La noche se hizo interminable para Ariadna. El amuleto cubierto de ceniza seguía sobre su cama, como una burla silenciosa. Intentó dormir, pero cada vez que cerraba los ojos veía el fuego extraño en la plaza, los caballos desbocados, los murmullos del pueblo acusando a Elian. Y, peor aún, escuchaba dentro de su mente esa frase repetida con insistencia: “Las cenizas siempre vuelven a encenderse.”Al amanecer, tomó el amuleto con manos temblorosas. El metal estaba frío, inerte, como si toda su energía hubiera desaparecido. Lo colgó de nuevo en su cuello, esperando que aún pudiera protegerla, aunque ya no brillara. Tenía demasiadas preguntas y una certeza imposible de ignorar: solo Elian podía darle respuestas.Se dirigió a la posada. El corazón le latía con fuerza mientras subía las escaleras hasta el segundo piso, donde Clara le había dicho que se alojaba. Dudó un instante frente a la puerta, pero antes de que pudiera tocar, esta se abrió sola.Elian estaba allí, erguido, como si hubie
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