La plaza quedó vacía después del repique de campanas. El pueblo se dispersó en silencio, pero el aire seguía cargado de juicio, como si cada antorcha apagada dejara atrás una sombra más pesada.
Ariadna regresó a la posada con Elian. Subieron a la habitación sin decir una palabra, y al cerrar la puerta, la tensión estalló en un silencio aún peor que los gritos de la multitud.
El libro descansaba sobre la mesa. Cerrado. Inmóvil. Pero su presencia llenaba el espacio como si respirara con ellos.
Ariadna se dejó caer en la cama, abrazando las rodillas contra el pecho. Elian se quedó de pie, con la cadena en la mano, mirando por la ventana hacia la torre del campanario. El contador no estaba visible, pero ambos lo sentían. La mirada invisible seguía allí, midiendo cada respiro.
—Mañana al amanecer decidirán —dijo Ariadna, con la voz apagada—. Y no importa lo que elija el pueblo, el libro dice que el contador lo reflejará.
Elian apretó la cadena hasta que el metal rechinó.
—Entonces el juici