La revelación seguía retumbando en la mente de Ariadna: “Eres la promesa que nunca debió romperse.”
No había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Elian encadenado en el fuego, escuchaba las palabras de Milagros y sentía el peso del amuleto muerto contra su piel. El amanecer llegó con un cielo gris, y el aire cargado anunciaba tormenta. Necesitaba escapar de sus pensamientos, así que decidió salir a caminar hacia el río que bordeaba el bosque. Era un lugar donde solía encontrar calma, lejos del bullicio del pueblo. El agua corría clara entre las piedras, y el murmullo del cauce solía apaciguar su mente. Pero esa mañana, hasta el río parecía distinto: el agua se agitaba con violencia, aunque no soplara viento alguno. Se agachó en la orilla, buscando refrescarse el rostro, cuando lo vio. Una figura oscura, reflejada en el agua. No era la suya. Los contornos eran difusos, pero los ojos brillaban como carbones encendidos. Ariadna retrocedió con un grito ahogado, perdiendo el equilibrio y cayendo sobre la hierba húmeda. De entre los árboles surgió un viento helado, acompañado de un murmullo ininteligible. La temperatura descendió bruscamente y, ante ella, comenzó a materializarse algo que no podía llamar humano: una silueta hecha de sombra y humo, alta, con brazos alargados que parecían querer alcanzarla. El amuleto en su cuello ardió con un destello débil, como si intentara protegerla, pero pronto se apagó. Ariadna retrocedió, arrastrándose, con el corazón desbocado. —No… no puede ser… La sombra se inclinó hacia ella, y el murmullo se volvió una voz grave, retumbante: —La deuda… debe cumplirse… Ariadna gritó. El aire a su alrededor se volvió más pesado, el río comenzó a burbujear como si hirviera, y por un instante creyó que sería devorada por aquella presencia. Entonces lo escuchó. —¡Ariadna! Elian apareció entre los árboles, avanzando con una velocidad imposible. Sus ojos grises brillaban con una luz que no había visto antes, y en su mano sostenía una cadena de plata ennegrecida. Sin dudar, la lanzó hacia la sombra, que retrocedió con un chillido ensordecedor. La cadena se iluminó al contacto, atrapando el humo oscuro como si tuviera voluntad propia. Elian apretó los dientes, tensando la cadena con fuerza, y la sombra se retorció con furia hasta desvanecerse en el aire, dejando tras de sí solo ceniza flotando sobre el río. Ariadna respiraba agitadamente, con las lágrimas empañando su visión. Elian se arrodilló junto a ella, tomándola del rostro con suavidad. —¿Estás bien? —preguntó, con una intensidad que la atravesó por completo. Ella asintió débilmente, aunque su cuerpo temblaba sin control. —¿Qué… qué era eso? Elian la ayudó a incorporarse, sin apartar la mirada. —Una de las sombras que custodian el pacto. Han despertado… porque tú has despertado. Ariadna negó con la cabeza, incapaz de aceptar lo que escuchaba. —Esto no es justo. Yo no pedí nada de esto. —Lo sé. —Su voz se suavizó, y por primera vez Ariadna notó en él no solo fuerza, sino también compasión—. Pero ahora estás en el centro de todo. Y te protegeré, aunque el mundo entero se vuelva contra nosotros. La cercanía entre ambos era abrumadora. Ariadna sintió cómo el miedo se mezclaba con algo más profundo, más peligroso: la certeza de que no podía alejarse de él. Su corazón latía desbocado, no solo por la sombra que acababa de enfrentar, sino porque Elian, en ese instante, era lo único que la mantenía de pie. Sus ojos se encontraron, y por un segundo el tiempo pareció detenerse. Elian no se movió, pero su presencia lo decía todo: era peligro, pero también refugio. Era la sombra que la perseguía y, al mismo tiempo, la única promesa de que no caería sola. Un trueno retumbó a lo lejos, rompiendo el instante. Elian apartó la mirada, tensando la mandíbula. —Esto fue solo el principio —dijo con firmeza—. Vendrán más. Y cada vez serán más fuertes. Ariadna apretó el amuleto apagado contra su pecho, con lágrimas silenciosas en los ojos. —¿Y si no resisto? Elian la miró de nuevo, y esta vez no hubo dureza en su mirada, sino algo que la hizo estremecerse: ternura. —Entonces resistiremos juntos.