos de la carreta. No se movía, no hablaba, solo observaba el fuego con una calma inquietante. Y, por un instante, Ariadna tuvo la certeza de que el fuego lo reconocía.

Un hombre del pueblo gritó:

—¡Esto es por él! ¡Él trajo el mal de vuelta!

El murmullo creció, lleno de miedo y rabia. Varias miradas se volvieron hacia Elian, que no hizo nada para defenderse. Solo permaneció erguido, como si esperara el juicio de todos.

Ariadna, sin pensarlo, avanzó un paso. No sabía por qué, pero la idea de verlo rodeado de acusaciones la estremeció más que el fuego mismo. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, el incendio se apagó tan repentinamente como había comenzado, dejando tras de sí solo un montón de ceniza humeante.

El silencio fue absoluto. Nadie entendía lo que había ocurrido, y eso lo hacía aún más aterrador.

Elian desvió la mirada hacia Ariadna. Sus labios no se movieron, pero ella lo escuchó con claridad, como si estuviera dentro de su mente:

—Las cenizas siempre vuelven a encenderse.

El corazón de Ariadna golpeó con fuerza. Miró a su alrededor, temiendo que alguien más hubiera escuchado, pero todos estaban demasiado ocupados murmurando y apartándose de Elian.

El pueblo comenzaba a dividirse entre quienes lo consideraban un presagio de desgracia y quienes preferían fingir que nada pasaba. Ariadna sabía, sin embargo, que ya no podía ignorarlo. Los sucesos extraños no eran coincidencia. Y, de alguna forma, todos parecían girar en torno a él… y a ella.

Esa noche, cuando regresó a casa, encontró algo que le heló la sangre. Sobre su cama, cuidadosamente colocado, estaba el amuleto que Milagros le había dado. Solo que esta vez, no brillaba. Estaba cubierto de ceniza.

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