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Capitulo 2: El hombre junto al fuego

El amanecer trajo consigo un silencio extraño. No era el murmullo tranquilo de costumbre, sino un silencio pesado, como si el pueblo entero quisiera ignorar lo que había ocurrido durante la noche. Ariadna despertó con la misma sensación que la había acompañado en sueños: el eco de aquella voz. Prometiste.

Se incorporó lentamente, con el cuerpo cansado. Apenas había dormido, girando una y otra vez en la cama, atormentada por la idea de que la voz no había sido un producto de su imaginación. El libro estaba sobre la mesa, con la primera página abierta. La tinta parecía aún más oscura a la luz del día, su nombre brillaba como si lo hubiesen escrito hacía apenas unas horas.

—Esto no tiene sentido… —murmuró, acariciando las letras con la yema de los dedos.

Pero cuanto más lo miraba, más sentía que aquellas palabras escondían algo que no alcanzaba a comprender. Respiró hondo, se vistió con rapidez y salió de casa con el propósito de despejar su mente. Quizá si caminaba por el mercado, escuchaba a los vecinos y dejaba que el bullicio del pueblo la envolviera, lograría olvidar.

El aire frío de la mañana la golpeó en el rostro, despejando sus pensamientos. Las calles estaban más vivas a esas horas: panaderos acomodando hogazas recién horneadas, mujeres discutiendo precios de verduras, niños correteando entre los puestos. Era la rutina de siempre, y sin embargo, Ariadna sentía que observaba todo desde fuera, como si ya no perteneciera del todo a esa normalidad.

Y entonces lo vio.

Estaba apoyado en la baranda de madera de la vieja posada, como si hubiera estado esperándola. Alto, de hombros firmes, vestido con un abrigo oscuro que lo distinguía de los demás. No era un viajero común; en sus movimientos había una seguridad medida, una calma inquietante. Sus ojos, de un gris metálico, se alzaron lentamente y se posaron en ella.

Ariadna sintió cómo la respiración se le atascaba en el pecho. Hubo algo en esa mirada que no pudo explicar: no era solo intensidad, era familiaridad. Como si hubiese estado aguardando ese momento desde mucho antes de que ella naciera.

Intentó apartar la vista, fingir que no lo había notado, pero fue inútil. Él ya había empezado a caminar en su dirección. Cada paso suyo parecía pesar más que los de cualquier otro, como si el suelo se doblegara bajo su presencia. La gente en la plaza lo rodeaba de manera inconsciente, abriéndole paso sin cuestionar por qué.

Cuando estuvo frente a ella, Ariadna sintió que el aire se hacía más denso. El forastero no sonrió, ni mostró gesto alguno de cortesía. Solo la miró fijamente y habló con una voz grave, envolvente, imposible de ignorar.

—Llegaste antes de lo esperado.

Ariadna parpadeó, perpleja. Las palabras no tenían sentido. ¿Antes de lo esperado? ¿Esperado por quién? ¿Por él?

—¿Nos… conocemos? —preguntó, intentando sonar firme aunque su voz tembló.

Él no respondió de inmediato. Sus ojos descendieron hacia el libro que ella llevaba bajo el brazo. Entonces, por primera vez, una mueca apareció en su rostro, una sonrisa tan leve que parecía más un secreto que un gesto.

—Ese libro nunca debió estar en tus manos.

El corazón de Ariadna dio un vuelco. Lo apretó contra su pecho, como si aquel objeto pudiera protegerla, cuando en realidad era todo lo contrario. ¿Cómo podía saberlo? Nadie más lo había visto.

—¿Quién eres? —insistió, dando un paso atrás.

—Alguien que sabe lo que intentas negar —contestó, y sus palabras sonaron más como un juicio que como una presentación.

El repique de las campanas de la iglesia interrumpió la tensión, llenando la plaza de un eco metálico. La gente siguió con su rutina, sin notar la tensión que se formaba entre ellos dos. Nadie parecía darse cuenta de que ese instante estaba cargado de un significado que podía alterar todo.

Ariadna tragó saliva, deseando moverse, pero sus pies parecían enraizados al suelo. El hombre inclinó la cabeza apenas, como reconociendo algo en ella que ni siquiera ella misma entendía.

—Nos veremos pronto —dijo, con una calma que resultaba más amenazante que cualquier grito.

Se giró y caminó de regreso hacia la posada. Cada paso suyo parecía dictar un destino inevitable. Ariadna lo siguió con la mirada, con el corazón todavía agitado. Una parte de ella quería huir, olvidar sus palabras y enterrar el libro en lo más profundo del bosque. Pero había otra parte —una más intensa, más antigua— que deseaba seguirlo.

Porque, aunque no podía explicarlo, sabía que ese hombre no era un desconocido. Y, de alguna forma, estaba seguro de que su encuentro no había sido casualidad.

Esa mañana, Ariadna comprendió algo que le heló la sangre: el pasado que siempre había ignorado estaba a punto de reclamarla.

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