La revelación seguía retumbando en la mente de Ariadna: “Eres la promesa que nunca debió romperse.”
No había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Elian encadenado en el fuego, escuchaba las palabras de Milagros y sentía el peso del amuleto muerto contra su piel. El amanecer llegó con un cielo gris, y el aire cargado anunciaba tormenta.
Necesitaba escapar de sus pensamientos, así que decidió salir a caminar hacia el río que bordeaba el bosque. Era un lugar donde solía encontrar calma, lejos del bullicio del pueblo. El agua corría clara entre las piedras, y el murmullo del cauce solía apaciguar su mente. Pero esa mañana, hasta el río parecía distinto: el agua se agitaba con violencia, aunque no soplara viento alguno.
Se agachó en la orilla, buscando refrescarse el rostro, cuando lo vio.
Una figura oscura, reflejada en el agua. No era la suya. Los contornos eran difusos, pero los ojos brillaban como carbones encendidos. Ariadna retrocedió con un grito ahogado, perdiendo el equi