La noche se hizo interminable para Ariadna. El amuleto cubierto de ceniza seguía sobre su cama, como una burla silenciosa. Intentó dormir, pero cada vez que cerraba los ojos veía el fuego extraño en la plaza, los caballos desbocados, los murmullos del pueblo acusando a Elian. Y, peor aún, escuchaba dentro de su mente esa frase repetida con insistencia: “Las cenizas siempre vuelven a encenderse.”
Al amanecer, tomó el amuleto con manos temblorosas. El metal estaba frío, inerte, como si toda su energía hubiera desaparecido. Lo colgó de nuevo en su cuello, esperando que aún pudiera protegerla, aunque ya no brillara. Tenía demasiadas preguntas y una certeza imposible de ignorar: solo Elian podía darle respuestas. Se dirigió a la posada. El corazón le latía con fuerza mientras subía las escaleras hasta el segundo piso, donde Clara le había dicho que se alojaba. Dudó un instante frente a la puerta, pero antes de que pudiera tocar, esta se abrió sola. Elian estaba allí, erguido, como si hubiera sabido que ella vendría. Vestía una camisa oscura y el anillo ennegrecido brillaba tenuemente en su mano. —Pasa —dijo, con esa voz grave que parecía un mandato imposible de desobedecer. Ariadna cruzó el umbral. La habitación era sencilla, con una mesa, una silla y una ventana que dejaba entrar la luz de la mañana. Pero lo que más llamaba la atención eran los símbolos tallados en la madera de las paredes, círculos incompletos y líneas entrecruzadas que parecían antiguos. —¿Qué significa todo esto? —preguntó, girándose hacia él. Elian cerró la puerta y la observó en silencio por un momento. Luego caminó hacia la mesa y apoyó una mano sobre ella. —Tu familia hizo un pacto con la oscuridad hace generaciones. Un pacto que nunca debió sellarse. Ariadna sintió que el aire le faltaba. —¿Mi familia? No… no puede ser. Nosotros no tenemos nada que ver con… — —¿Conmigo? —interrumpió Elian, acercándose despacio. Su mirada era intensa, casi dolorosa—. ¿Con el bosque que guarda más secretos que árboles? ¿Con las promesas que tus antepasados rompieron, condenando no solo a los suyos, sino también a mí? Ella retrocedió un paso, temblorosa. —Estás equivocado… —No lo estoy —replicó él, con un tono firme pero sin rabia—. El juramento fue hecho bajo la luna, cuando la sangre y el fuego se unieron. Y desde entonces, cada generación de tu linaje ha llevado en las venas la deuda de esa promesa rota. Ariadna se llevó una mano al pecho, justo donde descansaba el amuleto. Sus palabras encajaban demasiado con las visiones, con el libro, con las advertencias de Milagros. —¿Y qué tiene que ver contigo? —preguntó con voz quebrada. Elian suspiró, y por primera vez dejó entrever un rastro de dolor en su mirada. —Porque yo fui el guardián de ese pacto. El que debía velar porque se cumpliera. Pero la traición de tu sangre me encadenó al fuego, me arrancó siglos de mi vida y me condenó a esperar el regreso de la promesa incumplida. Ariadna lo miró boquiabierta, sin palabras. ¿Era posible que ese hombre no fuera un simple forastero, sino algo más antiguo, más ligado a las sombras mismas? —Entonces… ¿por qué ahora? ¿Por qué yo? Elian dio un paso más, y la distancia entre ellos se volvió insoportable. Ariadna sintió que cada fibra de su ser quería huir y quedarse al mismo tiempo. —Porque tú eres la última en esa línea. Y porque, lo quieras o no, el pacto debe cumplirse a través de ti. El silencio cayó como una losa. Ariadna lo miró con incredulidad, con miedo, pero también con una chispa que no podía reprimir. Había en su voz un peso de verdad que le atravesaba los huesos. —No… no puedo aceptar algo que no elegí —susurró. Elian inclinó la cabeza, y sus ojos grises brillaron con intensidad. —Nadie elige el destino, Ariadna. Solo el modo en que lo enfrenta. Sus palabras la estremecieron. Durante un instante, pensó en todo lo que había sentido desde que lo conoció: el miedo, sí, pero también esa atracción inexplicable, esa conexión que ni los consejos de los ancianos ni los susurros del pueblo podían romper. Cuando abrió la boca para replicar, Elian levantó una mano y, con un gesto suave, rozó el amuleto que colgaba de su cuello. —Este símbolo fue creado para contener lo que tú eres —dijo en voz baja—. Pero ya no funcionará por mucho tiempo. Ariadna se estremeció ante el roce de sus dedos, una chispa eléctrica recorriéndole la piel. No supo si el temblor en sus manos era de miedo o de algo más profundo. —Entonces dime la verdad completa —exigió, reuniendo valor—. ¿Qué soy yo para ti? Elian la miró fijamente. Sus labios se curvaron apenas, en una sonrisa triste, y respondió: —Eres la promesa que nunca debió romperse. La frase se quedó flotando en el aire como un juramento eterno. Ariadna sintió que el mundo entero se tambaleaba bajo sus pies. Afuera, un viento repentino azotó las ventanas, como si el mismo bosque confirmara las palabras de Elian. Y en lo más profundo de su ser, entendió que la vida que había conocido había terminado. El pasado que su familia ocultó estaba regresando, y ella era el precio.