La plaza estaba encendida por antorchas. La multitud llenaba cada rincón, apretada, con rostros endurecidos por el miedo. Ariadna caminaba despacio, con Elian a su lado, cada paso como un golpe seco en el suelo. El libro pesaba entre sus brazos más que nunca, como si llevara dentro la sentencia de todos.
En el templete aguardaban los ancianos. Don Efraín en el centro, solemne; Milagros a su derecha, observando con esos ojos que parecían leer más de lo que mostraba; Tomás a la izquierda, con la boca apretada y el bastón listo para golpear.
Las campanas sonaron tres veces. El murmullo de la multitud se apagó.
—Hijos del pueblo —dijo Don Efraín con voz grave—. Esta noche no discutimos rumores ni temores. Esta noche juzgamos lo que todos hemos visto: tres amaneceres, tres ausencias. El contador no se detiene. Y en el centro de todo está Ariadna, hija de esta sangre.
Un murmullo recorrió la plaza: ¡Ella! ¡La deuda es suya!
Ariadna tragó saliva, pero alzó la voz.
—No soy el contador. No soy