La plaza seguía llena de gritos y llanto. El cuerpo de Tomás yacía inmóvil junto al de la mujer que había clamado por fe. Nadie sabía qué hacer, nadie quería aceptar lo que acababa de ocurrir. Pero entre el caos, una voz se impuso:
—¡Encerradla ya! —rugió un hombre, con los ojos encendidos de miedo—. ¡Cumplid el veredicto antes de que el contador tome a más!
El murmullo se volvió clamor. Varios hombres se adelantaron con sogas y cadenas. Elian se interpuso de inmediato, extendiendo los brazos como un muro.
—¡No tocarán a Ariadna! —bramó, la cadena de plata brillando en su puño.
Don Efraín levantó la voz, aunque temblaba.
—¡Elian! El pueblo ha decidido. Si no cumplimos, todos pagaremos el precio.
—¡Ya lo están pagando! —replicó, furioso—. ¡Dos vidas acaban de caer aunque ella siga aquí! ¿Todavía creen que las sombras respetan su “decisión”?
El pueblo rugió en respuesta. Algunos lloraban, otros gritaban insultos. Las antorchas se alzaron como si fueran lanzas.
Ariadna se adelantó un pas