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Capitulo 3: El extraño de la posada

El resto de la mañana se volvió un murmullo lejano. Ariadna caminaba entre la gente, pero apenas escuchaba las voces de los vendedores ni sentía el aroma del pan recién horneado. Todo en ella estaba anclado a esa mirada gris, al peso de esas palabras que aún retumbaban en su cabeza: Ese libro nunca debió estar en tus manos.

Por más que intentó convencerse de que debía volver a casa, la posada se alzaba frente a ella como un imán. Cada paso que daba la acercaba más a esa puerta de madera oscura, gastada por los años, detrás de la cual se había refugiado el hombre que parecía conocerla mejor de lo que ella misma se conocía.

Al empujar la puerta, un crujido se mezcló con el aroma fuerte a leña quemada y vino añejo. El interior estaba iluminado por un fuego en la chimenea, que proyectaba sombras largas contra las paredes de piedra. Había pocos clientes: dos campesinos jugando cartas, un anciano dormido en una mesa, y detrás del mostrador, la dueña limpiando vasos con aire distraído.

Y allí estaba él. Sentado junto al fuego, con el abrigo oscuro colgado en el respaldo de la silla, revelando una camisa blanca sencilla, aunque no por eso menos elegante. Sus manos, fuertes y marcadas, descansaban sobre la mesa, pero Ariadna se fijó en algo más: llevaba un anillo de plata ennegrecida que parecía absorber la luz en lugar de reflejarla.

—Sabía que vendrías —dijo sin mirarla, con la vista fija en las llamas.

Ariadna sintió que su respiración se agitaba. No entendía cómo podía estar tan seguro de sus pasos, como si hubiera predicho cada una de sus decisiones. Aun así, avanzó y se sentó frente a él, más impulsada por la necesidad de respuestas que por el sentido común.

—¿Quién eres? —preguntó, con la voz apenas más firme que la de un susurro.

Él desvió la mirada del fuego y la sostuvo en silencio por unos segundos. Había algo en esos ojos que la incomodaba: no era crueldad, tampoco bondad… era una profundidad que escondía demasiadas historias.

—Me llaman Elian —respondió al fin. No ofreció su mano ni sonrió, como haría cualquier desconocido. Su nombre cayó entre ellos como una declaración.

—Nunca te he visto en este pueblo. —Ariadna apretó el libro contra su regazo—. ¿Cómo sabes de él?

Elian ladeó la cabeza, estudiándola. Sus labios se curvaron apenas en un gesto ambiguo.

—Ese libro pertenece a una promesa rota hace mucho tiempo. Una promesa que no debía llegar a ti… y sin embargo, aquí estás.

Ariadna frunció el ceño, sin entender. Promesas, voces, advertencias. Todo se enredaba en su mente como piezas de un rompecabezas que no terminaba de encajar.

—No sé de qué hablas —dijo, aunque incluso a ella misma le sonó poco convincente. Había una parte de su interior que ardía con la sensación de que él tenía razón.

Elian se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa. La cercanía hizo que Ariadna sintiera un escalofrío recorrerle los brazos.

—Lo sabrás —murmuró—. Pero primero tendrás que decidir de qué lado estás.

Ariadna abrió la boca para replicar, pero la dueña de la posada se acercó con una jarra y dos copas. “Invitación de la casa”, dijo rápidamente, como si quisiera marcharse lo antes posible. Cuando se alejó, Ariadna notó el temblor en sus manos.

¿Le temía a él? ¿O era a lo que representaba?

Elian llenó las copas con vino oscuro y empujó una hacia ella. Ariadna dudó, pero sus dedos terminaron rodeando el cristal. No bebió, solo la sostuvo, como si eso le diera algo de control sobre la situación.

—No busco asustarte —dijo Elian, como si hubiera leído sus pensamientos—. Pero hay verdades que el pueblo ha enterrado durante generaciones. Verdades que están ligadas a tu nombre.

El corazón de Ariadna dio un salto. Quiso preguntar qué sabía exactamente, pero temía la respuesta. En cambio, optó por otra cuestión:

—¿Por qué yo? ¿Qué tiene que ver conmigo?

Elian se recostó en la silla y por primera vez apartó la mirada. El fuego se reflejó en su anillo ennegrecido, haciéndolo brillar con un resplandor extraño.

—Porque las promesas nunca mueren, Ariadna. Solo esperan el momento de cumplirse.

Un silencio espeso cayó entre ellos. Afuera, las campanas del mediodía resonaron en la distancia, recordándole que la vida en el pueblo seguía como siempre, ajena a la tormenta que empezaba a gestarse en su interior.

Finalmente, Ariadna se levantó con brusquedad. No podía escuchar más. No todavía. Necesitaba tiempo, necesitaba espacio para procesar lo que acababa de escuchar. Pero cuando giró para marcharse, Elian habló una vez más, con voz grave y firme.

—No huyas. Las sombras saben encontrar a quienes les deben una promesa.

Ariadna se quedó helada, con la mano sobre la puerta de la posada. No se atrevió a volverse, pero en su mente ya sabía algo con certeza: aquel hombre no había venido al pueblo por casualidad.

Y ella, aunque quisiera negarlo, estaba en el centro de todo.

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